Estuve recientemente en una reunión de tres días con personalidades de distintos países. Durante una comida, uno de los participantes en el certamen compartió con el resto de la mesa una conversación interesante sobre su paso por las Administraciones Reagan y Bush I, o cómo se puede crear una noticia falsa sobre la eficacia y seguridad de la hidroxicloroquina.

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En un momento, la conversación giró hacia la ideología identitaria, y nuestro interlocutor dijo: “yo, cada vez que me preguntan, digo que mi pronombre es XY”. Los pronombres tienen género gramatical, y en las personas hacen referencia a distinciones en su sexo. Hoy la identidad se plantea como un estado de ánimo de la persona, con independencia de lo que ella sea, y por todo ello hay una multiplicación de nuevos pronombres, que no dan abasto para referir las decenas de géneros que ganamos cada año. Como pronombre, XY tiene la desventaja de que es impronunciable, pero su sola presencia tiene un efecto disolvente muy propicio para elevar de inmediato la inteligencia media de la conversación.

Con la ideología identitaria regresa la barbarie jurídica. Los individuos no son personas por sí, sino que les define el grupo a que pertenecen, en función de su raza, sexo y demás. Pero ahora se está dando una nueva vuelta de tuerca, al proclamar el derecho de cada uno a definir su propia identidad jurídica

Me acordé del pronombre inventado por mi colega cuando, de vuelta en España, me enteré del proyecto de Ley impulsado desde el orwelliano Ministerio de Igualdad. El texto proclama que “toda persona tiene derecho a construir para sí una autodefinición con respecto a su cuerpo, sexo, género…”. Esta extraña formulación se manifiesta en la ley propuesta en que el cambio de sexo se podrá hacer a voluntad, desde los 16 años, y sin que sea necesaria la intervención de un médico.

En la actualidad, la persona que quiere cambiar de sexo en el registro necesita ser mayor de edad, hacer una exposición de motivos, y declarar el nuevo nombre personal (con ciertas restricciones). A ello se suman un informe médico que constate la disonancia de género y la ausencia de algún trastorno de la personalidad que pudiera estar interfiriendo en su decisión, y un segundo informe médico que acredite que la persona ha estado sometiéndose a un tratamiento de cambio de sexo al menos durante dos años. Este último informe no es necesario en algunas comunidades, como es el caso de Madrid o el País Vasco. Según la nueva Ley, de salir adelante sólo sería necesario visitar el registro.

El texto define la identidad de género, o sexual, como “la vivencia interna e individual del género tal y como cada persona la siente y autodefine, pudiendo o no corresponder con el sexo asignado al nacer”. Y un “trans” es alguien que se siente con un género distinto del “asignado al nacer”.

Un deseo, una pulsión, un sentimiento, puede parecer poco fundamento para hacer bueno el “derecho a construir para sí una autodefinición”, pero realmente no hace falta más. Cada uno puede definirse como sea. Eso no es lo que está en juego. La palabra “persona” viene de “personaje”. Y ésta de “per sonare”, que es como se llamaba en Roma a una bocina que formaba parte de una máscara que, en ocasiones, llevaban los actores en el teatro. “Persona”, por tanto, es un concepto ligado al papel que juega el individuo en la sociedad. Uno puede definirse a sí mismo como quiera, pero esa definición tendrá que ser aceptada por otros para que sea efectiva. Y los otros tienen el mismo derecho de considerar de los demás lo que les parezca más conveniente.

Pero hay más, porque ese papel que jugamos en sociedad también tiene un elemento jurídico. La visión liberal del derecho es la de un conjunto de normas fruto de la interacción social que poco a poco han ido adquiriendo un carácter general y abstracto, y que no entran en las circunstancias personales de cada uno, sino que se refieren a situaciones con consecuencias jurídicas, en las que entramos o no según sean nuestras acciones. Por ese camino hemos llegado a la convicción de que la ley debe aplicarse sin distinción de sexo. También de raza o posición social.

Ese carácter abstracto de la ley tiene que ver con el deseo de ignorar las circunstancias particulares de cada uno, y describir la estructura de normas, generalmente de carácter negativo, que nos permiten vivir en común (no robar, no matar…). El viejo principio “hágase justicia aunque perezca el mundo” hace referencia precisamente a esto, a que la aplicación de la justicia no debe tener en cuenta las circunstancias personales. La imagen de la justicia vendada abunda en la misma idea.

Con la ideología identitaria regresa la barbarie jurídica. Los individuos no son personas por sí, sino que les define el grupo a que pertenecen, en función de su raza, sexo y demás. Pero ahora se está dando una nueva vuelta de tuerca, al proclamar el derecho de cada uno a definir su propia identidad jurídica. El cromosoma no tiene nada que decir. La voluntad, en cada momento, es la que se impone. Y por esta vía el Estado, que cada vez discrimina más, que mira con ojo de Mordor lo que somos y lo que hacemos, puede perder una parte de ese poder.

Cualquiera debe tener el derecho de cambiar de sexo. Eso, en una sociedad libre, en la que no hay distinciones legales en función del cromosoma, no supone ningún problema. En la nuestra, donde se pretende definirnos en función de nuestra pertenencia a uno u otro grupo, en la que se quiere imponer una prelación de súbditos por castas, saltar de un grupo a otro a voluntad pone en peligro la misma lógica del sistema.

Las feministas han visto cómo la ministra de Igualdad está dispuesta a borrar su misma condición de mujeres. Los hombres, que ya ganan incluso en las competiciones femeninas de belleza, también lo harán en las de cualquier otro deporte. Y el estatus de agresor y de víctima, que se adjudica a las personas en función de su cromosoma, queda ahora al albur de un apunte en el registro civil. No hay ola feminista que rompa el rocoso reconocimiento público de ser mujer abierto a cualquiera.

Foto: Kyle.


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