Si en la década de 1980 un adivino capaz de anticipar el futuro me hubiera revelado cómo iba a ser la España del presente, seguramente no le habría creído. Con las limitaciones que se quiera, entonces, más o menos cultos o ignorantes, éramos optimistas, en especial los que veníamos de abajo. A pesar de que la mayoría de indicadores, como los números del paro, animaban a lo contrario, al pesimismo, había un convencimiento generalizado de que a partir del punto en que nos encontrábamos por fuerza sólo quedaba mejorar. Aún teníamos el hálito de ese viejo mundo heredado de nuestros padres y abuelos cuya regla fundamental era que, con empeño, esfuerzo y trabajo, lo lógico era prosperar, encontrar un buen trabajo, un lugar para vivir y un horizonte hacia el que mirar.

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Durante un tiempo pareció que en efecto iba a ser así, entre otras razones, porque esa creencia animaba a las personas, las hacía ser laboriosas y confiadas. Y poco a poco ese empeño empezó a cristalizar dando forma a un país más dinámico, atrevido y seguro de sí mismo, capaz incluso de volver a proyectarse hacia el exterior.

Ojalá pudiéramos creer con fundamento suficiente que muerto el perro, adiós la rabia. Pero me temo que eso, si acaso, sería una condición necesaria, pero de ningún modo suficiente

Hoy se ha establecido el mito, a partir de una parte de verdad, de que aquel pequeño milagro no fue tal, que  la burbuja del ladrillo, el gasto público y los fondos de cohesión europeos fueron los responsables. Digo parte de verdad porque es cierto que esos estímulos tuvieron su importancia, pero no menos cierto es que hubo un fuerte repunte de la inversión estrictamente privada, se crearon infinidad de empresas y no sólo de servicios, ni mucho menos, y lo más importante: ese empuje no se limitó al mercado interior, acabó cruzando las fronteras.

Pero ocurrió lo indeseable. Los políticos contemplaron con codicia esa vitalidad que empezaba a dar sus frutos. La economía española, mucho más dinámica, ofrecía nuevas oportunidades, pero no sólo a los particulares; también los partidos presentes en las instituciones nacionales, ministerios, gobiernos regionales y ayuntamientos entendieron que aquel estado de gracia era una ocasión de oro para extender sus tentáculos, parasitar la bonanza y fortalecer y ampliar sus redes clientelares. Poco a poco fueron drenando la economía, redirigiéndola bajo el subterfugio de la justísima redistribución de la riqueza y la necesidad de infraestructuras públicas, sanidad y educación —ya saben— hacia sus propios intereses. Fueron los años en los que al minuto uno de adjudicarse cualquier obra pública, la administración correspondiente ya había levantado una valla donde anunciaba a bombo y platillo, sin pudor alguno, su generoso coste, como si el responsable político de turno lo pagara de su bolsillo.

Los políticos acabaron administrándolo todo, no sólo los presupuestos del Estado, comunidades autónomas y ayuntamientos, también se hicieron con el control de las cajas de ahorro y los medios de información, establecieron las puertas giratorias y el quid pro quo con los mercantilistas, que no empresarios, y convirtieron los boletines oficiales en el libro de bitácora de su búsqueda del tesoro en alianza con los corsarios amigos. Entonces, sí, es cuando empezó a formarse una gran burbuja, pero no del ladrillo. Era de naturaleza esencialmente política.

España crecía a un ritmo constante y muy superior al del resto de Europa. Eso es lo que distinguía la prensa salmón. Y era cierto. Pero lo que nadie veía era que la estructura política y administrativa crecía aún más rápido. Sin embargo, el fenómeno de la democratización, entendido concretamente como democratización del crédito y de la educación superior, que se establecía como un asequible salvoconducto que garantizaba la estabilidad y la prosperidad futura de los hijos, mantuvo confiado a Juan Español.

Pero lo que no puede ser, no puede ser. El cataclismo global de 2008 acabó con el gran sueño. Todas las minas que la estructura política había ido diseminando durante décadas a lo largo y ancho, de arriba abajo, de una economía no ya intervenida sino tomada, estallaron en cadena. Quedaron a la vista todos los excesos de una España política codiciosa, sinvergüenza y temeraria.

A la salvación in extremis que llegaría con la ayuda del Banco Central Europeo, los principales responsables del desastre lo llamaron “rescate bancario”. Menudo cuajo. En realidad, el desaguisado que puso al límite nuestro sistema financiero no estaba en los bancos, estaba en las cajas de ahorro que los partidos, sindicatos y negociantes amigos habían saqueado. Y también en el descontrol del gasto, en el derroche, la opacidad, la corrupción y en general el desmadre de lo público. Aún a día de hoy perdura en las instancias políticas este camelo, con el agravante de que  los políticos, con un rostro más duro que el cemento, y sus fabricantes de relatos señalaron al común, a su irresponsable endeudamiento, a su falta de previsión e ignorancia financiera como el origen del mal.

A pesar de todo, la clase política, mediante la mayoría absoluta de un infausto presidente, aún tuvo una oportunidad de oro para poner blanco sobre negro, aprender de los errores, entonar el mea culpa y corregir el rumbo. Pero no hubo manera. Las nuevas generaciones de políticos eran inasequibles al propósito de enmienda. Al contrario, el cínico relato sobre las causas del cataclismo permaneció inalterado, subieron los impuestos y todo lo que estaba mal, incluidas las pésimas costumbres, permaneció tal cual.

En época de tribulaciones no había que hacer mudanza, esa fue la consigna, la advertencia con la que aquel gobierno que lo tuvo todo en su mano cerró bocas, justificó su cobardía y renunció a coger el toro por los cuernos. Después de aquello, era sólo cuestión de tiempo que los excesos políticos puestos forzosamente en barbecho, más que nada por la falta de dinero, regresaran con renovado vigor. Pero ya sin disimulo.

Ahora hemos parido un monstruo que, mediante el subterfugio de la polarización, está dispuesto a liquidar lo que nos queda de riqueza, dignidad y esperanza. No lo intentará sólo. Cuenta con la participación de una manada de hienas que exige su parte de carroña. Sin embargo, ojalá nuestro problema fuera sólo ese personaje y el hatajo de canallas que lo sostiene. Ojalá pudiéramos creer con fundamento que muerto el perro, adiós la rabia. Me temo que eso, si acaso, sería una condición necesaria, pero de ningún modo suficiente.

Hay quienes creen que tenemos lo que merecemos. Yo, al menos, lo escucho de forma recurrente. Posiblemente tengan al menos parte de razón. Pero eso es a lo sumo una sentencia, una conclusión sobre el presente. La cuestión ya no es si este desastre es culpa nuestra, después de todo, es lo que hay y sólo queda apechugar. Lo importante es poner de nuestra parte para merecer mañana algo distinto. Y en mi opinión, lo primero es empezar por comprender que el mal ambiente que domina la política, con sus pésimas maneras, el empeño por enfrentarnos, dividirnos para odiarnos mutuamente, a santo de cualquier identidad, creencia o idea, es la forma en que los malos políticos consiguen mantenernos a raya, mientras siguen explotándonos en su propio beneficio. No consentir este espectáculo, no participar de él, negarse en redondo a que la política sea esta gran mierda, eso sería un buen comienzo.

Foto: Engin Akyurt.

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