En este año en el que no todo han sido buenas noticias, los españoles nos estamos viendo llevados a debatir algo que tiene todas las características para encandilar a los lunáticos, ¿monarquía o república? El que este asunto nos lo estén planteando con urgencia perentoria unos sujetos que se llevan bien con repúblicas tan abiertas y respetuosas de los derechos y libertades como la cubana, la bolivariana o la islámica del Irán, tal vez debiera resultar un poco mosqueante, pero como algunos son tan aficionados a los debates maniqueos y a las simplificaciones de barra de bar con cerveza y tapa, pues lo mismo logran que la cuestión se convierta en acuciante, indispensable, en una nueva manera de marcar a los elementos retrógrados e insumisos a las bondades del progreso que se nos dicta a cada minuto en los nuevos pasquines del imperio de las conciencias unánimes y prontas.

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Los que no nos sometemos a semejantes mojigangas y conservamos un mínimo de esperanza en poder ejercer una opinión sin ser atropellados por las industrias de la buena conciencia y las ligas de observantes, podemos entretenernos en algunas preguntas previas, aunque solo sea para despistar a tanto cuñao que presume de instruido y progresista. La primera observación es que el interrogante es similar al de si preferimos ser españoles o, por ejemplo, holandeses. Seguro que hay quienes desearían haber nacido en Volendam y ser hinchas del Ajax en lugar de ser de Fuencarral y beber los vientos por el Atleti, pero la mayoría pensamos que esa cuestión, aislada de un buen centenar de otras necesarias para darle un mínimo sentido, es un mero caldo de cabeza. Decía Antonio Fontán, que España es un reino o es un barullo, y aunque no sea necesario estar del todo conforme con su opinión, el hecho es que habría que empezar por preguntar si nos compensa de alguna manera meternos en el barullo de dejar de ser lo que (casi) siempre hemos sido para empezar a ser una cosa difusa y complicada que a Iglesias le parece la solución de todos los males (seguro que incluye ahí lo del teléfono de Dina).

Es cierto que al Rey se le debe exigir ejemplaridad, pero me atrevo a preguntar si pensamos que Don Juan Carlos lo ha hecho peor que, por ejemplo, los partidos, los jueces, los diputados o los periodistas entre 1975 y su abdicación. Me temo que la respuesta es muy clara

Tal vez fuere interesante preguntar no si queremos ser una República, sino porque hemos sido casi siempre una monarquía, y las razones por las que hemos vuelto a serlo cada vez que nos hemos dejado llevar por la francesada de turno. Las respuestas son largas y muy debatibles, pero ponerse a pensar en qué elegimos sin darles un somero repaso es como cambiar de domicilio sin saber para qué. No es necesario ser monárquico para preferir ser lo que somos, como no es necesario preferir que la frontera con Portugal esté donde está para ser español. Tanto lo uno como lo otro, son, en muy buena medida, cosa de la historia, y aunque puedan existir razones para cambiarlo, lo normal es pensar que no sea un asunto al que dedicarle mucha enjundia. Los que argumentan, cuando saben qué es eso, con que la república es siempre una forma superior de democracia no han reparado en que nuestra monarquía es tan republicana como quepa desear desde el punto de vista de los principios políticos, y que la totalidad de las monarquías de Europa son tan democráticas y prósperas como cualquier república, y mucho más que una buena mayoría de ellas.

La pasión republicana la llevan algunos en los genes, pero ahora la suscitan porque parece ser que don Juan Carlos I, que ha abdicado hace ya unos años, ha hecho no sé qué cosas que le atribuyen un trío de personajes de enorme prestigio y acreditada moralidad en los negocios, un poli en chirona y una princesa tal vez algo despechada unidos en amable conversación por un personaje como Juan Villalonga que siempre se ha comportado con enorme desinterés y por motivos patrióticos, como cuando consiguió comprar Endemol, que no investiga la vacuna del Covid sino que producía realitys para la tele, por una morterada de miles de millones a pagar por Telefónica. Al parecer de algunos republicanos la palabra de estos personajes debe tenerse por ley y, en consecuencia, a Felipe VI hay que pedirle que se vaya cuanto antes.

El trato que le estamos dispensando a don Juan Carlos es indigno. Estamos aplicando a quien ha sido nuestro Rey técnicas de linchamiento moral que producen repugnancia sin que ni siquiera se hayan pronunciado los órganos judiciales que deberán hacerlo y lo harán. Le estamos privando de cualquier presunción de inocencia, y del mínimo derecho a defenderse. Tal vez se mereciera ese trato si su reinado hubiese sido una catástrofe para España, si fuésemos más pobres que hace cuatro décadas o si hubiese permitido que una nueva dictadura nos mantuviese oprimidos y sin poder abrir la boca. Pero es que el Rey Juan Carlos ha sido el que desató el nudo gordiano que planteaba la sucesión de una dictadura férrea con bastantes partidarios de prolongarla hasta el fin de los tiempos y el que ha pilotado con acierto una transición hasta que se votó una Constitución que le privaba del Gobierno y le reconocía con gratitud su papel histórico. En fin, es como si a Messi le quisiesen quitar dentro de unos años la medalla de oro del Barça porque dice no sé quién que le ha puesto al Madrit ganador en una quiniela.

Puede que Don Juan Carlos, como cualquier ciudadano, merezca un reproche fiscal o penal si es que los tribunales así lo establecen, pero haber empezado una morbosa cacería con su persona y con tanta antelación dice muy poco de nuestra dignidad y de nuestro juicio. Puede que haya sido imprudente o trapacero, pero que eso se lo reproche, olvidando lo que se le debe, una sociedad que ha hecho de la trampa, el chanchullo y la evitación de Hacienda casi una religión es de una hipocresía memorable. Y que se ponga al frente de la cacería el que se ha puesto y caigamos en la trampa que se nos prepara indica que, políticamente hablando, somos unos pardillos y que el zorro puede acabar quedándose con el queso.

Es cierto que al Rey se le debe exigir ejemplaridad, pero me atrevo a preguntar si pensamos que Don Juan Carlos lo ha hecho peor que, por ejemplo, los partidos, los jueces, los diputados o los periodistas entre 1975 y su abdicación. Me temo que la respuesta es muy clara, y me produce vergüenza esa obsesión de puro cotorreo por averiguar en donde ha decidido quedarse para olvidar por un momento las enormidades que se le atribuyen en los telediarios, y hasta en los periódicos que se supone defienden la democracia y la constitución con lo que ellas implican de respeto a cualquier persona y a los procedimientos judiciales aplicables. Me parece asombroso que se le haya perseguido hasta el punto de sugerir que se le arrebate el título honorífico de Rey, como si a una persona condenada por cualquier motivo se le pudiese retirar, por ejemplo, el título de licenciado en medicina que se ganó con esfuerzo en sus años mozos.

La monarquía encarnada en Felipe VI acaba de salvar la cara y la dignidad política de una democracia desorientada y casi noqueada con el discurso de 3 de octubre de 2017. Ahora, con el pretexto de castigar las posibles negligencias y errores del rey anterior, se nos propone una campaña para sustituir a los Borbones, como se suele decir, para poner España patas arriba, a ver si así logran dominarnos los lenines de bolsillo que no son sino pequeños delincuentes con delirios de grandeza. Me parece que va a ser que no, pero no caigamos en la trampa de hacer juicios de Dios sobre la achacosa espalda de Don Juan Carlos, porque eso acreditaría el masoquismo necesario para dejarnos gobernar por unos títeres ridículos, que bien podrían acabar por ser sangrientos.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web