Antes, los análisis en prensa de la trayectoria de un importante político que se retiraba consistían en desvelar cuáles fueron sus convicciones y si, durante el tiempo que ocupó el poder, fue coherente o no.

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Por el contrario, la marcha de Soraya Saínz de Santamaría, exvicepresidenta del Gobierno de España y durante años la mujer más poderosa de este país, fue acompañada de numerosos elogios en la prensa, en los que, sin embargo, nadie se aventuraba a desvelar cuáles fueron sus convicciones; menos aún si su trayectoria había sido acorde con estas o no.

A pesar de este misterioso vacío informativo no cabe duda de que a Soraya le movía una indisimulada voluntad de poder. Pero si esta ambiciosa política carecía de convicciones claras, de unas coordenadas ideológicas consistentes y reconocibles, ¿a qué obedecía su voluntad de poder?

El poder ¿para qué?

La respuesta a esta pregunta puede parecer fácil. Muchos responderán que el fin último de la voluntad de poder de Soraya era ella misma o, dicho de otra forma, el poder por el poder. Y podría valer como respuesta… si sólo se refiriera al personaje en cuestión. Ocurre, sin embargo, que este vacío, esta ausencia de una finalidad que vaya más allá de propio Yo se reproduce en demasiados políticos y gobernantes actuales de Europa y de América. De hecho, la pregunta “¿para qué quieren el poder los políticos?” resuena en todas partes.

Esta falta de una finalidad que vaya más allá de propio Yo se reproduce en demasiados políticos y gobernantes actuales de Europa y de América

En la actualidad, quienes aspiran a gobernar gastan ingentes cantidades de dinero en campañas electorales donde abundan compromisos grandilocuentes, promesas de resolver problemas complejos que, hasta el momento, se han mostrado intratables y juramentos solemnes de que, con ellos en el gobierno, se producirá una gran y beneficiosa transformación. La corrupción desaparecerá, se crearán millones de puestos de trabajo y el desempleo será testimonial, los cárteles de la droga serán desmantelados, la pobreza y las desigualdades serán historia.

Pero, una vez alcanzan el poder, los políticos rápidamente pierden su entusiasmo transformador. Se dedican a lanzar globos sonda y a maniobrar a golpe de encuesta. Las promesas electorales que suponen el más mínimo coste político son olvidadas y las buenas intenciones dan paso a una desesperante complacencia con el statu quo.

Al final, más allá de la efectista política de los gestos, sólo hay parálisis. Nada cambia o si cambia es para peor. Los problemas que prometieron resolver se agravan y se generan otros nuevos. Es entonces cuando surge la gran pregunta: ¿a qué obedece su voluntad de poder?

La voluntad inconsciente

Mucho se ha reflexionado sobre en qué consiste realmente la “voluntad de poder” en los tiempos modernos. La versión adulterada que se atribuye a Friedrich Nietzsche incide en la autorrealización del sujeto mediante la afirmación de los propios deseos. La voluntad de poder ya no consistiría sólo en afirmar la vida, como sostenía Arthur Schopenhauer, sino en una vida plena, creada por el propio individuo, convertido en dueño de sí mismo. Así, tendría voluntad de poder quien lograra que sus cualidades se desarrollaran al máximo, liberándolas de las antiguas convenciones sociales.

Esta falaz interpretación de la voluntad de poder de Nietzsche genera la engañosa idea de que el hombre moderno, una vez liberado de las antiguas convenciones sociales y de la rígida moral pública, se transformaría en un ser superior.

Una vez liberados de las convenciones sociales, no nos convertimos en los dueños de nuestro destino, sino que nuestros deseos y necesidades inconscientes nos dominan

Nada más lejos de la realidad. La voluntad de poder a la que se refiere el filósofo alemán surge de los deseos y necesidades inconscientes, de las pulsiones internas de nuestro yo. Es por lo tanto una voluntad irracional e inconsciente. No es el producto de nuestra voluntad consciente. Una vez liberados de las convenciones sociales, no nos convertimos en los dueños de nuestro destino, sino que nuestros deseos y necesidades inconscientes nos dominan.

Así pues, Nietzsche no veía a un individuo de capacidades potenciadas y más dotado que los demás, sino más bien una nueva forma del Yo constituido por infinidad de pulsiones libres de la voluntad consciente y del antiguo concepto de individualidad.

El gobernante que se sentía necesario

Sentirse necesario es una de las pulsiones más primordiales del ser humano. Y hasta hace no mucho, era en los jóvenes que acudían voluntariamente a la guerra donde esta pulsión se manifestaba con más nitidez.

Como explica Sabastina Junger, en el combate, los hombres se sienten no los más vivos, pero sí los más utilizados. Los más necesarios. Con un sentido pleno de finalidad. Esto suponía una atracción irresistible para los jóvenes. Si hubieran podido satisfacer esa pulsión en su hogar, no habrían querido ir a la guerra, pero su ansia de reconocimiento no encontraba lugar en un entorno que imponía un largo proceso de maduración para ser tenido en cuenta.

Aunque el “deseo de ser necesario” se manifestara en lo jóvenes con mayor claridad, no significaba que con la madurez desapareciera, simplemente se atemperaba. Hoy, que la juventud se ha convertido en un valor supremo en detrimento de la incómoda madurez, la búsqueda de reconocimiento, ese «deseo de ser necesario» se ha convertido en la pulsión que más influye en nuestras decisiones a lo largo de toda la vida. Es, en definitiva, el principal motor de nuestra voluntad de poder.

El gobernante en la burbuja

En realidad, los políticos actúan movidos por las mismas pulsiones que el resto de las personas. La diferencia radica en que su entorno las exacerba. La explicación es simple, en el ecosistema en el que se desenvuelve el gobernante tienden a acumularse infinidad de intereses y aspiraciones particulares que dependen de su supervivencia. En consecuencia, el entrono que rodea al gobernante tenderá a la adulación, a reflejar sobre él una imagen distorsionada de sí mismo.

Esta dinámica, donde prevalece la ilusión de ser necesario frente a la incapacidad para gobernar, es lo que termina convirtiendo el poder en un fin en sí mismo

Así, a pesar de sus promesas incumplidas, sus constantes rectificaciones, sus errores, incluso su incompetencia manifiesta y falta de convicciones, los intereses creados avivarán la voluntad de poder del gobernante persuadiéndole de que, de todos, él es el más necesario. Incluso, cuanto más demuestren los hechos que debe renunciar, o mayor sea la amenaza de que lo haga, más insistirá su entorno de que es irremplazable.

Esta dinámica, donde prevalece la ilusión de ser necesario frente a la incapacidad para gobernar, es lo que termina convirtiendo el poder en un fin en sí mismo. Evidentemente, la lucha entre los intereses particulares y el interés general no es un fenómeno nuevo, por supuesto. Es bastante viejo. Sin embargo, a lo largo del tiempo se han ido produciendo una serie de cambios que han contribuido a que esta dinámica desborde el control democrático.

Partidización y clientelismo

La opinión de que el político atiende a toda clase de intereses menos al interés general está cada vez más extendida. No se trata de un fenómeno que afecta sólo a España, también se reproduce en Francia, Italia, México, Argentina, Chile, Colombia… Y aunque es cierto que cada país tiene su propia problemática, hay una característica común: en todos estos países o bien hay una carencia de controles y contrapesos que degrada la calidad institucional o bien los intereses creados han ido deteriorando la democracia.

los partidos no podrían sostenerse por sí solos cuando tienden a representar sus propios intereses, para hacerlo necesitan poderosos aliados, como los medios de información, agentes financieros y las coaliciones de minorías que agitan a la opinión pública en su beneficio

Si los controles y contrapesos no funcionan adecuadamente, es cuestión de tiempo que el ciudadano pierda capacidad de representación. La democracia tenderá a degenerar en lo que algunos definen como “partidocracia”. Esto significa que los partidos, originariamente organizaciones donde las preferencias ciudadanas debían estar representadas y canalizadas, dejarán de cumplir su función: no representarán los intereses de los electores sino los suyos propios.

Evidentemente, los partidos no podrían sostenerse por sí solos si tienden a representar sus propios intereses, para hacerlo necesitan tener de su parte a poderosos aliados, como los medios de información, agentes financieros y coaliciones de minorías que agiten a la opinión pública en su beneficio. La «partidización» de la democracia degenera así en la compra de voluntades y el intercambio de favores, es decir, en el clientelismo político.

Cuando este clientelismo alcanza extensión suficiente como para convertirse en la principal palanca de poder, gobernar deja de consistir en tomar decisiones óptimas y se convierte en el tan complaciente como desesperante mantenimiento del statu quo. Los sucesivos cambios de gobierno devienen en lampedusianos: todo cambia… para que todo siga igual.

El sutil freno de las convenciones morales

Hasta hace no mucho, además de los consabidos controles y contrapesos democráticos, existían también otros sutiles mecanismos que limitaban los excesos de los gobernantes y de sus entornos. Estos frenos eran precisamente los que la voluntad de poder de Nietzsche habría eliminado: las convenciones sociales y la moral pública.

A pesar de que los políticos de antes eran tan ambiciosos como lo son los de hoy, solían asumir un cierto equilibrio entre sus aspiraciones y el respeto a la sociedad a la que prometían servir

A pesar de que los políticos de antes eran tan ambiciosos como lo son los de hoy, solían asumir que era necesario un cierto equilibrio entre sus aspiraciones y el respeto a la sociedad a la que prometían servir. Querían sentirse necesarios y satisfacer su voluntad, pero aceptaban que a cambio debían cumplir en alguna medida las expectativas de los ciudadanos. Era lo justo, lo moralmente correcto. Esta convención moral no sólo estaba presente en el gobernante, también en los asesores y personas de su entorno. Y aunque lo que inicialmente partía de una convención moral se traducía finalmente en una mera transacción, no dejaba de ser una transacción conveniente, al fin y al cabo.

Con la voluntad de poder de Nietzsche, estos sutiles mecanismos que moderaban las pulsiones, no ya de los políticos sino de las personas en general, tendieron a desaparecer. Y las sociedades empezaron a deslizarse por la resbaladiza pendiente de la autosatisfacción y el egocentrismo. Después de todo, sería muy difícil que los gobernantes actuaran como lo hacen si, de alguna manera, numerosos ciudadanos no se hubieran degradado también.

De hecho, el propio Nietzsche reconoció que el «Superhombre» que iba a emerger en las sociedades modernas no sería mejor que el modelo que iba a remplazar. Admitía que su aparición significaría el advenimiento del nihilismo, el fin de los valores y de los sistemas de valores. Aun así, en su opinión supondría una liberación que debía ser celebrada. Lamentablemente, el tiempo ha demostrado que se equivocaba: no era una liberación sino una peligrosa enfermedad.

Foto: Andrew Worley


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