¿Qué tienen que ver las vacunas con la libertad? ¿Y con el sentido común? En principio parece que bastante poco, porque la cuestión de vacunarse tendría que ser un asunto exclusivamente médico, que se debía resolver en términos científicos. Sin embargo, el modo en que los gobiernos de muchos países han afrontado la presente pandemia ha convertido en un problema político, social y cultural lo que debía haber sido un mero tema técnico.

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Para entender la situación actual hay que remontarse a los primeros meses de la crisis sanitaria, cuando se desata una dinámica -pronto imparable- de estricto control gubernamental y restricción de las libertades, tanto en nuestro país como en la mayoría de los países del globo. Esa limitación de derechos ciudadanos, cuya expresión última es el confinamiento, pudo estar justificada en un primer momento de sorpresa y desconcierto –aunque esto también sería discutible-, pero lo que es incuestionable es que en los meses sucesivos se ha convertido en la excusa universal para adoptar medidas propias de Estados autoritarios.

El problema con AstraZeneca y Janssen no son tanto los trombos improbables como la falta de libertad en un contexto dominado por el paternalismo autoritario de los de arriba y la alarmante falta de madurez que se detecta en grandes capas de la sociedad actual

El mantenimiento a lo largo de los meses de ese estado de cosas ha generado la especie de que la única opción posible frente a los contagios es el sometimiento a las directrices emanadas desde el poder (en nuestro país decían los expertos, hasta que se reveló que no había tales, como muchos sospechábamos). El lema del despotismo ilustrado en pleno siglo XXI: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Habría que matizar empero, por lo dicho anteriormente: despotismo, sí; ilustrado, poco. Más bien estamos en el clásico “ordeno y mando”. Como es habitual, el poder sin contrapesos termina en la arbitrariedad. Por no hablar, directamente, de medidas absurdas, como tantas de las dictadas en los últimos meses.

Ya que he mencionado de soslayo la Ilustración, tendría que recordar que el más eximio pensador del período, Inmanuel Kant, consideraba que las Luces, para ser tales, tendrían que orientar el quehacer humano en la teoría y la práctica, de forma individual y colectiva. La claridad emanada por la ciencia y la razón ahuyentaría la oscuridad en todos los órdenes de la vida. De este modo, el ser humano dejaría de estar tutelado por otras fuerzas o poderes –desde el Estado o la Iglesia a la simple superstición- y gozaría de su mayoría de edad. ¿Sería exagerado decir que nuestra posmodernidad apunta paradójicamente a un distanciamiento del ideal ilustrado?

El control sobre el individuo no ha hecho más que intensificarse en los últimos tiempos. Desde el punto de vista del poder, la justificación es la misma de siempre: es por nuestro bien (por nuestra salud, podríamos decir en nuestra circunstancia concreta). Es la base común de toda clase de prohibiciones, limitaciones, controles, multas y hasta arrestos: nos dirigen, tutelan, amonestan o castigan, como a los niños, para enseñarnos el camino correcto. La situación nos retrotrae a aquel estado de minoría de edad que Kant quería dar por clausurado. Como los ciudadanos, en general, no sabemos deslindar lo bueno de lo malo, precisamos de una autoridad superior que nos lo indique. El autoritarismo deviene en paternalismo. La democracia se transforma en autocracia benevolente.

Aunque el desencadenante de buena parte de los males que nos afligen haya sido la COVID-19, forzoso es reconocer que había un terreno abonado. Por un lado, la deriva populista y demagógica de las democracias, incluso las más asentadas. En casi todas partes se dibuja una hipertrofia del ejecutivo en detrimento de los otros poderes. Por otra parte, el creciente infantilismo que se ha desarrollado en el seno de las sociedades de nuestro tiempo. Esta visión pueril y estereotipada de la crisis sanitaria –el virus como invasor, la guerra contra el mismo y hasta nuestros héroes, para que nada falte- desemboca, como no podía ser menos, a fiarlo todo a las vacunas como solución mágica que nos permitirá recuperar nuestra vieja normalidad.

Pero hete aquí que, a tono con la deriva autoritaria mencionada, los Estados han acaparado el control absoluto del proceso. ¿Libertad individual, libre circulación, mercado libre? ¡Quiá! Solo en el Estado está la salvación. El Estado que nos iba a salvar ha hallado un escollo imprevisto con los casos de trombos asociados a las vacunas de AstraZeneca y Janssen. La incidencia es tan nimia que en cualquier otra circunstancia, como cuando tomamos cualquier preparado farmacéutico, el problema simplemente no existiría.

La cuestión en el fondo es tan peregrina que remite a esa vieja anécdota que hemos oído decenas de veces y que a mí personalmente me la ha repetido en distintas ocasiones mi médico de cabecera, con una sonrisa irónica, medio en serio, medio en broma: tómate tal medicamento, pero ni se te ocurra desplegar el prospecto para leer los efectos secundarios. En otro orden de cosas, a modo complementario, todo adulto con un mínimo sentido común sabe que no existe el riesgo cero en cualquier faceta de la vida. Mucho menos tratándose de la salud. En la propia vida cotidiana, ¿hay algo más peligroso que el afilado y puntiagudo cuchillo de cocina que usamos todos los días?

Pero al proscribir la libertad y postergar la responsabilidad individual, los gobiernos se han visto obligados a asumir las consecuencias derivadas de su usurpación. Si, a partir de la información adecuada, el ciudadano pudiera elegir libremente ponerse o no una determinada vacuna, la que quisiese, la decisión sería de su estricta incumbencia. El problema con AstraZeneca y Janssen no son tanto los trombos improbables como la falta de libertad en un contexto dominado por el paternalismo autoritario de los de arriba y la alarmante falta de madurez que se detecta en grandes capas de la sociedad actual.

La crisis actual amenaza con convertirse en un hito en este proceso. Lo veremos con más claridad dentro de unos años, cuando pase la pandemia, que pasará, y casi con seguridad más pronto que tarde. Pero la COVID-19 ha puesto de relieve que otros virus están infectando de modo silencioso pero ostensible nuestro sistema de libertades. Es probable que suceda como con la llegada de la actual pandemia, que cuando suene la alarma, sea demasiado tarde. Sea como fuere, nos tendremos que enfrentar tarde o temprano a ese otro virus que destroza el tejido de nuestro régimen representativo y lleva a la consunción de las democracias. Lo cierto es que aquí y ahora la infección se extiende por numerosos países. Y no tenemos vacunas.

Foto: Engin Akyurt.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).