Cuentan las leyendas que, en no pocas ocasiones, los Reyes de León desparecían en sus cotos de caza de la hermosa región de Babia, sin importar cuán importantes fueren los menesteres de gobierno. Algunos lo hacían porque preferían cazar antes que gobernar, otros porque se sentían abrumados por el peso de la responsabilidad de su tarea. De ahí nace la expresión “estar en Babia”. El caso es que normalmente los asuntos importantes no siempre nacen de la propia agenda, más bien nos vienen dados desde fuera, muchas veces en forma de problemas ineludibles ante los que, antes o después, debemos enfrentarnos.

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En España tenemos un gobierno “de progreso” empeñado en poner ciertos temas sobre la mesa, independientemente de si existen otros más importantes/vitales para el bienestar de todos los españoles. Ellos son los que, con el sartén por el mango, deciden la agenda. Ellos, no nosotros. Y así es que acaba de aparecer el asunto de la eutanasia sobre la mesa y nos ha pillado a todos mirando los números del paro. “No toca” dicen unos, como si nuestra opinión sobre lo aconsejable o no en la acción del gobierno fuera a ser tenida en cuenta. Este gobierno ha decidido que se abre el debate sobre la eutanasia y rehusar a formar parte de él es tan irresponsable como baladí.

Irresponsable, porque quienes defendemos la autonomía individual y la soberanía sobre nosotros mismos, no podemos en ningún caso permitir que el estado, por ley, se autoasigne la capacidad de decidir cómo debe y cuándo debe morir una persona. Tampoco puede el estado obligar a ningún profesional de la salud a seguir un mandato que pueda ir en contra de su ética profesional. Estas dos líneas rojas deben quedar fijadas como conditio sine qua non desde el mismo momento en que empezamos a hablar del asunto. Y si callamos, si rehusamos el debate de entrada, ¿quién defenderá la necesidad de éstas?

No es más digno quien decide morir mediante un medicamento que quien decide hacerlo luchando -sufriendo- hasta el último segundo por su vida. Ambas decisiones nacen exclusivamente de lo más profundo de cada uno de nosotros

Las trampas del lenguaje

Cuando se pretende regular la despenalización del suicidio asistido -que es como deberíamos denominar esto que nos ocupa- tocamos uno de los temas fundamentales de nuestra propia existencia: su final. En la realidad no vamos por ahí con un “contador de vidas” como en los juegos de ordenador. La muerte es definitiva. No hay retorno, no hay oportunidad de arrepentirse y volver atrás. Y todas las muertes son, en su irreversibilidad, iguales. Hablar de una “muerte digna” es una trampa semántica sobre la que debemos recapacitar. Vaya por delante que pienso que dignas somos únicamente las personas. No es más digno quien decide morir mediante un medicamento que quien decide hacerlo luchando -sufriendo- hasta el último segundo por su vida. Ambas decisiones nacen exclusivamente de lo más profundo de cada uno de nosotros y son, por tanto, reflejo de nuestra dignidad. Consentir que el regulador otorgue mayor “dignidad” a una de estas dos decisiones es absolutamente inaceptable. En realidad, el término “eutanasia” procede del latín científico “eutanasia” y del griego “ευθανασια” (euthanasía) y quiere decir “muerte dulce”. No quiere decir muerte digna, ni “muerte a manos del estado”. Tampoco “muerte obligatoria”.

Despenalizar. No, el estado no facilita, ni dicta, ni obliga al suicidio asistido. Del mismo modo que no pienso que haya mujeres que se sientan obligadas a abortar porque el aborto está despenalizado. Hay mujeres que se deciden por esa opción y otras que no lo hacen. Despenalizar el suicidio asistido no es promocionarlo. No supone ninguna obligación para nadie, tampoco para quien va a asistir a quien decide acabar con su vida y renunciar a las ventajas de la medicina paliativa.

El ejemplo suizo

En Suiza existen hay cinco organizaciones de suicidio asistido. Y nadie se siente amenazado por los servicios que brindan. Cuando se celebró un referéndum en el cantón de Zúrich en 2011, el 84,5 por ciento de los ciudadanos se pronunció en contra de la prohibición del suicidio asistido. La gran mayoría de los suizos no utiliza ninguna de las organizaciones existentes. De hecho, solo siete de cada 1.000 personas mueren mediante suicidio asistido al. Sin embargo, los suizos son tolerantes: incluso si no piensan usar el suicidio asistido ellos mismos, se preguntan qué derecho tienen para negárselo a los demás.

Con más de 80,000 miembros, «Exit» es la organización de eutanasia más grande de Suiza. La membresía cuesta CHF 45 por año. Exit recibe alrededor de 2.000 consultas sobre suicidio asistido cada año. De promedio se aceptan unas 500 solicitudes. En última instancia, de las 500 personas que declaran su voluntad de suicidio, solo 300 lo usan. Esto significa que para 200 personas saber que pueden poner fin a sus vidas en cualquier momento si su sufrimiento se vuelve insoportable les parece suficiente, aunque luego no hagan uso del servicio. El requisito previo para poder solicitar un suicidio asistido es que los afectados conserven y demuestren que sus facultades mentales se encuentran intactas. Además de acompañar el suicidio, Exit también ofrece cuidados paliativos y tratamientos profilácticos. Esta experiencia suiza contradice claramente los miedos quienes afirman que las organizaciones de eutanasia ponen en peligro la vida de los ciudadanos.

Además, en Suiza la ley obliga a que sea la propia persona quien realice el acto final: empujar el émbolo o abrir la vía si se trata de una inyección, o tomar el vaso con el líquido apropiado. Soy consciente de que en otros países las respectivas leyes son menos restrictivas -véase Holanda-, pero precisamente para evitar caer en esos mismos errores debemos participar de este debate y trazar claramente las que consideramos líneas rojas.

En favor de la despenalización del suicidio asistido

No quiero terminar sin reafirmar que, en una democracia liberal basada en el estado de derecho, nadie, ni el gobierno ni las iglesias, tiene el poder de dictar a otras personas cómo o cuándo vivir y morir. Podemos desaprobar las elecciones de nuestros semejantes por razones morales o religiosas. Sin embargo, mientras no violen los derechos de los demás en lo que hacen, no hay justificación para restringir su libertad por medio del derecho penal.

Foto: Matheus Ferrero


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