En el debate actual sobre Oriente Medio se suele dar por sentada la existencia de un “Estado palestino” que habría sido arrebatado, y de un “pueblo palestino” concebido como sujeto histórico homogéneo. Ambas nociones son piezas centrales del relato dominante en la política internacional y en la propaganda contemporánea. Pero lo cierto es que ni existió nunca un Estado palestino como tal, ni el pueblo palestino fue una comunidad uniforme con continuidad histórica. Se trata de construcciones políticas recientes, cuya solidez histórica es, en el mejor de los casos, dudosa.

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Un nombre nacido como castigo

La tierra conocida hoy como Palestina formó parte en la Antigüedad de los reinos de Israel y Judea. Tras la destrucción de Jerusalén y la derrota de la revuelta de Bar Kojba en el año 135 d.C., el emperador Adriano impuso el nombre Syria Palaestina al territorio. No se trataba de una denominación inocente, sino de un castigo: borrar del mapa el nombre de Judea para intentar borrar la memoria del pueblo judío. Así nació el término que siglos después sería invocado como depositario de una legitimidad milenaria.

Durante la Edad Media y la época moderna, la región fue sucesivamente bizantina, árabe, cruzada, mameluca y otomana. No hubo en ninguno de esos periodos un Estado palestino, ni unas instituciones propias que se asemejaran a las de una nación soberana.

Cuando el Imperio otomano controlaba la región, hasta la Primera Guerra Mundial, lo hacía a través de divisiones administrativas —los sanjaks— que respondían a Estambul, no a una capital local. El territorio se integraba en lo que se denominaba Siria del Sur. La población era diversa: musulmanes árabes mayoritarios, cristianos de distintas confesiones, comunidades judías asentadas desde hacía siglos, además de drusos y beduinos. Había vínculos de clan, de religión y de ciudad, pero no una identidad nacional palestina tal y como hoy se invoca.

El Mandato británico y el nacimiento de una identidad

Fue con el Mandato británico, instaurado en 1920, cuando el término Palestine adquirió un significado administrativo claro, distinguiendo ese territorio de la Siria entregada a Francia. En esos años comenzaron a formarse las bases de una identidad política palestina, sobre todo como reacción al proyecto sionista y a la colonización europea. Conviene recordar, sin embargo, que en el Mandato británico “palestino” era una denominación amplia: también los judíos residentes se consideraban tales, hasta el punto de que el principal diario judío se llamaba Palestine Post.

La identidad palestina como sujeto político diferenciado no cristalizó hasta después de 1948 y se institucionalizó en 1964 con la creación de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Presentar al “pueblo palestino” como una comunidad histórica y homogénea anterior a la creación de Israel es, por tanto, un anacronismo.

El trauma de 1948: refugiados árabes… y judíos

La guerra de 1948, tras la proclamación del Estado de Israel, produjo un éxodo masivo de árabes palestinos: alrededor de 700.000 personas abandonaron o fueron expulsadas de sus hogares, en lo que el relato árabe denomina la Nakba (“catástrofe”). Muchos de ellos se asentaron en Gaza, Cisjordania o en campamentos en Jordania y Líbano, alimentando el núcleo del nacionalismo palestino contemporáneo.

Pero la historia de los refugiados no fue unidireccional. Al mismo tiempo, decenas de miles de judíos fueron expulsados o huyeron de ciudades y aldeas de la región. Hebrón, que albergaba una comunidad judía con raíces de siglos, quedó vaciada tras los pogromos de 1929 y la guerra de 1948. El barrio judío de la Ciudad Vieja de Jerusalén fue arrasado ese mismo año, sus sinagogas destruidas y sus habitantes expulsados, sin posibilidad de regresar hasta 1967.

Más allá de la región inmediata, entre 1948 y los años setenta casi 800.000 judíos sefardíes y mizrajíes fueron forzados a abandonar sus hogares en países árabes como Irak, Egipto, Siria, Yemen o Marruecos. Pogromos como el Farhud en Bagdad en 1941, junto con expropiaciones y expulsiones sistemáticas, hicieron desaparecer comunidades que habían existido durante siglos. La mayoría de esos refugiados recaló en Israel, en condiciones de precariedad comparables a las de los palestinos en los campos de refugiados. Naciones Unidas reconoció ya en 1957 que la cuestión de los refugiados judíos de países árabes formaba parte integral del conflicto de Oriente Medio, aunque esa memoria fue borrada del debate público.

Una entelequia contemporánea

El resultado es que el relato actual, según el cual Israel habría usurpado a un Estado palestino preexistente y expulsado a un pueblo homogéneo, es más una construcción política que una descripción histórica. Lo que existía antes de 1948 era un territorio plural, con comunidades diversas y sin un Estado palestino soberano. La identidad palestina quizá sea real y movilizadora hoy, pero su construcción es reciente, tanto como el sionismo moderno que llevó a la creación de Israel.

Al mismo tiempo, la memoria de los refugiados se ha contado de forma selectiva: se ha elevado la Nakba palestina como trauma fundacional, mientras se silencia el éxodo judío de países árabes y el desarraigo de comunidades locales que también fueron obligadas a huir. Recordar esa doble tragedia no significa competir en sufrimiento, sino devolver equilibrio histórico a una narrativa que ha sido utilizada de manera sistemática como arma política.

El relato de un Estado palestino arrebatado y de un pueblo palestino milenario responde más a la lógica de la propaganda que a la de la historia. No hubo tal Estado, ni una identidad nacional homogénea hasta fechas muy recientes. Y el drama de los refugiados, lejos de ser exclusivo, golpeó con igual fuerza a cientos de miles de judíos. Entenderlo así no equivale a negar la legitimidad de las aspiraciones palestinas actuales, sino a ponerlas en su justa perspectiva: como una construcción política moderna, fruto de un siglo convulso, y no como la continuidad de una nación ancestral arrebatada por la fuerza.

*** Marcelo Langarica.

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