No tengo nada claro a qué altura de la historia el relativismo —la tesis de que no existen principios morales universales y objetivos—se puso de moda como para extenderse hasta el punto en que hoy lo está, que es mucho. Nació, me figuro, como una juvenil reacción a ciertas imposiciones morales, efectivamente odiosas; hasta ahí pudo ser hasta saludable. Pero hoy, precisamente por pertenecer a la adolescencia del desarrollo ético, su prevalencia no debería alargarse, porque si hay algo cargante en este mundo es un adolescente fuera de edad, esto es, un inmaduro. La broma ya dura demasiado, especialmente por haberse ligado esta indigencia del razonamiento moral nada menos que al «progreso».
Quienes creen que lo de combatir el relativismo es una cuestión académica o como mucho un entretenimiento de bar —filosofía acodada en la barra—, que revise el reciente caso de un violador múltiple a una menor que vio rebajada su pena porque «en la cultura gitana las uniones de pareja se producen a edades muy tempranas», con la consiguiente y justa indignación de la Asociación de Mujeres Gitanas, que calificó la sentencia de «aberración». Si alguna vez tuvo su gracia lo de «son sus costumbres», la gracia se esfuma en el exacto segundo en el que se pisotea la dignidad universal e inalienable de un ser humano, sea cual sea su condición o etnia. Cuando el relativismo moral se esgrime como atenuante ante un tribunal, su ponzoñosa mugre queda al descubierto.
Especialmente enternecedores, a propósito del relativismo, son todos aquellos —y pocos no son— que se dicen relativistas y defensores de los Derechos Humanos Universales. No hay manera alguna de combinar ambas cosas: tales derechos son una muestra incontestable de objetivismo moral
Pero ahí sigue el relativismo: lozano, cargante, grotesco. Este pasado verano alguien perpetró en El País un artículo titulado “Un nuevo nosotros” en el que consideraba racista pedir a los inmigrantes que se integrasen. Estaba construido sobre la oceánica mentira de que a los inmigrantes se les pide que se integren en nuestra cultura, esto es, «que renuncien a su forma de vida y se conformen a la nuestra». Ustedes, como yo, no habrán visto por la calle comandos pidiendo a los inmigrantes que coman tortilla de patatas o forzándolos a bailar una sardana, y también deben ser pocos los que consideren que la descriptiva expresión «los no-come-jamón», más allá de que sea chabacana y ofensiva, pretende forzar a los foráneos residentes a ingerir la gloria de nuestra gastronomía (si ven a personas armadas con blísteres de Jabugo, hagan el favor: avisen). La falacia de la integración se llama «anfibología»: utiliza un término, «integración», que tiene varios significados para distintas sensibilidades políticas, y la toma por su lado más minoritario y xenófobo. En España, uno de los países más tolerantes con la diversidad del mundo, hay no más de un 2% de desaprensivos que crean que «integración» sea obligar a los inmigrantes a que tengan nuestras costumbres. Lo que se les exige a quienes llegan a nuestro país tiene que ver exclusivamente con la ética, y no es cuestión de su color de piel o la latitud de su procedencia, sino de los comportamientos que muchos de ellos aprendieron en sus respectivas culturas, algunos de los cuales son notablemente antiéticos.
De modo que lo que sugiere el cochambroso artículo, que hay mucha gente suponiendo que un inmigrante «no tiene derecho a armar su vida como considere oportuno», es radicalmente falso (descontada la minoría racista de este país, por debajo de casi cualquiera de nuestro entorno, como sabe cualquiera que haya viajado y/o lea un poco). Aquí de lo que se trata es de recordar el deber que tiene toda persona, inmigrante o no, de cumplir el máximo entre los estándares éticos en los que fue aculturado y los del lugar que reside. Por ejemplo, si usted, querido lector, pasa a residir en Yemen, tiene el deber de no practicar la ablación a su hija, por más que sea legal allí; tiene el deber de no hacerlo, aunque sea legal e incluso si se lo sugieren. Este choque de morales se produce, como es lógico, menos veces en un residente nacido en España; por eso brota más veces esa discrepancia, aunque miserables los hay en todos lados. Y es una cuestión que en Yemen seguramente no se va a suscitar, pero que hay que abordar sí o sí en un país civilizado.
Pero claro: para que todo lo anterior tenga sentido tienes que creer que hay comportamientos inmorales en todos los sitios y tiempos y diga quien lo diga o abunde lo que abunde. Esto es, no puedes ser un relativista moral, tienes que entender la objetividad de la ética, cosa que solo está al alcance de las personas moralmente desarrolladas como es debido. No, autor del demencial artículo de El País, no «exigimos a los migrantes que renuncien a ser quienes son», la inmensa mayoría de ciudadanos de este país, razonables, no exigen tal cosa, sino que se cumplan los mejores principios éticos de los que somos conscientes en aquellos lugares donde sabemos que estos pueden razonarse, y que no los determina ningún texto sagrado, ningún gobierno y ningún mulá.
Me fascina, en este sentido, que haya mujeres en este país preocupadas por la violencia que se ejerce contra ellas que sean capaces de ignorar que las culturas no son iguales en cuanto a cómo las consideran a ellas, y que consideren racista decir que es un problema muy serio que en ciertos barrios de este país abunden personas que consideran que son infraseres humanos por mor de la Sharía u otras culturas en las que las mujeres son violadas y asesinadas a tasas aquí inimaginables. No es que Occidente se considere «el ombligo del mundo» (sic), señor articulista de El País, sino que todos los hechos que usted quiera consultar lo llevarán a la incontrovertible conclusión de que en ningún lugar del mundo tienen las mujeres los derechos y oportunidades que tienen en Occidente. No sentirse orgulloso de eso —sin complacencias: queda mucho por hacer— es de ser un acomplejado, además de un ignorante, porque una de las bases de ese desarrollo moral, el cristianismo, es tanto o más oriental que occidental (aunque solo sea porque Jesucristo fue asiático), esto es, es universal, en el sentido más noble del término.
Por todo lo expuesto resulta estúpido, al tiempo que condescendiente, el llamado «pluralismo moral», que viene a decir que hay «varios puntos de vista» sobre los asuntos morales. Para empezar, eso significa nada: también hay varios puntos de vista en física o historia, sin que nadie niegue la objetividad (con sus métodos y límites) de esos saberes. Lo mismo puede decirse de la ética; y en los tres casos se reconoce que hay puntos de vista mejores y peores, esto es, más cercanos o alejados a la realidad. En segundo lugar, repiten los pluralistas sin cesar que su opción es «tolerante con las diferencias culturales». Pero resulta que igual de tolerante es el objetivismo moral, porque aquí, de nuevo, no se discute qué come uno o cómo se viste, ni la miríada de asuntos que entran en lo que llamamos «cultura», sino si es justo o injusto que una niña de siete años se siete años sea mutilada horriblemente y sea destruida una parte de su vida sin su consentimiento, y a lo mejor su propia vida.
Especialmente enternecedores, a propósito del relativismo, son todos aquellos —y pocos no son— que se dicen relativistas y defensores de los Derechos Humanos Universales. No hay manera alguna de combinar ambas cosas: tales derechos son una muestra incontestable de objetivismo moral. Tan es así que son precisamente los representantes de las culturas que tienen estándares morales inferiores quienes niegan su universalidad. Defender la Declaración Universal de los DDHH implica ser antirrelativista (o moralmente esquizofrénico). Quienes incurren en estas contradicciones suelen reaccionar diciendo que ellos están en contra de «imponer» una determinada postura moral; pero es absurdo, porque ser un objetivista moral —ser moralmente razonable— nada tiene que ver con conseguir que la ablación se erradique, por ejemplo, haciendo desembarcar la Quinta Flota estadounidense.
El relativismo no nos hace más tolerantes, sino más indiferentes: nos ofrece una coartada para no mancharnos las manos con el mal ajeno. «No debemos imponer nuestros puntos de vista»; ergo abandonemos a su suerte a las niñas mutiladas (tres millones cada año). Cuando hablamos de moral universal nos referimos a conquistas universales que pertenecen al ser humano en su conjunto, sin importar donde se den ahora más a menudo; ese dónde no es casual, naturalmente, pero ese es otro asunto. Y se toma el ejemplo de las mujeres porque es el más apabullante, el que más nos duele (a los feministas de veras). Es absolutamente demencial que alguien se autodenomine «progresista» y esté dispuesto a un retroceso en los estándares éticos, especialmente en lo concerniente a la mitad de la población que hasta hoy llevó la peor parte. Si eso no te produce disonancia cognitiva a ti, que te dices progresista, es que tienes la conciencia muerta. Ser un objetivista moral es ser un verdadero cosmopolita, y quien abraza el relativismo no pasa de cosmopaleto.
Foto: Anirudh.
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