Las peripecias por las que estamos atravesando en España a raíz de las elecciones recientes debieran servir para caer en la cuenta de algunas características del funcionamiento del sistema que dejan bastante que desear. No todos los defectos que comentaremos se deben a la definición legal de las distintas funciones, en muchos casos las contradicen de manera abierta, sino que son consecuencia de una perversión muy notable, aquella por la que el poder ejecutivo ha tendido a hacerse cada vez más absoluto, es decir menos dependientes de los controles, de los balances y de cualquier forma de poliarquía. Por eso, y no deja de ser curioso, en la práctica el sistema autonómico se ha convertido en el único contrapoder con una realidad efectiva, eso sí, sólo cuando el gobierno autonómico está en manos distintas a las del gobierno de España.
Se suele decir que estamos no tanto en una democracia como en una partitocracia, que es una de las maneras en las que se ha venido a denominar este estado de cosas, pero como veremos, el asunto es ligeramente más complejo porque los partidos también sufren, y no poco, con las lacras del sistema que se parece mucho más a una autocracia que a cualquier otra cosa por el exceso de poder que ha acumulado la presidencia del gobierno (y, a su imagen, las presidencias de partidos y otras instituciones) en perjuicio de formas más plurales de decisión y control.
El sistema funciona conforme a lo que se conoce en sociología como el efecto Mateo, se le da más poder al que ya tiene mucho, lejos de nosotros la manía de controlar al que manda
Para empezar, fijémonos en un caso reciente del que casi todo el mundo se ha lamentado, la negativa del señor Iván Espinosa a recoger el acta de parlamentario pues, al parecer, no contaba con posibilidades de ser nombrado portavoz del grupo, cosa que había venido siendo. A primera vista no se cae en la cuenta de que el poder que lo ha descabalgado es el mismo que lo puso ahí, de forma que poco hay que objetar desde el punto de vista de la legitimidad de la decisión, por mucho que haya que comentar sobre otros aspectos. Otra cosa sería que el portavoz de un grupo parlamentario fuese elegido, como sería razonable y es lo corriente en la mayoría de las democracias, por el grupo del que es portavoz, pero no, aquí quien designa al portavoz del grupo no es el grupo mismo sino el jefe político del partido.
El líder del partido consigue de este modo aumentar notablemente sus ya amplios poderes que entre nosotros comienzan por su capacidad de decidir quiénes son los agraciados que aparecen en las listas electorales, lo que no es poca cosa. Pero el sistema funciona conforme a lo que se conoce en sociología como el efecto Mateo, se le da más poder al que ya tiene mucho, lejos de nosotros la manía de controlar al que manda.
Esta sumisión del parlamento a los intereses del ejecutivo ha rozado lo inverosímil en lo que se refiere a la capacidad de Congreso y Senado para elegir los miembros del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. Aquí no ha habido el menor problema en saltarse la letra de la Constitución, no ya su espíritu tan valetudinario y endeble, de manera que las presidencias de las cámaras han renunciado, sin el menor rubor, a su competencia para que “Moncloa y Génova” negocien sin ataduras, un esfuerzo extraordinario para demostrar todo lo que debemos y hemos de admirar a los representantes de la soberanía popular.
Ahora estamos ante las negociaciones para elegir presidencia y mesas de las cámaras, pero que nadie crea que los posibles candidatos andan tratando de ganarse el voto, secreto, por cierto, de sus señorías. Nadie se pregunta a quién elegirán los diputados y ni siquiera se conoce el nombre de ningún candidato, porque este asunto lo está llevando con la discreción que le caracteriza el señor Bolaños por parte de Sánchez y no sé quién de parte de Núñez Feijóo y no hay que descartar que las negociaciones se desarrollen en Plencia o en Waterloo, por decir un lugar cualquiera, para evitar indiscreciones, naturalmente. Tenemos que agradecer al señor Bolaños la amabilidad que ha tenido al admitir que cuando las negociaciones lleguen a buen puerto sus resultados, todo atado y bien atado, se darán a conocer a la ciudadanía, así que cuidadito con quejarse. En España, los diputados no eligen a quién les ha de presidir, sino que se limitan a votar disciplinadamente lo que les indican en su partido.
En los orígenes de la democracia del 78 las cosas no eran así, y Adolfo Suárez tuvo que hacer muchos equilibrios con el grupo parlamentario de UCD porque no conseguía imponer a su candidato en las votaciones para elegir portavoz. Este proceder, que ahora pudiera parecernos extraño, tiene su fundamento en el que una de las funciones esenciales del Congreso de los Diputados es controlar al Gobierno, pero es fácil imaginar que el control tiende a ser mínimo cuando el ejecutivo determina a quién hay que votar para presidir la cámara y la composición de la mesa que la gobierna.
Si se me permite la comparación, es como si los equipos de fútbol pudieran nombrar los árbitros a conveniencia. Lo razonable sería que, puesto que el Congreso debe controlar la acción del gobierno la cámara estuviese presidida por alguien que no le deba el favor al ejecutivo, pero aquí eso suena a música celestial porque es cierto que todo el mundo repudia el franquismo, pero se han heredado de él una buena serie de trucos básicos para que no crezca el descontrol, para que la libertad política no se convierta en libertinaje, como diría cualquier apologista fervoroso del llamado Movimiento Nacional.
En el Reino Unido, por ejemplo, el presidente de los Comunes es sir Lindsay Hoyle, miembro del partido laborista, que se afana en que la cámara controle los movimientos del Gobierno cuyo primer ministro es Rishi Sunak, del partido conservador, una sana costumbre que debiera ser exigible para que nuestro Congreso no esté dominado por el coro de los aplaudidores de Moncloa.
Los partidos son también víctimas de este despotismo nada ilustrado del poder ejecutivo, aunque en este caso son víctimas bastante culpables, pues no hacen nada por evitar este estado de cosas que ha reducido la democracia a un sistema en el que los caprichos del presidente pueden convertirse con facilidad en razón de estado, dado el sometimiento general a los dictados del ejecutivo. Los líderes de los partidos, sin excepción conocida, tratan a sus afiliados y militantes no como a alguien a quien habrían de consultar o contentar sino como una tropa cuya misión es aplaudir sin descanso las ocurrencias del sapientísimo líder. Con estos hábitos, ¿qué puede salir mal?
Nuestra democracia requiere una revisión a fondo de sus usos, con razón decía Ortega que estos eran más preocupantes que los abusos, para romper la inercia que nos ha llevado por el camino de la sumisión en lugar de por el de la participación, por la senda del dogmatismo en lugar de por la del debate, a obedecer siempre los deseos y demandas del patriotismo de partido mientras se olvida por completo el estado real de la sociedad española, sus problemas ciertos y graves.
Los líderes a horcajadas de un poder excesivo y sin apenas control han conseguido convencer a muchos, no a todos, de que nuestro brillante porvenir está en derogar el sanchismo o en evitar el retroceso por el túnel tenebroso del que habla Sánchez. Mercancías averiadas para ocultar que entre unos y otros han jibarizado la democracia hasta hacer que se parezca mucho a la caricatura que dibujan sus más encarnizados enemigos.
Foto: Vox España.