La dimisión de la joven diputada del PP Noelia Núñez por haber falseado su currículum —una mentira administrativa, sí, pero también moral— ha reavivado un viejo debate en la política española: ¿es justo dimitir por lo que otros, en especial los de enfrente, convierten en algo rutinario sin consecuencias? ¿No es dar ventaja al adversario?
Desde sectores conservadores se escucha una queja cada vez más insistente: que dimitir por un «fallo menor» es jugar con una desventaja suicida, algo equiparable a aceptar un duelo de esgrima donde el oponente blande una motosierra. «Ellos nunca dimiten», «esto en la izquierda no pasa», «¿por qué no aprendemos a jugar como ellos?»… Pero lo cierto es que cuando normalizas la trampa para no quedarte atrás, no estás compitiendo: estás rindiéndote. Estás aceptando las reglas del tramposo. Y “cuando bailas con el diablo, tú no cambias al diablo. Él te cambia a ti”.
Necesitamos redescubrir el mérito que no aparece en un papel: el de quien dice la verdad cuando podría mentir, el de quien construye su carrera sin adornos, el de quien sabe por experiencia que la vida exige mucho más que un expediente académico
La banalización de la mentira
En una tertulia televisiva, el periodista Jaime González, afín al Partido Popular, respondió con sorna a la dimisión de Noelia Núñez: “Si aplicamos la teoría de Noelia, mañana nos quedamos sin diputados”. La frase, más allá del intento de alivio cómico, encierra una confesión inquietante: que la mentira en política está tan extendida que sancionarla conllevaría vaciar el Parlamento. Pero lo de Noelia no es una “teoría”: es una falta reconocida, una realidad objetiva, no una hipótesis de laboratorio. Y si otros han hecho lo mismo, deberían marcharse también, aunque el hemiciclo se convierta en un solar.
Justificar una falta generalizada por su frecuencia equivale a decir que, como todos copian en un examen, lo justo es aprobar a la clase entera. Lo escandaloso no es que una diputada dimita por mentir: lo verdaderamente escandaloso es que eso sea lo excepcional. Cuando se banaliza la mentira en nombre del “todos lo hacen”, lo que se degrada no es sólo el Parlamento, sino la noción misma de honestidad pública. Y sin ella, ya no hablamos de representación: hablamos de ocupación del poder por los más hábiles en fingir.
Poner el foco en que en la izquierda, y más concretamente en el PSOE, las falsificaciones curriculares han sido más numerosas y escandalosas (lo cual es rigurosamente cierto) no debería usarse como escudo frente al hecho innegable de que también suceden en la derecha. Sí, es verdad: los casos en la izquierda son más y más graves, y para colmo ninguno ha tenido como consecuencia la dimisión. Sin embargo, que también aparezcan en el bando que se presenta como alternativa debería preocuparnos aún más.
La decencia no puede ser reactiva. No se trata sólo de denunciar lo que hacen los adversarios, sino de actuar con coherencia aunque el otro no lo haga. Porque si quienes dicen ser mejores reproducen los mismos vicios, aun en menor medida, la única diferencia estará en la cantidad, no en la calidad.
La ficción del mérito
Vivimos en la era de los diplomas y títulos como tótems de legitimidad social. No importa lo que realmente sabes, sino lo que aparentas saber. El papel, el sello oficial, la firma tecnocrática: esos son los pasaportes de la meritocracia actual. En la sociedad de masas, donde las personas no se conocen entre sí y la confianza no puede establecerse de forma directa sino que necesita ser acreditada de manera impersonal, los títulos se han convertido de forma gradual e indeseada en la gran ficción del mérito. Una ficción que Noelia, como tantos otros, intentó burlar para superar una barrera de entrada: la de la acreditación institucional.
Hay quien ha escrito con sarcasmo que Noelia dimitió porque es noruega. Y no es para menos: en Noruega dimiten por coger un taxi sin justificarlo con el correspondiente recibo; aquí se les aplaude si no lo pierden de camino a una mariscada. Ojalá en el futuro comportarse de forma consecuente deje de ser un exotismo nórdico y podamos ahorrarnos la retranca.
No nos engañemos: no se trata sólo de Noelia. El currículum inflado o directamente inventado se ha convertido en una práctica muy extendida, casi diría que folclórica. Desde presidentes que plagian doctorados y ministros que afirman hablar idiomas que ni conocen, hasta alcaldes que se gradúan en másteres de broma, pasando por asesores que acumulan títulos con supuestos contenidos que harían palidecer a un opositor a Notarías. Lo que en un país serio debería ser motivo de vergüenza, aquí se convierte en un pequeño desliz. A veces incluso en un mérito más: “mira qué espabilado”.
Hemos confundido el mérito con la credencial, y el conocimiento con el diploma. Este fenómeno, que llamamos despreocupadamente titulitis, en el fondo es una seria patología social. Ya no valoramos la sabiduría, la experiencia ni la integridad: sólo el certificado. En lugar de formar a jóvenes para que sean auto suficientes, competentes e íntegros, queremos que acumulen créditos, sellos y aprobados. ¿Qué más da si han aprendido algo? Lo que importa es que puedan presentarse ante una empresa, un tribunal o unas elecciones con una certificación oficial.
Esta es la lógica que empuja a muchas personas, como probablemente le ocurrió a Noelia, a añadir líneas falsas al currículum. No tanto para presumir como para sobrevivir. Porque sin título no hay carrera, no hay acceso, no hay futuro. El conocimiento ha pasado a ser secundario. Lo importante es parecer capacitado, no estarlo de verdad. Esto se adapta como un guante a esa costumbre de los partidos, según la cual, si quieres hacer carrera política, debes incorporarte a sus filas casi antes de aprender a andar, porque allí lo importante es aprender a trepar.
Esto nos lleva a un colapso mucho más profundo que el de una diputada con un currículum inflado: la erosión de la meritocracia real. Si todo se decide en base al título, ¿qué hacemos con quienes tienen talento, experiencia o virtudes, pero carecen de este imprescindible salvoconducto?
Lo que llamamos “mérito” se ha convertido en una fórmula vacía: el mérito institucional, que acredita un paso por la maquinaria académica, ha desplazado al mérito esencial, ese que se construye con tiempo y esfuerzo, con coherencia, valentía y responsabilidad. Ambos méritos deberían ser complementarios, no excluyentes. Pero si hay que elegir entre uno y otro, no cabe duda de que el segundo es mucho más difícil de falsificar.
Apriencia sobre autenticidad
Mentir sobre una carrera no es sólo una cuestión burocrática. Es una revelación involuntaria: la de que el sistema de acreditaciones se ha desviado de su función original para acabar imponiendo la apariencia sobre la autenticidad. Y una de sus consecuencias es que el acceso a la vida pública se ha convertido en una yincana de imposturas.
El caso de Noelia Núñez no debería servir sólo para exigir responsabilidades —aunque, por supuesto, era necesario que dimitiera—. También debería empujarnos a formular una pregunta de más alcance: ¿a qué tipo de liderazgos aspiramos? ¿Queremos políticos que sólo sean productos de unas siglas? ¿O queremos personas de verdad, con historia personal, con errores cometidos y reconocidos, con fracasos y éxitos, con ideas propias y, en definitiva, con algo valioso que ofrecer más allá de una titulación?
Una sociedad que desprecia el mérito real se verá gobernada por los más hábiles en fingirlo. Y esa es, tal vez, la mayor amenaza a la que se enfrentan nuestras democracias: la sustitución de los ciudadanos ejemplares por los expertos en engordar currículums.
Noelia, la joven diputada dimitida ha cometido un error. Pero no lo ha inventado ella. Es hija de una cultura que valora más un diploma falso que la consistencia personal. Que prefiere candidatos sin pasado antes que personas con biografía. Que recompensa la homologación institucional mientras desprecia la integridad y la experiencia.
Quien crea que la solución es simplemente “copiar a la izquierda” para ganar, no ha entendido nada. No se trata de ganar a toda costa. Se trata de no convertirse en lo mismo que desprecias. Y eso empieza por no mentir, ni siquiera un poco. Cuando cedes a la tentación, cuando justificas la mentira con la excusa del bien mayor, cruzas una línea invisible: la que separa los principios que podrían mejorar la sociedad del cinismo que la pudre.
No podemos seguir educando a nuestros hijos para obtener títulos sin conocimiento, ni jalear líderes que se presentan con biografías tuneadas. Necesitamos referentes reales, consistentes, no influencers institucionales. Debemos redescubrir el mérito que no aparece en un papel: el de quien dice la verdad cuando podría mentir, el de quien construye su carrera sin adornos, el de quien sabe por experiencia que la vida exige mucho más que un expediente académico.
Quizá algún día, en vez de votar al que miente para ascender, aprendamos a respetar al que dice la verdad aunque le cueste el cargo. Ese día, el caso de Noelia Núñez habrá servido para algo y dejará de repetirse. Podremos mirar a nuestros líderes sin preguntarnos qué parte de su historia es verdad… y qué parte es sólo un currículo falsificado.
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