La libertad del hombre no arraiga tras unas manos apartadas de cualquier rastro de cadenas, pues a las buenas expresiones de independencia le suceden otras tantas que subyugan su libre disposición. Tampoco reposa en el carácter ya que a veces se valentona en la visión de los buenos héroes, para en otras ocasiones reducir su ímpetu hasta el extremo del miedo o del error. Tampoco lo hace en la razón que erigiendo sobre su lógica las leyes que se dan los hombres al ejercicio de la libre autonomía, coacciona servido por los mismos principios que dieron forma a esa libertad. Entonces ¿dónde encuentra el hombre esa fuente imperecedera de autenticidad que tanto anhela? En las rodillas. Sí, allí hincadas en el suelo el hombre fija inmutable su voluntad derritiendo los caprichos que ora lo desplazan como un juguete a lo largo de un mar de estímulos ora lo confirman en el error de los más bajos instintos.

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Pero hay más. El hombre que se fija a la tierra no solo se desprende del poder de sus articulaciones para hacer de su paso un camino personal antes se sirve de ellas para reconocer que el único camino en libertad es el no camino; o mejor dicho, es aquel camino sin zancada. Va labrándose el tiempo a la vez que se mantiene atado al suelo, humillado y despojado de esa grandeza de naipes que recrea con su imaginación. Al igual que los ingredientes se hacen alimento va cuajando en el hombre sencillo una unidad fecunda a partir de esos deseos que, en cambio, aislados lo tienen cual asno de Buridán. Arrodillado, sus ojos ya no necesitan vislumbrar ningún horizonte, y volado hacia el silencio de la quietud los ofrece al cielo. Con ello, el hombre ha perdido velocidad pero ha ganado hondura; ha perdido los alicientes de una vida novedosa pero ha ganado firmeza; ha dejado de comprometer(se) para ofrecer(se). Ahora un hombre es el hombre. Y así, ve superada las tentaciones de la falsa autonomía, despojo del género humano, para abrirse al encuentro con su verdadera obra; su vocación.

La vocación viene de voz, de voz que te llama y a la que respondes con tu propia vida. Para eso el hombre tiene que recibirla y así dejarse recibir por ella. Solo el silencio del hombre orante, del arrodillado, que se sabe ofrecer, está en condiciones de agarrar esa voz no como un silbido al que presta su atención momentánea, más antes como una donación. Me dono en aquello que me llama; esto es, me doy en mí vocación.  Y entonces, el hombre se hace grande, tan grande que ya no cabe en esa otra aspiración a la que llamaba libertad, porque su vivir ya no es estar en esto o en aquello; todo lo contrario, es servir a la causa más grande; su llamado. ¿Y quién es ese o eso que lo llama? No puede ser de este mundo que te requiere estar en alerta, sigiloso, eligiendo; debe ser algo en sintonía con ese hombre que se arrodilla; debe ser algo que habla en silencio, que se da todo el tiempo, que es solo una voz y no otra, que viene de arriba; tiene que ser de Dios.

Nada hubiera cambiado en Roma si la revolución de Espartaco hubiese triunfado. Se habrían tambaleado las instituciones, el derecho, y quizás también hubiera dado forma a nuevas y más cruentas luchas entre romanos pero la realidad de la esclavitud habría quedado inalterada. Los esclavos no buscaban liberarse de sus cadenas; querían mandar sobre la de los demás

En su incredulidad, algún lector se sorprenderá de que las rodillas, otra vez símbolo vergonzoso de la servidumbre más abyecta pueda esconder el tesoro más valioso del hombre; su libertad. Pero esto solo ocurre porque ha confundido los escenarios; ha dotado de lógica religiosa el mundo de los intereses, o quizás haya hecho lo contrario. Me explico lanzando toda una declaración de intenciones. Que la democracia no es libertad; la democracia es cambio. Solo la verdad es libertad y la libertad, verdad.  Acerquémonos al dilema que tuvo que afrontar Pilatos para sacudirnos. No fue de él un simple “lavarse las manos” ante Jesús o el de evitar altercados que pusieran en tela de juicio su eficacia pacificadora; lo que realmente afronta el prefecto es algo mucho más delicado. Es de suyo decidir si la verdad se extiende más allá del acuerdo (constructivismo social) y si así lo fuera bajo qué parámetros de la existencia humana cabe esperarse. Muchos habrán hecho uso del error del gobernador de Judea para justificar dictaduras militares. Sin embargo, el error nace aquí. Lo que enfrentaba Pilatos no era una disquisición asamblearia con tintes religiosos sino más bien otra religiosa con trascendencia política; era la idea misma del bien la que estaba en juego. Al condenar a Jesús por aclamación popular no lo hace acelerando una injusticia cuanto negando el principio inalterable de verdad. Por eso el pueblo queda condenado ante un homicidio irrepetible que es a su vez perdonable (Padre perdónalos porque no saben lo que hacen). Lo contrario habría sido instituir una verdad única sobre acontecimientos políticos cotidianos y claramente alterables. En este caso el pueblo queda violentado y finalmente empobrecido por un hecho que es imperdonable (al mal político se le sustituye) pero repetible (la democracia concede oportunidades de resarcimiento). No es en la voluntad de algún otro donde obra la sumisión del hombre sino de frente a la verdad que la hace plenamente liberadora. Y si no lo creen vean cómo la conciencia de la libre sumisión no solo daña la libertad antes la hincha como un globo.

En un primer momento tenemos la sumisión. Este es el grado servil más aberrante que ha hecho por gobernar la existencia del hombre desde los albores. Todos retenemos en la mente a esos esclavos que acumulan piedra sobre piedra, día sobre día todos iguales donde nada les asiste más que la rigurosa obediencia. En ellos no hay nombres, solo la fría obediencia de la que están tan lejos de llegar a reconocer. La conciencia del hombre va escalando y se topa con la segunda fase donde la sumisión se hace consciente. En esta etapa de madurez aparece un nombre: Espartaco. La conciencia despierta la rabia y la revolución de esclavos se hace patente. Sin embargo, todavía aquí no hay una verdadera libertad tan solo agitación. Solo un hombre es libre, Espartaco, el resto se ve aplastado por el anonimato de una sumisión que solo alterará el sentido de la coacción pero nunca su naturaleza. Nada hubiera cambiado en Roma si la revolución de Espartaco hubiese triunfado. Se habrían tambaleado las instituciones, el derecho, y quizás también hubiera dado forma a nuevas y más cruentas luchas entre romanos pero la realidad de la esclavitud habría quedado inalterada. Los esclavos no buscaban liberarse de sus cadenas; querían mandar sobre la de los demás. Solo en un tercer momento la conciencia de la sumisión se eleva a libertad en la sumisión. Aquí nos viene al pelo la esclava Fabiola protagonista de la deliciosa novela del cardenal Wiseman. La susodicha azafata de ferviente catolicidad es capaz de superar la institución de la esclavitud sin deshacerse de ella cuando ve en su ama a una igual en la diferencia de los roles de clase. Ya no aspira a liberarse de nada, no se alía con la violencia para maquinar algún tipo de conspiración; su espíritu reposa tranquilo elevado a lo más alto. Ha limpiado la aspereza que cunde en Espartaco y se da a sí misma la condición de universal humanidad que la institución romana no está en grado de reconocer. He aquí precisamente cómo en su fe, desde esas mismas rodillas en oración, Fabiola ha alcanzado la libertad que la aferra a sus cadenas. Vive tranquila; emancipada de su condición servil. Yo, confiado, no aspiro a liberar el mundo antes bien, como Fabiola, a liberarme desde él. Por eso en ti confío Señor.

Foto: Jackson David.


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Antonini de Jiménez
Soy Doctor en Economía, pero antes tuve que hacer una maestría en Political Economy en la London School of Economics (LSE) por invitación obligada de mi amado padre. Autodidacta, trotamundos empedernido. He dado clases en la Pannasastra University of Cambodia, Royal University of Laws and Economics, El Colegio de la Frontera Norte de México, o la Universidad Católica de Pereira donde actualmente ejerzo como docente-investigador. Escribo artículos científicos que nadie lee pero que las universidades se congratulan. Quiero conocer el mundo corroborando lo que leo con lo que experimento. Por eso he renunciado a todo lo que no sea aprender en mayúsculas. A veces juego al ajedrez, y siempre me acuesto después del ocaso y antes del alba.