Vivimos bajo la inducción de un feroz fanatismo intelectualizado, ignorancia del iluminismo devenido dogma; bajo el oscurantismo de la razón y el cientificismo más pedestre. De la superstición religiosa a la superstición de la modernidad. El otro día le preguntaba a una descerebrada acerca de qué era para ella el ser moderno, y me dio la callada por respuesta, o peor, la ofensa por respuesta.
Porque, sin negar los beneficios de índole física y materialista del bienestar desarrollista de los últimos siglos, no ha de olvidarse que la esclavitud masificada, millones de seres subsaharianos sustraídos a la fuerza de su hábitat para, hacinados como mercancía en las bodegas de los barcos, ser traídos a realizar faenas infrahumanas de este lado del Atlántico, es un fenómeno del muy moderno siglo XIX (mi admirada Condoleezza Rice es nieta de uno de esos infortunados; pero no sólo ella que es excepcional, sino muchos hijos de vecino en este hemisferio que también lo son).
Por otro lado, el comunismo y el fascismo (en su versión nazi-alemana) no son más que sistemas que masifican científicamente el exterminio y el encierro; millones de muertos y miles de campos de concentración para el sostenimiento de sociedades totalitarias que devienen súmmum de la modernidad ilustrada. Así, Cuba no descendió al comunismo por atrasada, como erróneamente se nos han venido diciendo, sino por moderna: modernidad extrema e invasiva sobre una endeble y corta tradición.
Cuba no descendió al comunismo por atrasada sino por moderna: modernidad extrema e invasiva sobre una endeble y corta tradición
El fanatismo racionalista es peor que el fanatismo religioso. Para que se tenga una ligera idea: el Santo Oficio de la Inquisición Española se estima que, en tres siglos, achicharró a unos 30 mil herejes, según estimados mayormente propagandísticos debidos al protestantismo anglo, o a unos 3 mil, según estimados más serios y sosegados.
Pues bien, el racionalismo nazi y comunista se cargó a más de cien millones de seres en menos de un siglo (valga aclarar que de esos muertos sólo unos seis millones serían la faena de los nazis). Ese fanatismo de la modernidad iluminada, tanta luz que enceguece y mata, ha inducido uno de los más desafortunados sofismas, con sus soflamas y sus flamas, y hasta sus flemas, para el entendimiento entre el hombre y la mujer, y en consecuencia para el sosiego sexual y social. Me refiero a la discriminación buenista y correctona acerca de la superioridad o inferioridad de la mujer con respecto al hombre.
El fanatismo de la modernidad iluminada ha inducido un desafortunado sofisma acerca de la superioridad o inferioridad de la mujer con respecto al hombre
“Preguntarse –asegura el filósofo tradicionalista italiano Julius Evola en su Metafísica del sexo– si la mujer es inferior o superior al hombre, es tan poco adecuado como preguntarse si el agua es inferior o superior al fuego”, y apunta en lo adelante que las reivindicaciones de la mujer moderna derivan de la falsa idea de que ella, como tal, es inferior al hombre, y que, en consecuencia, el feminismo inconscientemente, y por lo mismo en contra de sus deseos declarados, no ha luchado realmente a favor de los derechos de la mujer, sino por el derecho de la mujer de hacerse igual al hombre y, terrible ironía, en definitiva por el derecho de la mujer a desnaturalizarse y decaer desde su altura en tanto mujer.
De modo que, en la práctica, en los países comunistas bajo la tutela del bueno de Marx, y cada vez más en los países capitalistas bajo la tutela del superbueno de Gramsci, nos asombramos ante la paradoja de que los movimientos militantes y reivindicativos de lo femenino, pretendiendo liberar a la mujer del marido y la familia, la han encadenado al patrón y al Estado. Peor aún, ni siquiera lograron liberarla nunca del marido y la familia, por lo que al presente la pobre mujer moderna parece estar bajo una cuádruple esclavitud. Y eso sin contar una quinta, la de la moda, la belleza y la eterna juventud.
Pretendiendo liberar a la mujer del marido y la familia, los movimientos reivindicativos de lo femenino la han encadenado al patrón y al Estado
Hoy por hoy, la mujer es más objeto del deseo del imaginario masculino y está más sometida a ese imaginario que nunca. Así, su imagen para consumo masculino es utilizada no ya en el porno o los burdeles, sino para la propaganda en la venta de perfumes o pistolas, autos o alcoholes, chocolatinas o chancletas, da igual: la mujer vende y la venden al mejor postor, cada vez menos físicamente, cada vez más espiritualmente.
En la postmodernidad la mujer ni siquiera puede darse el lujo de envejecer dignamente rodeada de nietos. Está condenada a la eterna juventud de las cirugías plásticas, de los emplastes y los implantes, a ser una muñeca hierática y estirada. El cuerpo femenino se degrada, por no hablar de su alma, como una mercadería más.
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