La noticia más inquietante del año 2017 –por sus consecuencias a largo plazo- ha pasado totalmente desapercibida: el Instituto Nacional de Estadística de España hizo públicos hace dos semanas los datos demográficos del primer semestre, y resultaron ser los peores de su serie histórica: 187.703 nacimientos y 219.835 muertes, lo cual supone un saldo negativo de 32.132 almas.
En España nacían más niños en plena Guerra Civil –con una población muy inferior- que en la bonanza de la recuperación rajoyana. Lo peor es que no se trata de un dato aislado, sino de la continuación de una tónica de infranatalidad firmemente asentada desde hace cuarenta años. La tasa de fecundidad, que era de 2.8 hijos/mujer en 1976, descendió abruptamente coincidiendo con la llegada de la democracia (un post hoc que no es necesariamente propter hoc: las democracias occidentales habían tenido en los 40, 50 y 60 una natalidad tan alta como la de la España franquista –de unos tres hijos por mujer- y la estaban perdiendo también en los años 70). En 1980 bajamos por primera vez de la tasa de reemplazo generacional (2.1 hijos/mujer). Nunca la hemos recuperado después. Desde 1986 -sí, el año en que entró en vigor la primera ley del aborto– oscilamos entre los 1.2 y los 1.45 hijos/mujer. La leve recuperación de los años 1998-2007 -cuando subimos desde 1.18 a 1.44 hijos/mujer- resultó ser producto de la oleada inmigratoria (como puede comprobarse en los porcentajes de nacidos de madre extranjera), y se deshizo con ella, para caer de nuevo a una tasa que ronda los 1.3 en los últimos años.
El Apocalipsis que nunca llegó
El problema de la infranatalidad está asociado con premisas fundamentales de nuestro estilo de vida y credo moral actuales, y abordarlo en serio nos obligaría a revisar ambos. Solo eso puede explicar la ceguera voluntaria generalizada, o las falacias y autoengaños con que se lo intenta despachar. Algunos, por ejemplo, equiparan el “catastrofismo” demográfico con el ecológico, asegurando que las proyecciones de envejecimiento de la población quedarán tan incumplidas como las de los agoreros de la population bomb (Paul Ehrlich, 1968), el informe del Club de Roma (“Los límites del crecimiento”,1972) o el Informe Kissinger (1974), que, desde un pesimismo demográfico de signo exactamente opuesto, predecían que los recursos naturales iban a agotarse muy pronto bajo la presión de una humanidad en crecimiento incontrolado.
No, el apocalipsis a lo Ehrlich nunca se produjo, pues los recursos energéticos y alimentarios han resultado ser más abundantes y multiplicables (“revolución verde”, cultivos transgénicos, fracking y eficiencia energética mediante) de lo que aquellos pesimistas conjeturaron. Y también porque a partir de 1980 se produjo un punto de inflexión en las curvas de natalidad, que cayeron a una velocidad que ellos no pudieron prever (y no solo en el Occidente desarrollado: en Irán, por ejemplo, la fecundidad pasó de 6.53 hijos/mujer en 1980-85 a 1.75 en 2010-15).
La tasa española es establemente raquítica desde hace cuatro décadas
Las previsiones de invierno demográfico solo experimentarían un desmentido similar si se produjera un giro de signo inverso: una recuperación rápida e intensa de la tasa de fecundidad. Pero esa recuperación ni está, ni se la espera. La tasa española es establemente raquítica desde hace cuatro décadas. Un demógrafo que hubiese hecho proyecciones a principios de los 80, presuponiendo la continuación de una fecundidad en torno a 1.4, habría acertado respecto a la pirámide de población actual. ¿Qué nos hace esperar que no continuará en los próximos 30 años la pauta que se ha dado en los 30 o 40 anteriores?
Un acelerado envejecimiento
Las proyecciones demográficas tienen una indefectibilidad matemática que no tienen las especulaciones más o menos gratuitas sobre las reservas probables de petróleo o gas natural, o las relativas al cambio climático. Como a partir de los años 80 dejaron de nacer millones de niños, la “pirámide” demográfica tiene ya una gran dentellada en su mitad inferior. Sólo entre 2008 y 2016, España perdió 2.8 millones de jóvenes de entre 20 y 39 años. Nuestra “pirámide” de edades tiene ya la forma de una mujer celulítica: ancha en las edades intermedias, estrecha en la base. En décadas venideras pasará a tener la forma de un varón atlético: ancha en los tramos superiores (los de mayor edad), estrecha en todos los demás. El tramo quinquenal más numeroso en la población española actual es el de 40 a 44 años. Para 2056, de mantenerse la natalidad actual, será el tramo 75-79 (y el segundo más numeroso, el 80-84). Habrá más septuagenarios y octogenarios que niños, jóvenes o personas de mediana edad.
Sólo entre 2008 y 2016, España perdió 2.8 millones de jóvenes de entre 20 y 39 años
¿Es alarmismo milenarista considerar que una sociedad con más viejos que jóvenes será inviable? ¿Quién invertirá, quién trabajará, quién pagará impuestos y cotizaciones? ¿Quién engendrará hijos? ¿A qué altura estratosférica habrá que elevar la presión fiscal para sostener las pensiones y gasto sanitario de un país de ancianos? ¿Se dejarán esclavizar los últimos jóvenes por una generación de viejos egoístas que abdicó de la responsabilidad de perpetuar la especie (sí, los jubilados de 2040 seremos los que apenas tuvimos hijos en los 80, 90 y 2000)? ¿No huirán a países más viables? ¿Y qué inmigrantes querrán venir a cuidar octogenarios a un lugar sin futuro?
La inmigración y el choque de civilizaciones
Tanto la izquierda como cierto ultraliberalismo apuestan por la inmigración como solución. Como si los humanos fuésemos cabezas de ganado fungibles: “repóngase con un millón de marroquíes el millón de españoles que no llegó a nacer”. Como si la inmigración –especialmente la islámica- no estuviese suscitando ya en Europa problemas de choque civilizacional, no go zones y brotes xenófobos. Como si la cultura no importase. Como si la masa inmigrante no fuese más propensa a la delincuencia (en promedio, lo cual es compatible con una mayoría cumplidora de la ley) y al desempleo, y desproporcionadamente consumidora de servicios y ayudas públicas. Como si los inmigrantes no tirasen hacia abajo de los salarios y no compitiesen por los empleos menos cualificados con la clase obrera nativa (de ahí el ascenso de la nueva derecha populista). Como si robarle al Tercer Mundo su mejor capital humano fuese la solución “progresista” para la desidia reproductiva de unos occidentales que no están ya dispuestos a cambiar pañales.
Suiza o Alemania, que rodean a la madre trabajadora de mil algodones asistenciales, padecen una infranatalidad tan desastrosa como la española
No es cuestión de medios, pues nuestros antepasados tuvieron muchos más hijos con una renta varias veces inferior. No es cuestión de medidas de conciliación, pues países como Suiza o Alemania, que rodean a la madre trabajadora de mil algodones asistenciales y securitario-laborales, padecen una infranatalidad tan desastrosa como la española.
La nueva concepción de la familia
El problema es más profundo, y está relacionado con nuestra concepción de la familia, del amor y hasta del sentido de la vida. La humanidad, en todas las culturas, siempre consideró la transmisión de la vida un valor absoluto, al que debían subordinarse otras preferencias. La expresión jurídica de esa prioridad fue la institución del matrimonio, que vinculaba vitaliciamente a un hombre y una mujer para engendrar hijos y educarlos. Occidente todavía conoció un resurgimiento demográfico importante en 1945-65, coincidiendo significativamente con un momento dorado de la institución familiar: en Francia la natalidad subió de 1.8 en el periodo de entreguerras a 3 hijos por mujer en los 50; en EE.UU., de 2.2 en 1937 a 3.7 en 1957, y el porcentaje de norteamericanos casados fue más alto hacia 1960 que en cualquier momento anterior o posterior.
Betty Friedan decretó que la familia era “un confortable campo de concentración
Pero llegó Betty Friedan (1963) y decretó que la familia era “un confortable campo de concentración”. Simone de Beauvoir execró la maternidad como degradante servidumbre biológica. Margaret Sanger y Alfred Kinsey llamaron a la liberación sexual total. Wilhelm Reich y Erich Fromm nos explicaron que la familia burguesa era un microcosmos fascista, engendrador de la “personalidad autoritaria”. Legiones de estudiantes de Berkeley y Nanterre creyeron que bajo los adoquines de la estructura familiar rígida estaba la playa del sexo sin responsabilidades y la autonomía individual absoluta. En los 70 esos valores liberacionistas pasaron de la vanguardia estudiantil al grueso de la sociedad, y de Occidente a otras culturas (la radicalización del Islam a partir de los 70 es en parte una respuesta desesperada a eso). Los Estados legalizaron el aborto libre y el divorcio unilateral.
Las curvas de natalidad se hundieron al unísono con las de nupcialidad. Y es que la reproducción es una empresa cooperativa, que requiere la disponibilidad segura de un partner definitivo que no solo aporta sus gametos, sino que seguirá ahí después para llevar al niño a la clase de piano. Uno no se embarca en la aventura de la paternidad con un novio/a pasajero.
Ahora entendemos que todos esos “tabúes represivos” y “estructuras rígidas” tenían un sentido: estaban al servicio de la perpetuación de la especie. Nos creímos muy modernos permitiéndonos el lujo de prescindir de esas antiguallas. ¿Quién piensa en la conservación social, cuando todo nos invita a disfrutar la vida sin ataduras, “como si no hubiera un mañana”? Somos la sociedad más individualista y presentista de la historia. Parece que lo vamos a pagar caro.
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