Si lo pensamos con frialdad, no tiene demasiada lógica racional sentir orgullo por acciones que no llevamos a cabo o por casualidades que nos tocan y que bien podrían haber ocurrido de cualquier otro modo. Sin embargo, sentimientos muy humanos, instintivos y profundamente enraizados en las necesidades sociales que nos han permitido avanzar como especie, hacen que yo me pasara el Día del Orgullo un par de horas largas pegado al televisor sufriendo como un nazareno hasta que España le metió el quinto a Croacia y el turco pitó el final. No fue orgullo lo que sentí, pero sí alegría. Desde luego no me causa ninguna vergüenza haber nacido donde me ha tocado, ni ahora, ni cuando caíamos sistemáticamente en los cuartos de final de cualquier competición futbolística por selecciones.
En las fiestas y manifestaciones de conmemoración de las protestas que tuvieron lugar tras la redada ocurrida el 28 de junio de 1969 en el Stonewall Inn de Nueva York se utiliza el mismo vocablo, orgullo, en este caso para contraponerse a la vergüenza que hasta no hace demasiado y en cualquier punto de occidente, suponía una condición sexual diferente a la que marcaba la norma social mayoritaria y que aun hoy está penada con la muerte en muchos lugares del mundo, donde el fanatismo religioso y el incivismo son los que determinan los usos y costumbres de la sociedad. Como en el caso anterior y por las mismas razones, la palabra orgullo no me parece la más adecuada desde un punto de vista puramente racional, cada uno es como es, pero a mí me supone una excusa estupenda para pasar un rato divertido, extravagante y transgresor y, por qué no, reivindicativo. Son dos motivos estupendos para correrse una juerga un lunes de verano.
Como bien sabía Tácito, el exceso legislativo no acarrea exceso de soluciones sino abundante corrupción. Cuando las páginas del BOE se escriben para contentar a cuanto colectivo, léase lobby, nos apoyó, lo que sucede es que esa corrupción de la que todos se aprovechan y disfrutan se carga de intereses contrapuestos
Desgraciadamente, de la misma manera que hay fanáticos que tergiversan la historia española pretendiendo que nos humillemos, pidamos perdón o nos pongamos de rodillas por supuestas atrocidades que en realidad jamás ocurrieron, existen fogosos partisanos que obvian otras realidades también atroces que sí ocurren en lugares no tan lejanos a lesbianas, gays o transexuales, porfiando para que ese irracional orgullo se torne otra vez en pesada vergüenza.
La cualidad más significativa del ser humano es la imperfección. Abre un abanico de diversas dualidades como el bien y el mal, la belleza y la fealdad, el placer y el dolor y otras que no existirían en un mundo perfecto. Así se nos permite apreciar el rango infinito de matices que quedan entre cada uno de los extremos de cada uno de estos binomios. Por desgracia – o quizá por suerte – no puede eliminarse uno completamente sin eliminar su opuesto. Sería imposible reconocer el civismo sin contraponerlo a la barbarie. No es posible dejar de luchar por la Libertad, en consecuencia.
Por este motivo es importante ser cuidadoso en los planteamientos que pongamos en marcha para defender cualquier causa. Muchos de ellos pueden ser contraproducentes. El modus operandi colectivista, como su propio nombre indica, lleva décadas categorizando en diferentes grupos o colectivos a cada uno de nosotros y asignándonos un papel en la Historia, en base, generalmente, a causas fortuitas de las que no podemos escapar. Siendo español deberás arrepentirte de lo que Cortés o Fray Junípero hicieran por tierras americanas, si además eres hombre eres un potencial asesino y como blanco eres un seguro esclavista. Colectivizar tiene estas cosas. Otra de esas cosas que tiene es la necesidad compulsiva de normativizar. A cada uno de estos grupos les aplico unas normas para que se haga el bien, eliminando el mal.
Como bien sabía Tácito, el exceso legislativo no acarrea exceso de soluciones sino abundante corrupción. Cuando las páginas del BOE se escriben para contentar a cuanto colectivo, léase lobby, nos apoyó, lo que sucede es que esa corrupción de la que todos se aprovechan y disfrutan se carga de intereses contrapuestos y ya se sabe que los intereses contrapuestos los carga el diablo. Ni se puede eliminar el Mal del mundo para que solo quede el Bien, ni se puede contentar a todos. Tampoco es baladí la indefensión que crea al ciudadano la imposición de reglas contradictorias. Es mejor no guiar nunca la Ley hacia esas sendas resbaladizas o acabaremos, como estamos acabando, con una Ley Trans que, a priori puede cargarse todas las aspiraciones de las leyes de cuotas o de la misma LIVG, por las que tanto pelearon las feministas de la enésima ola. Todas estas leyes españolas son un auténtico despropósito, pero parece que quieran acabar fagocitándose unas a otras en una extraña pelea fratricida. Al fin y al cabo la corrupción no son más que grupos de poder pugnando por su parte de la tarta.
Mientras tanto, pretensiones razonables y muy necesarias acaban convertidas en chufla. La invasión por la política, de nuevo, de una parte, que no colectivo, de la sociedad civil termina por caricaturizarla. No negaré que la deriva naif generalizada de la sociedad occidental, que infecta de forma notable al gobierno de la nación española, tiene gran parte de la culpa, pero es evidente que tan absurdo es pretender prohibir Friends o Harry Potter como pensar que el mero hecho de poner una bandera arcoíris en un balcón municipal evitará que el vecino homófobo de la localidad lo sea. Yo te diría que, más bien, al contrario. La política debería estar para otros menesteres, aunque, qué duda cabe, hay actuaciones inocuas y otras que no lo son.
Ningún tipo de información que revele pertenencia a un colectivo bien sea sexual, religioso, racial o de cualquier otro tipo debiera estar recogido en nuestra información pública. Si no eliminamos el DNI, eliminemos al menos la información irrelevante. Si pretendemos ser iguales ante la ley, no caben categorías, solo individuos.
Foto: Sharon McCutcheon.