¿Es 2022 el mejor año de la historia? Ese es casi un lugar común, el de señalar el año en curso como la culminación de una tendencia generalizada al progreso. En realidad, esto no es así.

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Por un lado, siempre hay aspectos en los que se puede observar ese progreso, pero nunca faltan otros en los que la tendencia es negativa. Por ejemplo, aunque desde las guerras de la primera mitad del siglo XX ha habido una tendencia a una menor incidencia de la guerra, la invasión de Ucrania es un terremoto a las puertas de Europa que podría tener réplicas en el viejo continente, e incluso en Asia. Si China observa que Occidente acepta una agresión por parte de una potencia de segundo orden, como es Rusia, sabrá que tiene manos libres para hacer suya toda Asia. Sensu contrario, como Occidente no puede permitir eso, se ve forzada a poner de rodillas a Putin, pero no está claro que las opiniones públicas lo acepten.

Fuera de la política, la sociedad, infinitamente conectada, que coopera de mil formas, crea riqueza y la utiliza para mejorar las condiciones de vida, sigue dando pasos adelante

Por otro lado, siempre hay épocas de descenso a los infiernos. Que se lo digan a los europeos desde la Primera hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Nadie negará que somos capaces de mantener una población muy superior a la del Imperio Romano, en esa misma extensión de terreno, con una mejor calidad de vida y un conocimiento del mundo y de las ciencias incomparablemente superior. Pero es indudable que la llamada caída del Imperio Romano fue fruto de una involución económica e institucional, y que se pasó de una sociedad económicamente conectada, con un comercio entre los confines del Imperio y de éste con otras áreas colindantes hasta llegar a Asia, a una sociedad de pequeños centros productivos autosuficientes, en los que la división del trabajo se había hecho más sencilla y menos profunda. Estos períodos de decaimiento se producen en la historia, y sería ingenuo pensar que no se van a producir.

Menos ingenuo resulta considerar la posibilidad de que avancemos, por así decirlo, haciendo dientes de sierra. De todos modos, el concepto que tenemos de progreso es relativamente reciente. Perdonen los tres brochazos gruesos, que tienen el valor de pintar un cuadro inteligible, aunque sin matices, pero se puede decir que cada era ha tenido su idea sobre el devenir de la humanidad.

En la antigüedad predominó la idea de decadencia. El paso del tiempo, como sucede con las frutas, hace que la sociedad pierda su forma original y decaiga. Y se aleje cada vez más de una mítica era dorada. En la Edad Media, el hombre queda tendido entre el vacío que precede a su nacimiento y la eternidad que le espera tras la muerte, y el bien se identifica con mantener la frágil vida terrenal. Desde la Ilustración se extiende la idea de progreso como una realidad y una promesa, entrelazadas indefectiblemente. Esa idea está tan ínsita en la forma de pensar del hombre actual que apenas nos damos cuenta de poseerla; la pensamos con la misma despreocupación con que respiramos.

Es cierto que, tras la constatación de que el socialismo es un fracaso, y esto es muy anterior a la caída del muro de Berlín, desde la izquierda y desde las fuerzas que se oponen a las sociedades libres, se ha insuflado a la sociedad un negro aliento de malestar con la cultura. No se puede reconocer el progreso si este no va a conducir al socialismo. De modo que toda la lucha del socialismo en las últimas décadas ha sido contra la idea de progreso.

Es cierto que ha obtenido un resonante éxito allí donde se ha impuesto: donde ha puesto el pie, ha causado hambre y destrucción, obediencia y muerte. Donde todavía no se ha impuesto, o lo ha hecho a medias, al menos ha logrado imponerse como ideología oficial. Nos quiere atar con una cadena que vincula la vida capitalista a la emisión de gases de efecto invernadero y estos a la catástrofe climática.

Y, sin embargo, las sociedades libres, aunque lo sean de forma muy parcial, siguen prosperando. Este año hemos superado los 8.000 millones de personas en el mundo. Excelente noticia. Nos enfrentamos a la disyuntiva de ser muchos y ricos o pocos y pobres. De hecho, en 1990 éramos 5.280 millones de personas. La pobreza extrema (puesto el umbral en los 2,15 dólares al día de renta), afectaba entonces a 2.000 millones de personas, casi el 38% de quienes vivían entonces. Hoy, esa pobreza afecta a menos personas (648 millones), pese a que somos muchos más. El porcentaje ha caído al 8,44%. Aunque este último dato es de 2019, la tendencia es la misma desde hace décadas, y el hecho de que no se haya podido contabilizar no empece que podamos decir que ésta no se ha quebrado en los tres últimos años.

Y, realmente, podríamos dejarlo ahí. La pobreza no es un problema; es el gran problema. Pero la pobreza remite donde triunfa la libertad. Y aunque pocas veces es un buen año para ella, las protestas en China e Irán nos han dado un motivo de alegría. En China han relajado las medidas de la política social, que no sanitaria, bajo el nombre de “covid cero”. En Irán el régimen se ve obligado a negar su responsabilidad en la muerte de Masha Amini. Podría ponerla de ejemplo de lo que le puede ocurrir a quienes se atrevan a violentar la moral, pero tiene que esconderse fingiendo asumir los motivos de indignación del pueblo iraní.

Y fuera de la política, la sociedad, infinitamente conectada, que coopera de mil formas, crea riqueza y la utiliza para mejorar las condiciones de vida, sigue dando pasos adelante. Somos tan ricos que vivimos muchas décadas más que nuestros tatarabuelos, quienes sólo le habían ganado unos cuantos años a la esperanza de vida de hace milenios. Nuestros cuerpos vencen a los dictados de la evolución, y adquieren enfermedades nuevas. Ahora podemos empezar a pensar en una de ellas, el alzeimer, en pasado, gracias a un medicamento recientemente descubierto.

El socialismo, en todas sus formas, mantiene una cruzada contra toda forma de energía técnica y económicamente viable. Ha desarrollado contra los hidrocarburos y contra la energía nuclear todo tipo de discursos desenfocados. Ninguno de ellos valdría en contra de la fusión fría: tiene un combustible inagotable, no deja apenas residuos, la reacción es perfectamente controlable en una fracción imperceptible de tiempo, y produce tanto CO₂ como el que generen los camiones al transportar combustible y los componentes necesarios de un lado a otro. Este año se ha logrado por vez primera producir más energía de la que consume el proceso de su generación. Los siguientes pasos son la construcción de un prototipo y, después, la de centrales comercialmente viables. Pero una vez vencida la barrera tecnológica, la económica es mucho más fácil de franquear.

Los enemigos de la sociedad libre son muy poderosos, pero las fuerzas del progreso lo son aún más.

Foto: Razvan Chisu.


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