Hoy, querido lector, amigo y mecenas, no voy a aburrirle con un texto sesudo. La realidad de nuestro país es tan elocuente que habla por sí misma. Cualquier observador honesto entiende, sin la ayuda de ningún analista, que el tiempo se nos acaba, que las oportunidades de salir del agujero, esas pocas balas de plata que el destino suele poner en el disparadero de la historia, cada vez son más escasas.
Pudimos reconducir la situación hace ya lago más de una década, cuando la Gran recesión nos mostró que el rey estaba desnudo. Pero nada se hizo. Nos encomendamos a Europa, se subieron los impuestos y se rescató lo que podríamos llamar la “banca política”, esto es, las Cajas de Ahorro dirigidas por políticos y sindicatos, porque aquello no fue un rescate bancario como tal. Esa es la expresión engañosa con la que se metió debajo de la alfombra el latrocinio de grupos de interés o cabría mejor decir bandas de ladrones. Lo que vivimos entonces fue un rescate político, no ya de la Transición, sino de lo que los partidos habían hecho con ella. Una carnicería.
Quizá sea porque los 40 años de franquismo nos acostumbraron a dejarnos llevar, a no tomar la iniciativa y a delegar. El caso que nos hemos vuelto mansos, inconscientes y cómodos hasta un punto demasiado peligroso
Desde entonces hemos vivido diferentes experimentos menores, con la aparición de nuevas formaciones políticas. Algunas de izquierda, otras presuntamente liberales, y otras, las más recientes, de derecha. Ninguna de ellas parece haber atinado con la fórmula mágica que aúne un programa bien confeccionado, realista y certeramente ambicioso con un apoyo popular masivo y consistente. La mayoría se han ido disolviendo en su propia competencia interna —tal vez habría que decir incompetencia—, en la inconsistencia temporal de sus propuestas y, sobre todo, en el arribismo y los egos de sus cúpulas. La que queda, Vox (porque Podemos y Ciudadanos son ya meros testimonios), vive un momento complicado precisamente por esta razón.
Entretanto, los dos partidos mayoritarios han caído en sus propias derivas. El partido Socialista, en la radicalización impostada, detrás de la que asoma la simple ambición: el poder por el poder mismo, a toda costa, a cualquier precio. El Partido Popular, en la centralidad prosistema, la del voto útil, sea de izquierda o de derecha, que consiste, dicen, en mera gestión. Nada de ideas, que son peligrosas. Fuera la política de la política. No venimos a gobernar sino a administrar. Es su manera de endulzar la misma ambición de poder socialista, dándole una apariencia menos letal.
Sean nuevos o viejos, todos estos partidos aglutinan a su alrededor miles de políticos —y aspirantes a políticos—, periodistas y medios de información, pretendidos intelectuales y fantasmales gabinetes de expertos… y sin embargo nada cambia, si acaso lo único que sigue en marcha es el inexorable declinar de nuestro país. Ruge la política, o lo que pretende presentarse como tal, en los medios, con mil y una polémicas, soflamas, vaticinios, encuestas, noticias, zascas y escándalos. Y, sin embargo, España, se desliza siempre en la misma dirección: hacia atrás y hacia abajo, lentamente, sin remedio.
Muchos no lo saben, porque no se dice, pero nuestra siempre ensalzada sanidad pública hace tiempo que dejó de ser “una de las mejores del mundo”. Hoy, por ejemplo, está bastante por detrás de la de Hungría. Lo dicen los datos, que es lo que hay que mirar. Y nuestras infraestructuras, en las que tanto dinero invertimos no hace mucho, se deterioran lentamente. Las carreteras, autovías y redes ferroviarias muestran cada vez más síntomas de falta de cuidado y atención. Desde hace 15 años es como si en España el tiempo primero se hubiera detenido y después, lentamente, de forma casi inapreciable, hubiera empezado a retroceder. Todavía muchos no lo ven porque es un retroceso tan lento como sutil. Pero el tiempo sigue corriendo, y en nuestro caso lo está haciendo hacia atrás.
No voy a aburrirle, querido lector, con un repaso demasiado exhaustivo de los gravísimos problemas que nos asedian. Seguro que usted ya está al tanto. A buen seguro conoce la enorme deuda que las Administraciones Públicas han generado y siguen generando; lo que supone para hogares y empresas la escalada de precios de la energía, de los bienes de consumo y de los alimentos; el pésimo desempeño de la educación pública; la posición tercermundista en el ranking internacional de nuestras universidades; el deterioro del sistema sanitario universal, donde nos parece un dato para sacar pecho listas de espera de dos meses y medio para una intervención quirúrgica tan elemental como una operación de cataratas; el deterioro del sistema de justicia, con plazos de resolución de litigios increíblemente dilatados; los números, no rojos, sino lo siguiente, del balance comercial; el elevado desempleo estructural; el desplome de la renta disponible; el estancamiento del PIB per cápita, que dura ya más de tres lustros; el sistema de pensiones y la Seguridad Social en quiebra técnica, que obliga a hacer aportaciones extraordinarias cada vez más extraordinarias, la crisis demográfica, etc.
Quizá sea porque los 40 años de franquismo nos acostumbraron a dejarnos llevar, a no tomar la iniciativa y a delegar. El caso que nos hemos vuelto mansos, inconscientes y cómodos hasta un punto demasiado peligroso. Nos preocupamos, sí, pero esta preocupación no se articula en ninguna iniciativa, excepto en la crítica y el pataleo. Si acaso, aguardamos que algún nombre propio surja de algún lugar mágico y nos proporcione la receta para la salvación. Esperamos, como los cristianos esperan la parusía, el advenimiento de un líder, un nombre, un milagro. Hasta entonces, despotricamos de las élites, que en nuestro caso podría decirse que no existen, no al menos de forma equiparable a otros países, buscamos culpables, que los hay y son muchos, y nos desesperamos. Pero poco más.
España está perdida porque partidos y élites son refractarios a la realidad. Pero ¿y la inteligencia media?, ¿dónde está?, ¿a qué se dedica? La inteligencia media es aquella que constituye el ciudadano común correctamente formado, la del profesional que sabe hacer su trabajo, la del trabajador con oficio, la del emprendedor que no aspira a construir un imperio, solo una empresa que funcione bien, la del buen maestro que no pertenece a la Academia, la del funcionario del escalafón medio que es cumplidor, en definitiva, todas aquellas personas con sentido común, buen hacer y cierta ética. Gente modesta pero con un buen nivel de exigencia y una inquietud superior.
Es esta inteligencia media la que de verdad vertebra un país. Es, por poner un símil, como la figura del suboficial en el ejército, donde mandan los generales, pero son los suboficiales los que hacen que una compañía funcione. Y lo hacen, cuando es necesario, supliendo el liderazgo y la iniciativa de un mal oficial. Por eso, entre otras razones, Rusia es un desastre militar, porque en su ejército no existe el suboficial como tal, no desde luego como alguien con verdadero mando y responsabilidad. Solo hay jefes y tropa, desconectados entre sí.
Desgraciadamente, la inteligencia media española parece estar también en decadencia. Tal vez sea consecuencia del pésimo modelo educativo. No sería de extrañar. El caso es que nuestra inteligencia media cree saber muchas cosas, pero en realidad sabe muy poco porque se ha acostumbrado a reafirmarse en suposiciones sin estudiarlas, sin hacer los cálculos más elementales, sin tomar datos ni comparar magnitudes. Es en este aspecto un eco del patético e improductivo rugir de la política nacional. Navega por Internet, encuentra cualquier contenido u opinador que la reafirme en su percepción, en sus preferencias prefijadas, y ya cree tener suficiente material para entender la realidad. Y no es así.
La inteligencia media española debe esforzarse mucho más, suplir sus carencias, pararse a pensar, leer y estudiar, ser, en definitiva, mejor, más formada, culta y reflexiva. Un dato significativo de la pérdida de músculo de nuestra inteligencia media es que en otros países los artículos de la prensa tienen de media casi el doble de extensión que los de la prensa nacional. Aquí leer más de mil palabras es poco menos que un suplicio. Y se considera que un texto de análisis y opinión es extremadamente largo si alcanza las 1.500 palabras, mientras que fuera ese mismo artículo puede llegar a las 4.000 con total normalidad… y el público lo lee, pueden creerme.
Así pues, no hay duda, necesitamos que la inteligencia media española sea mejor. Y esto no depende de los políticos. Es tarea nuestra. Es nuestra última baza, porque está en la base de las empresas, de las fundaciones, incluso, aunque parezca imposible, en la militancia de los partidos. Es el tuétano de la sociedad civil, el vivero de esa otra inteligencia superior capaz de proyectarse hacia el éxito más espectacular. Olvídense de los partidos y las élites. Si algo puede alterar el rumbo es precisamente esta inteligencia media que está en todas partes y, tarde o temprano, se hace sentir.
Foto: Zoltan Tasi.