Muchos recordarán la delirante escena de La vida de Brian en que las distintas facciones de algo así como el movimiento de liberación de Palestina discutían sobre cosas que hace años parecían cómicas y ahora son casi derechos fundamentales. En comparación con lo que hemos vivido estas pesadísimas semanas esos debates de la Monty Python, además de ser proféticos tenían la ventaja de ser cómicos, de dibujar un espacio de libertad entre la palabra y la realidad.

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En esta horrenda campaña hemos padecido sandeces similares, pero dichas en serio y perpetradas con un sádico deseo de aburrir, de espantar, de hacer que nadie que no sea muy de los nuestros vote a nadie. El presidente del gobierno, que parece creerse en el derecho de jugar con ventaja, se ha paseado por las Españas imitando a los padrinos de bautizo de hace unas décadas. Estos se asomaban a las puertas de las iglesias con la grey bautismal y tiraban monedas y caramelos a los arrapiezos que acudían a esa forma antigua de piñata… a ver lo que pillaban. Los niños de esa época ya ida gritábamos aquello de “¡eche usted padrino… y no se lo gaste en vino!” y aplaudíamos cuando caían las dádivas.

La costumbre de no proponer nada que no sea una tomadura de pelo está muy extendida y pretenden disimularla con alusiones al particular apocalipsis que cada uno imagina tras la victoria del adversario

Ahora ya no hay niños que aplaudan el gesto torero del padrino generoso, con el presidente/padrino bastan los apparátchiks que aplauden lo que se les eche, aunque a veces ni ellos acuden, como le pasó a la exministra candidata a la alcaldía de Madrid que se tuvo que poner a bailar a ver si alguien se paraba a verla.

Sé que es aburrido insistir en que los partidos son auténticos especialistas en trucos de la peor estofa, que ya no son ni buenos ni malos, sino incorregibles como decía Borges de los peronistas, pero me asombra ver hasta qué punto son incapaces de hacer un mínimo de autocrítica para tratar de entender la razón por la que los ciudadanos no dependientes de sus dádivas, por desgracia no demasiados, los consideran tan poco recomendables como una plaga.

Nunca saben pedir disculpas, siquiera sea pro forma, por lo que hayan podido hacer mal y no pueden ser que lo hagan todo bien cuando tienen todo el poder en sus manos y nuestra España lleva década y media cuesta abajo y sin que sea fácil abrigar la esperanza de que vayamos a ser capaces de frenar antes de estrellarnos del todo. Su incapacidad para analizar lo que les pasa solo admite comparación con lo único que no tiene límite, con su empeño indomeñable en ganar como sea. Me ha llamado la atención, por ejemplo, que el PP madrileño, que tiende peligrosamente a comportarse como un PNV de Madrid, hay hecho suyo el lema de “Ganas de ganar”, al menos son sinceros, exhiben con pretensiones de modernidad una absoluta complacencia en su majeza, y con tan ligero equipaje han hecho, por cierto, el video de campaña menos político que yo haya podido ver en mí ya larga vida.

Que el PP presuma de ganas me recuerda otra escena surrealista y muy divertida de la historia del cine. En Los hermanos Marx en las carreras Groucho y sus compinches tienen un problema que consiste en que un caballo ganador se niega a correr como sabe salvo cuando escucha la voz de su antiguo dueño, un maltratador equino. A Groucho se le ocurre acercar un micrófono disimulado al malvado sujeto en cuestión y se dirige a él diciéndole “sería usted tan amable de decir al público lo miserable que es”, momento en el que el personaje prorrumpe en alaridos que, amplificados por los altavoces, hacen que el caballo remiso empiece a correr como una exhalación.

¿Es posible que el PP no comprenda todavía que muchos españoles, gran parte de los millones de ciudadanos que han dejado de votarle, lamentan que el PP se reduzca a ser un numeroso grupo de profesionales de la política decididos a lo que sea con tal de ganar? Así parece en tantas ocasiones, cuando se ve que los partidos, todos sin excepción, solo pretenden convencernos de la superior maldad del enemigo.

La costumbre de no proponer nada que no sea una tomadura de pelo está muy extendida y pretenden disimularla con alusiones al particular apocalipsis que cada uno imagina tras la victoria del adversario. Por medio de tan prudente estrategia los dos grandes partidos se han desangrado y tampoco es que haya aparecido nadie con la lección aprendida.

Da la sensación de que todos se hayan puesto de acuerdo en la pretensión de que ellos harían las cosas mejor, pero sin explicar cómo, de forma que, al final, se condenan a proponer cosas idénticas y tienen que dedicar un esfuerzo ímprobo a demostrar que no son las mismas, sino muy distintas, lo que no consiguen al tiempo que muestran un grave desprecio por la inteligencia de los votantes.

En este punto, tienden a refugiarse en la ideología, en los principios, pero acaban incurriendo en una serie de vaguedades que se les antojan poseedoras de un efecto movilizador en los suyos, pero vuelvo a remitirme al desesperado baile de doña Reyes Maroto para mostrar que ese no parece ser el caso. La ideología, que debiera ser una especie de neuroléptico, un calmante capaz de incitar a la concreción, al estudio y a la paciencia, les sirve como excitante de masas, a Dios gracias con un éxito bastante descriptible.

Escuchando a muchos de ellos tal parece que anuncien una guerra, a veces la llaman cultural para darse pote, tras cuyo final victorioso ya no tendrían que esforzarse en convencer a nadie, ya no habría nada que elegir porque estaríamos, por fin, en buenas manos lo que a algunos no deja de recordarnos una esperpéntica marcha atrás. En lugar de asumir que existe un pluralismo social y que la democracia es la manera de organizar civilizadamente una convivencia entre gentes que entienden que la concordia y el respeto a la ley y al pluralismo son siempre mejores que el abuso, la arbitrariedad y el desorden, nuestros políticos prefieren sentar plaza de higienizantes, exterminadores y derogantes.

Es cierto que, al menos de momento, no les hacemos mucho caso, pero habrá que esperar que la sangre no llegue al río y que los ciudadanos seamos capaces de enseñar a los partidos que no queremos la dictadura de unos pocos, malamente encubierta con elecciones, y que ellos han de empezar a respetar las instituciones, cosa que no hacen, la libertad de opinar y la capacidad de participación de los ciudadanos, un objetivo cuya sola mención suele producirles un ataque de risa floja.

Foto: Partido Popular de Galicia.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web