Es fácil reconocer que la posibilidad de que una mentira sea acogida como verdad depende, entre otros factores, de la credulidad del que la escucha, lo que, a su vez, tiene mucho que ver con la ignorancia que se tenga acerca del caso. Una consecuencia interesante de este sucinto análisis es el que sea muy fácil presumir de saberes profundos ante un auditorio que admite saber menos que quien habla, lo que sucede con mucha frecuencia en la enseñanza universitaria. Richard Feynman afirmó en cierta ocasión en que le preguntaban por los motivos por los que ninguno de los físicos de un país importante había obtenido un Premio Nobel que la razón estaba en que ninguno de ellos sabía una palabra de Física, cosa que pudo decir después de asistir de incognito a sus lecciones universitarias.
En política es habitual admitir el gran papel que juega la mentira, precisamente porque los que se dejan engañar por ella tienen un interés positivo en creer que es verdad lo que se les cuenta. Esa es la razón por la que la generalidad de los políticos prefiere dirigirse a un auditorio favorable antes que a uno hostil, tienen que esforzarse menos en vestir el muñeco.
No habría ningún problema si el público tuviese la costumbre de hacer lo que los ingenieros llaman cálculos de servilleta, sencillas comprobaciones de la calidad de cifras, pero una parte importante de la población ha perdido esa capacidad a base de pasar curso con tres asignaturas sin aprobar y adelantos pedagógicos similares
Hasta ahora, los políticos solían abstenerse de usar números en sus discursos precisamente porque los números ofrecen una cierta facilidad de contrastación, pero parece que eso está dejando de suceder por una razón muy sencilla, cada vez más ciudadanos son incapaces de hacer una comprobación numérica por simple que sea. Esto facilita mucho el trabajo de los demagogos porque, a pesar de todo, los números siguen conservando un prestigio que, en buena medida, ha desaparecido en el caso de ciertas palabras, aunque algunas, las que están más de moda, hayan adquirido un valor casi milagroso. Tal vez suceda, incluso, que quienes sean incapaces de hacer un simple cálculo aritmético concedan, por esa misma razón, una mayor credibilidad y respeto a las afirmaciones de quienes emplean cifras absurdas, incorrectas o falsas para engatusar.
Me referiré a unos ejemplos recientes. Hoy mismo la ministra de Igualdad a la que, como veremos cabría llamar “ministra de igual da”, ha hecho una exhibición de maestría numérica. Alarmada, al parecer, por el supuesto uso fraudulento de la declaración de cambio de género, aclaró, y cito literalmente, que de unos 6.000 casos de solicitud de adquisición de una condición femenina tan sólo el 0,001 por ciento podría ser considerado fraude de ley.
No sé qué produce más espanto, si que la ministra sea incapaz de reconocer la tontería que acababa de decir (por cierto, la ministra y el amplio número de asesores que le habrá preparado el estudio) o que la ministra considera que su auditorio (todos los españoles, pero en especial los que consideran que con este asunto se ha dado un paso decisivo en el progreso humano) son incapaces de reparar en el disparate aritmético que les está colocando para minimizar cuanto puede el número de defraudadores que la ley ha hecho posible. Disculpen si preciso, pero el 0,001 por ciento de 6.000 venía siendo una milésima de 60, es decir 0,06 casos, o sea ninguno. Cabe suponer que los calculadores ministeriales se referían a una cantidad entera de presuntos delincuentes y no a una imposible fracción, pero el error muestra ignorancia y/o mala fe porque se trata de negar la importancia del fenómeno.
Se me ocurre un comentario, digamos, ideológico, no acabo de entender que esta femi-ministra haya desaprovechado la oportunidad de dar una cifra más cercana a la realidad que su incompetente cálculo para subrayar la nueva variante de machismo que la ley ha permitido aflorar, la intolerable maldad de estos farsantes que quieren figurar como mujeres para jorobar a los legisladores o para seguir abusando de otras mujeres (¿de verdad?) al amparo de las generosas ventajas que les concede la ley. Pero volvamos al tema de los números.
El uso político de los números que se está poniendo más de moda es el de emplearlos como agentes del miedo, como promotores tempranos de alarma. Aquí se unen la mala fe de los que originan el tumulto con la pavorosa ignorancia numérica de quienes los expanden a los cuatro vientos. En un verano que no ha destacado precisamente por su insoportable calor han abundado las muestras de noticias que afirmaban roturas de récords, por lo contrario.
La mayoría de las estadísticas han tendido a mostrar lo implacable del calentamiento y ha aparecido un nuevo empleo del que cabe esperar que nos dará muchas horas de gloria, el de los dedicados a estimar en serio el número de muertos por el calor, una terrible realidad que consideran silenciada por el fascismo de quienes osan dudar del decálogo climático al que habría que añadir los correspondientes mandamientos de la iglesia. Estos solícitos expertos han pasado, en una primera estimación, a considerar que las personas fallecidas en España debido a los golpes de calor no han sido unas decenas, sino decenas de miles y no han hecho sino empezar.
Otros cálculos abrumadores han sido los de la subida del nivel del mar y las correspondientes zonas invadidas: un periódico, de cuyo nombre no quiero acordarme, publicó un mapa lleno de puntitos rojos que representaban los lugares de nuestra costa que pasarían a ser pasto de olas y mareas en los próximos años, como para salir corriendo, desde luego.
Los números han hecho tanto por la civilización y por nuestro bienestar que produce escalofríos ver que pareciera que han caído en las garras de agoreros y mentirosos. No habría ningún problema si el público tuviese la costumbre de hacer lo que los ingenieros llaman cálculos de servilleta, sencillas comprobaciones de la calidad de cifras, pero una parte importante de la población ha perdido esa capacidad a base de pasar curso con tres asignaturas sin aprobar y adelantos pedagógicos similares.
Ya comenté en estas mismas páginas el dato asombroso de que una importantísima porción de votantes del PSOE consideraba que la “singularidad fiscal” concedida a Cataluña por la gracia de Pedro Sánchez tendría grandes beneficios para toda España. Como el señor Illa se ha declarado seguidor del “humanismo cristiano” me ha dado por pensar que tal vez lo crean capaz de repetir el milagro de los panes y los peces, a fe que no parece mal motivo para votarle en Cataluña, pero en el resto de España puede que subsista un mosqueo notable ante la posibilidad de que se repita semejante milagro, aunque se podría asegurar que la señora ministra de Hacienda (y no digamos la de “igual da”) asegurarán que no se trata de un milagro sino de la prueba de lo bien que los socialistas administran los caudales públicos que con ellos siempre crecen y crecen sin hacer mal a nadie.
Foto: Antoine Dautry.
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