El futuro siempre ha sido un desconocido amigo de dar sorpresas, pero son muchos los que siguen empeñados en vivir de él, lo que supone, casi siempre, apostar por un equívoco. Tal vez tenga que ver con el hecho de que nuestras vidas son más largas, pero ahora registramos un clima de auténtica ansiedad y, en consecuencia, de torvo pesimismo respecto a lo que va a pasar. En ese sentido, se puede caracterizar a nuestro mundo como una civilización decadente que vive más de expectativas que de proyectos.

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La tecnología es, sin duda, un factor que crea profunda inquietud. Se introducen cosas sorprendentes que obligan a cambios abruptos y unos se adaptan mejor que otros, pero eso no es lo grave, porque lo que de verdad distorsiona nuestro encaje en la realidad, y, en consecuencia, nuestras posibilidades de mejorar muchas cosas que podríamos cambiar, es la promesa de innovaciones todavía más radicales que se engarzan casi de modo inmediato en proyectos utópicos que gustan presentarse como avisos del mañana inmediato, algo que nos dispone a esperar antes que a decidir, que nos roba la voluntad y el empeño.

Dejémonos de crisis, de finales, de catástrofes y de tecnologías milagreras y continuemos pensando con la mayor claridad a nuestro alcance y tratándonos con respeto, porque no es inevitable sucumbir a las profecías que para darnos el Bien insistan en dejarnos sin libertad y sin palabra

Por desgracia, el fondo de muchas de esas predicciones tiene que ver con una amenaza grave, la posibilidad de que el mundo que viene ya no nos necesite para nada, la evidencia, eso se dice, de que los humanos seremos desplazados por sistemas y máquinas mucho más inteligentes que nosotros e infinitamente más eficientes que, al parecer, cuidarán del mundo con mimo y se ocuparán de que no sigamos destrozándolo con nuestra suciedad y nuestra torpeza.

Un tercer elemento que lo distorsiona todo deriva del verdadero reinado de las masas, el avance de una nueva religión que busca imponer supuestas evidencias bastante por las bravas. Una legión de nuevos sacerdotes se dedica a afear nuestra conducta y a imponer los nuevos ideales de forma despótica, desde el poder.

Vidas largas con la convivencia de cohortes generacionales muy diversas, tecnologías invasivas y el poder en manos de las masas dan lugar a mezclas inestables, inquietantes, producen desasosiego y miedo, un estado que favorece de manera muy fuerte el descontrol del poder, la invasión de las conciencias y el ataque a cualquier forma de libertad de pensamiento. El caso de la pandemia debiera darnos que pensar, hemos podido ver cómo las más arbitrarias restricciones, con apenas lógica o con lógicas muy diversas y poco compatibles, y con una absoluta falta de respeto a la responsabilidad personal, se imponen por doquier ante el gran tabú de la muerte enarbolado como argumento decisivo, como si tuviésemos oportunidades reales de no morir, algo que llevan tiempo insinuando los que se llaman transhumanistas. Pero nadie nos ha preguntado si no sería preferible morir a vivir de según qué modos, en alguna de las utopías negativas imaginadas por escritores de la primera mitad del pasado siglo.

Todo esto tiene una repercusión muy honda en la manera que tenemos de juzgar la política. En primer lugar, se favorece la sospecha, que siempre tiene algún fundamento, de que la política es estéril y engañosa y se desestima cualquier posibilidad de lograr algo por sus medios, lo que lleva a un desprestigio absoluto de las instituciones y, por supuesto, de las leyes, y a declarar que el mundo necesita nuevas soluciones, una especie de democracia 5.0.  que nunca se explica en que pueda consistir pero que se asegura es la única solución que nos queda. A veces, esta histeria se confabula con la tecnología, por ejemplo, cuando algunos piensan que la solución de todo podría ser estar haciendo referéndums a toda hora, lograr la democracia directa a través del móvil, tal vez. Es una enorme ingenuidad olvidar lo que ha dicho Dan Geer, que la tecnología que puede darnos todo lo que deseemos podrá quitarnos todo lo que tenemos y ahí tenemos a Zuckerberg a Dorsey y compañía haciéndose censores de nuestra libertad porque nos han dado la posibilidad de proclamar a los cuatro vientos cualquier ocurrencia, claro es que para que se pierdan en el barullo como lágrimas en la lluvia.

El clima intelectual en el que todo esto coloca a muchos es caótico, como corresponde a un supuesto diálogo entre cientos de millones de personas muy animado por los que buscan abolir las fronteras para vivir en un mundo único, como es natural, bajo su control. Si les hacemos caso nos dirán algo como que hemos pasado del “fin de la historia” (un eslogan confuso pero que pareció iluminador a los amigos de las generalidades) a una especie de nuevo Armagedón, a la plaza pública en que se ejecutará el juicio final, la adoración a los nuevos dioses de la tecnología, la ecología y la sumisión a la ética universal dictada por los más sabios y poderosos.

Quien quiera dejarse llevar de esta suerte de atracción fatal que ejerce el futuro que preparan los nuevos amos del mundo, puede hacerlo, pero no tendrá ni una brizna de buenos argumentos para convencer a quienes prefieran seguir pensando por su cuenta sin dejarse arrebatar por esta clase de piadosas monsergas. Es verdad que cualquiera puede sentirse muy débil frente a esas olas de colectivismo que se supone salvador, pero la humanidad ha vivido y ha progresado hasta ahora de la creencia en la verdad bien argumentada, en la capacidad de decir lo que vemos y creemos y de la esperanza de que siempre quedará la ingenuidad y el valor para poder decir con tranquilidad que el rey está desnudo cuando nos cuenta esos cuentos que solo sirven para que le adoremos cada vez con mayor devoción y sumisión. Oportet et haereses esse, y no habrá ninguna posibilidad de una vida digna en el futuro si nos dejamos arrebatar por las profecías de la estupidez presentadas bajo la forma de una ética y racionalidad superiores pero que no es más que la forma actualizada del más viejo de los vicios humanos, la sumisión y el halago a los poderosos, y ahora el mandato imperativo de someternos al dictado de las series y las redes. Así que dejémonos de crisis, de finales, de catástrofes y de tecnologías milagreras y continuemos pensando con la mayor claridad a nuestro alcance y tratándonos con respeto, porque no es inevitable sucumbir a las profecías que para darnos el Bien insistan en dejarnos sin libertad y sin palabra. Esos futuros invitan a la pasividad, y ya nos advirtió Julián Marías de que no hay que preguntar “¿Qué va a suceder?”, sino que siempre hay que decidir lo que vamos a hacer.

Foto: Lucrezia Carnelos.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web