Katmandú, septiembre de 2025. El humo aún se eleva sobre algunos barrios de la capital, donde los restos de barricadas se mezclan con cenizas de edificios públicos y residencias de políticos incendiados. Soldados patrullan las calles, los comercios permanecen cerrados y la gente habla en voz baja, como si no terminara de creer lo que acaba de suceder: la caída del primer ministro comunista K.P. Sharma Oli tras una revuelta juvenil que tomó al país por sorpresa.

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“Todo empezó por el móvil, y terminó en las calles”, explica Ramesh, estudiante de 21 años que participó en las primeras protestas. Se refiere al decreto del 4 de septiembre que prohibía 26 redes sociales —Facebook, YouTube, X, LinkedIn, incluso Signal— por no cumplir con una nueva normativa del Ministerio de Comunicaciones. Fue la chispa que encendió un polvorín acumulado durante años.

Un régimen cada vez más afín a Pekín

Nepal lleva décadas oscilando entre India y China, atrapado en un tablero geopolítico que nunca controló del todo. Pero con Oli al frente del Partido Comunista de Nepal (UML), la brújula se inclinó con claridad hacia Pekín.

  • La Franja y la Ruta: Katmandú se integró en la gran estrategia china de infraestructuras, con promesas de corredores energéticos, carreteras transhimalayas y modernización urbana.

  • La deuda: la cifra no parece escandalosa —unos 310 millones de dólares prestados por China—, pero para un país de economía frágil es un compromiso serio. El aeropuerto internacional de Pokhara, construido con un crédito chino de 216 millones, es el emblema de esa dependencia: una obra fastuosa con apenas vuelos internacionales y acusaciones de sobrecostes millonarios.

  • El distanciamiento de India: la confrontación con Nueva Delhi, en parte por disputas fronterizas, dejó a Nepal más aislado de su socio histórico y reforzó el abrazo chino.

Pekín no solo construía aeropuertos: también cultivaba relaciones políticas, apoyando la unidad de los comunistas nepaleses y ofreciendo a Oli un respaldo tácito en los momentos de crisis.

La mecha: censura digital y “nepo kids”

El malestar social ya hervía. Una generación joven veía cómo los hijos de políticos y altos funcionarios —los llamados nepo kids— exhibían coches de lujo y fiestas ostentosas en TikTok e Instagram, mientras el desempleo juvenil rondaba el 10 % y miles emigraban cada año a Catar, Malasia o los Emiratos para trabajos precarios.

“Nos roban el futuro y encima nos silencian”, se indignaba en redes una activista universitaria. Por eso, cuando se prohibieron las plataformas, el movimiento juvenil saltó del espacio digital a las calles. Miles marcharon en Katmandú con pancartas improvisadas, otros corearon consignas frente al Parlamento, e incluso se popularizó un símbolo inesperado: la bandera pirata de One Piece, adoptada como emblema generacional de rebeldía.

La revuelta

Lo que siguió fue una espiral de violencia. La policía lanzó gases lacrimógenos y balas de goma, pero pronto se empleó fuego real. Manifestantes incendiaron edificios ministeriales y casas de políticos; más de 13.000 presos escaparon tras asaltos a cárceles; hoteles y comercios fueron saqueados.

El saldo oficial habla de al menos 19 muertos, aunque fuentes hospitalarias hablan de 25 o más. Los heridos superan el medio millar. En medio del caos, Oli anunció su renuncia el 9 de septiembre y se refugió en un cuartel militar.

El ejército impuso el toque de queda, ocupó el aeropuerto internacional Tribhuvan y sacó blindados a las calles. “Nunca pensé que vería esto en Katmandú”, decía un comerciante del barrio de Thamel, epicentro turístico ahora desierto.

Ecos regionales

Lo ocurrido en Nepal no es un hecho aislado. En 2022, fue Sri Lanka quien vivió un levantamiento popular que derribó al presidente Rajapaksa tras una crisis de deuda vinculada a proyectos chinos. En 2024, Bangladesh siguió un patrón similar, con protestas juveniles que arrasaron con el gobierno de Hasina. Ahora, Nepal repite la historia: una juventud harta, un régimen autoritario con vínculos con Pekín, y un colapso repentino.

El día después

La caída de Oli abre incógnitas mayores que las que resuelve. Sobre la mesa está el nombre de Sushila Karki, exjueza suprema, como figura de consenso para liderar un gobierno de transición. Pero el país enfrenta dilemas más hondos:

  • ¿Seguirá atado a la deuda y a las promesas de China, o girará de nuevo hacia India y Occidente?

  • ¿El ejército garantizará un proceso democrático o impondrá su propia tutela?

  • ¿Podrá la Generación Z traducir su fuerza en las calles en un cambio institucional duradero?

“Nuestro problema no es solo Oli, es todo el sistema”, resume Prakash, joven ingeniero que participó en las protestas. “Queremos un Nepal limpio, libre, conectado con el mundo. No más corrupción, no más censura”.

Conclusión

La revuelta en Nepal es más que un episodio local: es parte de un patrón en el sur de Asia donde los gobiernos autoritarios, endeudados y afines a China enfrentan la impugnación de sociedades jóvenes y conectadas. El comunismo de Oli cayó no por una batalla parlamentaria, sino por una generación que se negó a perder también el espacio digital.

El Himalaya amanece con un gobierno vacío y un futuro incierto. Pero algo ha cambiado: la voz de los jóvenes ha demostrado que puede derribar muros tan altos como los de Katmandú o tan lejanos como los que levantó Pekín.

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