En La promesa de la Política Hannah Arendt analiza la compleja relación entre la política y la filosofía. Según la interpretación de la pensadora alemana la política ha sido vista con desdén por parte de la filosofía. Esta siempre ha preferido ocuparse de las grandes cuestiones (el tiempo, el ser, la eternidad….) y ha considerado las cuestiones de la política, fundamentalmente el problema de cómo organizar la vida en común, una cuestión menor que no necesitaba de especial atención. Si la filosofía se tenía que ocupar de la política era debido a la necesidad de asegurar unas condiciones mínimas para la existencia que permitieran a los filósofos seguir dedicados a la contemplación de la verdad.

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Como pone de manifiesto Arendt, el ideal de la vida del filósofo se resumía en el conocido como “bios teoretikós” o vida contemplativa. Un paradigma de este modo de entender la existencia del filósofo lo representaba la propuesta aristotélica. Incluso un filósofo considerado “político” como Platón entendía que la filosofía debía dedicarse a organizar la polis por la incapacidad de los hombres de organizar convenientemente su vida en común. La filosofía terminaba ocupándose de la política debido al estatus epistémico menor de la última en relación con la primera. Mientras que la filosofía era un saber (episteme), la política no pasaba de ser una mera “techné”, una técnica no tan diferente de la del navegante o la del fabricante de zapatos. Así como a nadie se le ocurría designar a un inexperto en el arte de la navegación para pilotar una nave, del mismo modo tampoco se debería poner al frente de la polis a quien no estuviera versado en el arte del gobierno.

El cierre de Madrid supone una perfecta metáfora de dos realidades cada vez más palpables. La primera es la del fin de la política y su sustitución por la idea marxista de la administración de las cosas. La segunda es el fin de la idea de la soberanía popular

Arendt concluye en su escrito que salvo contadas ocasiones (Sócrates o Cicerón) la mayoría de los filósofos han mirado con desdén a la política. Una mera técnica destinada a proveer de elementos básicos para la existencia. Sólo con la llegada de Marx se habría producido un cambio de paradigma en la visión filosófica de la política. Con este último, tal y como se refleja en la famosa tesis 11 sobre Feuerbach, la filosofía ya no se va a encargar de interpretar la realidad sino que su nuevo cometido va a ser el de transformarla. El proyecto arendtiano consiste en dignificar la política frente a sus dos enemigos tradicionales: la filosofía y las necesidades más perentorias del ser humano que la reducen a una mera técnica de supervivencia en común. La política pasar a ser vista como la forma más digna que tienen los seres humanos de estar en el mundo.

La reciente declaración del estado de alarma en la comunidad de Madrid por parte del ejecutivo central pone de manifiesto precisamente aquella denigración de la política que denunciara Arendt. Sánchez y sus asesores no declaran uno de los estados de emergencia constitucional para intentar mitigar un problema de salud pública. Más bien lo que persiguen es intentar resolver un molesto problema que les plantea la política en el camino hacia la culminación de su proyecto ideológico.

Ciertamente no sólo Pedro Sánchez, cuyo nivel intelectual dista mucho de estar cercano al de un filósofo, sino ni tan siquiera los miembros supuestamente más “ilustrados” de su gobierno tipo Pablo Iglesias o Alberto Garzón, pese a sus ínfulas intelectuales, se aproximan ni por asomo a la figura del filósofo-rey platónico. Sin embargo sí que comparten una determina visión de la realidad de carácter teórico como aquella que precisamente denunciara Arendt en su reivindicación de la política. El principal demérito de nuestro gobierno no es tanto el de su falta de competencia en la gestión de la cosa pública sino su profunda arrogancia.

Es esta actitud de exultante soberbia que exhiben la que les lleva a despreciar la política, por considerarla una molestia para sus propósitos. Ellos se creen en posesión de una especie de sabiduría especial que les convierte en seres profundamente apolíticos. Parten de una visión historicista del mundo. Creen que éste necesariamente se debe encaminar por una determina “senda de progreso”, una senda cuyos vericuetos creen conocer a la perfección. Piensan que su modelo político, de corte izquierdista, colectivista, globalista y antihumanista es el correcto y el único posible. Todo lo que acontece, incluida una pandemia, tiene un sentido en el acontecer de la historia. Curiosamente siendo profundamente anti-neoliberales parecen asumir el mismo mito del neohegeliano Fukuyama. Creen también en la idea del fin de la Historia. Sólo que en este caso el fin de la historia no es el de la utopía liberal de mercado sino el del surgimiento de un hombre nuevo cuya senda debe ser marcada desde las coordenadas del globalismo socialdemócrata de corte post-marxista. Este historicismo tan marcado es el que explica el hecho de que sean tan anti-políticos y que aprovechen cualquier posibilidad que les ofrece la historia para avanzar en el único sentido posible en el que creen le está permitido avanzar al ser humano: el establecimiento de una sociedad uniforme en lo ideológico y profundamente despolitizada

La política  consiste según Arent en un aparecer en la esfera pública para abrir un nuevo espacio de libertad. La pensadora alemana se muestra profundamente crítica con cualquier forma de historicismo y apuesta por una ontología de la indeterminación que permite concebir la historia como un proceso abierto. Su proyecto busca humanizar el mundo a través de la política para conformarlo como un lugar pleno de sentido. De ahí la importancia de la política, ya que ésta supone abrir nuevos caminos, en definitiva la política hace posible el surgimiento de la contingencia frente a la ciega necesidad del historicismo.

Frente a la situación planteada por la pandemia cuya gestión sanitaria demanda más política en el sentido más noble del término entendida como la necesidad de aparecer en el espacio público para dar cuenta de proyectos, ideas y propósitos, el gobierno opta  en cambio por la imposición de una determinada concepción teórica de la historia. Madrid se cierra no porque lo demande una situación epidemiológica o porque se trate del mal menor más adecuado a las circunstancias. Madrid se cierra porque simboliza la necesidad de hacer política frente a una situación de absoluta indeterminación en la que caben diversas maneras de afrontar los retos que plantea la pandemia de la COVID-19. Retos que van desde la necesidad de armonizar la necesaria protección de la salud pública, con una limitación proporcionada de los derechos fundamentales y que al mismo tiempo evite la desintegración del tejido productivo. Una sociedad económicamente depauperada sería una sociedad menos libre y más predispuesta a la tiranía. La apoliticidad del proyecto globalista, del cual Sánchez es un esbirro sin escrúpulos, demanda el caos y la división ciudadana. Para lograrlo nada mejor que enfrentar a políticos entre sí para generar confusión y desesperanza.

Como decía Arendt la política abre diversas posibilidades en la historia. En cambio Sánchez y su gobierno prefieren que el destino de nuestra historia ya esté marcado. Esto explica en último término por qué  nuestro gobierno no encuentra necesario discutir políticamente el sentido y la oportunidad de la medida de emergencia constitucional que han acordado. Sencillamente consideran que sus acciones están del lado correcto de la historia y no necesitan ser justificadas, ya ni tan siquiera haciendo un uso ideológico de la ciencia.

El cierre de Madrid supone una perfecta metáfora de dos realidades cada vez más palpables. La primera es la del fin de la política y su sustitución por la idea marxista de la administración de las cosas. La segunda es el fin de la idea de la soberanía popular. Un Estado donde el gobierno, caprichosamente, viene decidiendo cada vez con mayor frecuencia sobre el estado de excepción  es un gobierno que se erige cada vez más en soberano, según la certera afirmación de Carl Schmitt en su obra La teología política.


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