Soy aficionado al motociclismo desde hace tanto tiempo que casi diría que antes aprendí a andar en moto que a montar en bicicleta. Especialmente, me gusta lo que antes se llamaba moto de campo, y ahora se conoce por offroad, una suplantación lingüística que no debe ofendernos, sino abrirnos los ojos, porque no es fruto de la conspiración anglosajona, sino reflejo de nuestra inanidad. Y es que, para que una lengua prevalezca, es necesario que quienes la hablan la proyecten por el mundo creando, arriesgando, innovando y emprendiendo, en vez de mirarse el ombligo.

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Pero no me quiero ir por las ramas. El caso es que esta afición a la moto, además de sustanciarse en la práctica casi diaria, implicaba hace años la liturgia de adquirir semanalmente al menos un par de revistas. Cuando las publicaciones online aún no existían, no quedaba más remedio que rascarse el bolsillo para estar al día de las competiciones, los lanzamientos de nuevos modelos, las pruebas y las comparativas. Aquellas revistas primorosamente impresas en papel couché tenían una cualidad especialmente atractiva: la calidad de sus fotografías. En una de estas espléndidas fotografías me topé con la frase que titula e inspira este texto: “Only a Man”. La imagen, soberbia, mostraba de espaldas a varios participantes en una carrera de motocross saltando una de las rampas más desafiantes del circuito. El fotógrafo había logrado capturar el momento justo en el que tres de ellos, casi en paralelo, alcanzaban el cénit del espectacular salto. El que más altura había alcanzado estaba justo en el medio. La distancia que le separaba respecto de la cresta de la rampa era tan fantástica que en la imagen congelada daba la impresión que más que saltar estaba volando. Y ahí, en la espalda de aquel tipo estaba escrita la frase “Only a Man”.

En esta sociedad exhibicionista, de búsqueda de la atención a cualquier precio, la mayoría de los individuos que realizan actividades lúdicas que son peligrosas, lo hacen para significarse, para desbordar ese anonimato con el que todos venimos al mundo. No hay pasión en su temeridad, solo exhibicionismo

Salvo que tenga un lapsus de memoria, y es posible, porque han pasado muchos años, nunca supe quién era ese piloto y no recuerdo haber vuelto a ver la frase en ninguna foto o documento gráfico. He buscado en Internet, pero no he encontrado referencias. Lo cual era de esperar porque el episodio es de mediados de los 80. Sospecho que el piloto en cuestión tampoco llegó muy lejos, de lo contrario “Only a Man” habría dado lugar a un lucrativo merchandising (y perdón por el anglicismo) que lo habría reproducido mil veces. Pero, precisamente, por no haber trascendido, por no haberse convertido en un producto de gran consumo, en un slogan comercial, aquel “Only a Man” (“sólo un hombre”) me resulta tan evocador. Durante años lo he tenido en la cabeza. Y, con el paso el paso del tiempo, lo he ido dotando de sentido.

Si usted, querido lector, es muy aficionado al fútbol, no se moleste por lo que voy a decir, porque, más allá de ver partidos muy señalados, no entiendo demasiado del llamado deporte rey. Pero, para mí, el fútbol es más un juego que un deporte. Y me explico. No digo que los jugadores de fútbol no sean deportistas. Al contrario, deben tener y de hecho tienen una preparación física envidiable. Son verdaderos atletas que se vacían en el campo. En ese aspecto, el fútbol cumple con creces como deporte.

Pero, en mi opinión, para ser más que un juego, un deporte debe tener una épica auténtica, no una épica artificial generada a base de relatos llenos de metáforas bélicas que periodistas y cronistas, incluso literatos, proporcionan a un público apasionado para ganarse su favor y reconocimiento. Siempre me ha llamado la atención que, en España, para ser considerado un articulista consagrado, sea condición casi indispensable añadir al currículo algún que otro texto homérico a propósito del fútbol. Me parece hasta ridículo, dicho sea con todos los respetos.

El deporte para ser de verdad épico necesita riesgo auténtico, no metáforas. Ahí es donde diferencio entre los deportes que son un juego apasionante, pero juego, al fin y al cabo, como el fútbol, y los que conllevan un peligro cierto para quienes los practican, incluso perder la vida. Para mí, este matiz es crítico, si hablamos de épica auténtica, no sólo metafórica. Lo que no quita que el fútbol sea apasionante. Porque, insisto, no lo niego ni pretendo ofender a sus amantes, solo señalar una diferencia que me parece interesante.

Es con este sentido de lo épico que la frase “Only a Man” se vuelve evocadora. Porque, en esta sociedad exhibicionista, de búsqueda de la atención a cualquier precio, la mayoría de los individuos que realizan actividades lúdicas que son peligrosas, lo hacen para significarse, para desbordar ese anonimato con el que todos venimos al mundo, y que a la inmensa mayoría nos acompaña hasta el final de nuestros días. Los dispositivos de grabación subjetiva con los que estos sujetos registran sus proezas, y sobre todo a sí mismos, nos interpelan con un grito que dice “¡Miradme! ¡Mirad lo que YO hago!”. Es decir, que lo que importa son ellos, no lo que hacen. No hay pasión en su temeridad, solo exhibicionismo.

Por el contrario, el tipo que vuela a lomos de una moto, con el anónimo “Only a Man” escrito en su espalda, en el lugar que debería ocupar su nombre, tiene una moraleja diferente. Nos dice que lo importante no es el quién, sino el qué. Que muchas cosas que nos parecen imposibles no son más que desafíos que cualquiera puede afrontar, si se lo propone. Esta moraleja tiene una traslación práctica a nuestra vida cotidiana, sin que, claro está, tengamos que entenderla al pie de la letra y rompernos el cuello.

Seguramente haya quien no vea en “Only a Man” esta metáfora, sino un burdo individualismo. La llamada a ser solo uno, prescindiendo del resto, y a conseguir nuestros anhelos sin que nada se interponga en nuestro camino, ni las tradiciones, ni las convenciones, ni las costumbres. Tal vez por eso el fútbol sea el deporte rey, porque a pesar de la singularidad de sus estrellas tiene un fuerte componente colectivo que es mucho más conforme con nuestros atavismos sociales.

En el fútbol nos sentimos acompañados, arropados por la tribu. Ser, por ejemplo, del Real Madrid no es un esnobismo, sino una elección compartida por millones de individuos. El madridista forma parte de una multitud que, como él, solo tiene un anhelo: que gane su equipo. No grita solo, grita con los demás. No celebra la victoria o lamenta la derrota en soledad, los hace sumido en una reconfortante masa.

Es innegable que el fútbol es una magnífica recreación de la vida y sobre todo de la política entendida como confrontación, ese nosotros contra ellos, donde los solapamientos de ideas y preferencias que complican la nítida y diría que necesariamente pura distinción entre bandos son ignorados, casi prohibidos, de tal suerte que también se acaba negando al individuo entendido como la verdad que nos revela y que es fundamental: que ninguna persona es idéntica a otra.

El fútbol reproduce fielmente el tradicional enfrentamiento entre tribus, donde el disenso se convierte en traición. Es la guerra civilizada, incruenta, con reglas y árbitros, donde la muerte no existe, pero que, sin embargo, proporciona las emociones primitivas del enfrentamiento entre clanes. Es, en definitiva, reflejo de la condición social del ser humano, con lo bueno y con lo malo, con sus grandezas y miserias; el triunfo y el fracaso experimentados de forma masiva; el rugir ante el error humano del árbitro y la genialidad también humana de sus estrellas; la victoria en el último minuto o la derrota inesperada, a veces de forma injusta o por azar, como la vida misma.

Como digo, el fútbol es también bastante asimilable a la forma en que se entiende la política. Votar se ha convertido en buena medida en expresión del forofismo. En el fútbol, a menudo, cuando se pierde, la culpa es del árbitro, que no vio aquel penalti o anuló un gol por fuera de juego que habría sido decisivo. El árbitro, en política, es el votante, que vota mal, ignorando la terribles faltas cometidas por el otro equipo, su marrullería y su juego sucio. Es difícil que cuando los colores nublan su vista, el aficionado esté más preocupado por las carencias de los suyos, que se han dedicado a sestear en el campo, a confiar en la victoria simplemente porque se consideran mejores, que por los deméritos del adversario. El fútbol, debido a las pasiones que desata de forma colectiva, hace muy difícil la autocrítica, separar el trigo de la paja. Si acaso, cuando finalmente aparece la autocrítica, porque se encadenan una serie de derrotas, más que autocrítica lo que asoma es el derrotismo, la pataleta, el todo mal, y la conclusión de que hay que echar a todos los jugadores, con el entrenador por delante.

Es verdad que los deportes en equipo tiene cosas buenas, enseñanzas importantes. Nos demuestran que, si alguien no hace bien su trabajo, por ejemplo, un defensa, el esfuerzo de los delanteros debe multiplicarse para compensarlo. Y aún así, es muy probable que el equipo fracase, porque en el fútbol, como en la vida, los errores graves de un miembro del equipo los pagan muy caros todos los demás. Sin embargo, la sociedad no se amolda bien a esta dinámica de la responsabilidad particular de cada uno que es evidente en los deporte en equipo, porque en la vida real los ciudadanos no somos dos equipos de 11 jugadores cada uno, donde la cicatería de un jugador salta a la vista y supone un alto coste que todos perciben. La sociedad la conforman millones de personas que, más allá de los círculos familiares o de conocidos, son anónimas. Y resulta bastante más fácil escaquearse sin que nadie se dé cuenta.

La épica del jinete solitario llena ese vació. Porque nos enseña lo que un hombre solo puede hacer, sin tener al lado a nadie que le pase la pelota para marcar o se la pida cuando los adversarios le cortan el paso y le rodean. El jinete solitario, si comete un error, tiene que apechugar con él sin excusas. Sabe que está solo y que si miente, si se descarga de responsabilidad, lo único que hace es engañarse a sí mismo. No tiene escapatoria, debe afrontar el reto por sí solo, con valentía.

Hay importantes verdades que el fútbol no puede reproducir por su naturaleza colectivista. Y es que la vida, por más que nos sintamos acompañados, nos obliga a afrontar sus trances más dramáticos, el fracaso, la desgracia, la enfermedad y la muerte, en solitario. Cuando hemos de pasar por el quirófano, por ejemplo, aunque tengamos seres queridos que nos acompañen hasta la puerta, una vez la cruzamos lo que venga lo tendremos que afrontar solos. Ellos no pueden hacerlo por nosotros. Nos guste o no, es nuestra vivencia. Lo mismo sucede con el fracaso. Podrán compadecernos y darnos ánimos, pero sufrirlo es una experiencia personal e intransferible. Nadie puede hacerlo en nuestro nombre. Con la muerte sucede lo mismo. El trance de morir es un trance solitario, porque somos nosotros quienes morimos.

Un hombre anónimo que salta a lomos de una máquina alcanzado alturas que ponen los pelos de punta, o circula a velocidades inauditas por las estrechísimas calles de la Isla de Man, no solo es épico. Es revelador por cuanto quien lo hace nos dice que al miedo se le vence convirtiéndolo en pasión por la vida y finalmente en deporte. Ya lo advertía Marco Aurelio, puesto que la muerte nos sonríe a todos, todo lo que un hombre puede hacer es devolverle la sonrisa.

Foto: Web Donut.

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