En los últimos años de su vida el gran pensador humanista Erasmo de Rotterdam se vió presionado tanto por luteranos como por católicos a cuenta de su particular visión heterodoxa del cristianismo. Su encendida defensa de la llamada Devotio moderna, que buscaba recuperar las esencias del primitivo cristianismo frente a la vana erudición escolástica y las supersticiones paganas a las que había sucumbido la iglesia romana, chocó frontalmente con la intransigencia tanto de reformados, que le exigían dar un paso al frente y convertirse a la nueva doctrina, como de los católicos que no entendían el sentido de sus críticas al luteranismo, si éstas no iban acompañadas de una adhesión inquebrantable a los postulados de la única iglesia verdadera: la católica. Ni católicos, ni protestantes entendían que en la obra de Erasmo lo que en realidad subyacía era una encendida defensa y elogio del humanismo, tan magníficamente expresado en la célebre Oratio de hominis dignitate.

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Lo que Erasmo desaprobaba en último término tanto en luteranos como en católicos era su profundo antihumanismo, su exagerado recelo hacia el ser humano y sus potencialidades, en cuanto ser creado a imagen y semejanza del creador. Para los católicos el ser humano, sin la mediación de la Iglesia, era una criatura incapaz de relacionarse con el creador. Para los Luteranos, muy influidos por el pesimismo antropológico de San Agustín, el ser humano estaba irremediablemente encaminado hacia el mal, como consecuencia del denominado pecado original.

En el siglo XX los humanismos defendidos por autores como Heidegger, Sartre, Primo-Levi o Ricoeur se vieron fuertemente contestados por las tendencias estructuralistas que declararon el fin del hombre y su subsunción en estructuras que lo determinaban y lo condicionaban sin remedio. En pleno siglo XXI, una centuria que va camino de ser un tercer renacimiento del antihumanismo, la hegemonía de la que gozan los discursos feministas, ecocatastrofistas y animalistas amenazan de nuevo el ideal en la confianza en la humanidad como generadora de nuevas posibilidades de hacer del mundo un lugar más habitable.

En los discursos antihumanistas, los de ayer y los de hoy, el ser humano es presentado con contornos cada vez más sombríos. Parece como si la selección natural, azarosa como la presentó Charles Darwin, hubiera errado gravemente al hacer aparecer sobre la faz de la tierra al depredador más temible y destructor de todos: el homo sapiens sapiens

En los discursos antihumanistas, los de ayer y los de hoy, el ser humano es presentado con contornos cada vez más sombríos. Parece como si la selección natural, azarosa como la presentó Charles Darwin, hubiera errado gravemente al hacer aparecer sobre la faz de la tierra al depredador más temible y destructor de todos: el homo sapiens sapiens. 315.000 años en la faz de la tierra, según las últimas evidencias arqueológicas, que han traído como consecuencia, o eso al menos es lo que afirman los neomilenaristas posmodernos, que el planeta se encuentre al borde de la extinción.

Frente al alarmismo generalizado hoy en día, hábilmente instrumentalizado por instancias de poder globalista, caben dos posiciones antitéticas. Una es el llamado negacionismo, que atribuye todo este alarmismo al relato malintencionado de una serie de poder fácticos interesados en realizar cambios culturales de amplio calado en el planeta. Otro es sucumbir a esta nueva religión neomilenarista que exige hasta sacrificios humanos para aplacar la ira de la diosa Gaia, supuestamente enfadada por los desmandes del ser humano con la biosfera y el clima. Ahora, como ocurría en los tiempos de Erasmo, a los pensadores heterodoxos se les exige una toma de partido inequívoca en favor o en contra de “alguna de las dos iglesias en conflicto”. La del negacionismo más burdo, que cuestiona que las acciones humanas hayan tenido un impacto evidente en el planeta y la del antihumanismo de sesgo posmoderno que presenta su versión posmoderna de las famosas 95 tesis luteranas, en forma de telediarios, sermones apocalípticos y observatorios climáticos, que nos advierten sobre el colapso inminente si no nos convertimos a la iglesia verdadera de los adoradores newage del cambio climático de origen exclusivamente humano.

En este artículo no me voy a centrar en analizar las evidencias científicas en favor y en contra de un cambio climático vinculado a los efectos de las llamadas II y III revoluciones industriales. En esta misma publicación Luis I Gómez Fernández, mucho más versado que yo en cuestiones científicas, tiene una amplia selección de artículos bastante críticos con ese supuesto consenso científico al respecto. Incluso desde el punto de vista de la filosofía de la ciencia, cabría objetar que ninguna proposición puede pasar por científica si niega, de antemano, la propia posibilidad de su refutación. Precisamente ese hostigamiento creciente que sufren los escépticos con respecto al problema climático es lo que más suspicacias debería hacer surgir con respecto a ciertos discursos que poco o nada tienen de científicos, si tienen que recurrir al silenciamiento o al hostigamiento de visiones críticas.

Otro asunto enteramente distinto del que si me quiero ocupar aquí es del renacimiento del milenarismo de corte medieval, fenómeno estudiado por el historiador inglés Norman Cohn en su célebre obra En pos del milenio. En esta obra Cohn, que estaba convencido de que los totalitarismos del siglo XX no eran sino reformulaciones del milenarismo medieval, analiza las condiciones sociológicas que favorecen el desarrollo de ideas sobre el fin del mundo que logran trasmitirse con relativa facilidad hasta el punto de convertirse en un resorte para la movilización de las masas.

Cohn constata en su obra que el milenarismo surge precisamente entre ciertos sectores de la población al margen del sistema, que buscan alcanzar notoriedad a través de la difusión de ideas de corte apocalíptico. Intelectuales desahuciados por el sistema, que ya no encuentran acomodo debido al cambio de paradigma sociopolítico, antiguos clérigos venidos a menos, eremitas que creen haber sido sujetos de alguna revelación fuera de lo común o simplemente oportunistas que son capaces de presentar un mensaje de esperanza en tiempos convulsos y de desconfianza en los resortes del propio sistema para hacer frente a una gran variedad de riesgos existenciales. Justamente eso es lo que se observa en estos tiempos posmodernos, no tan alejados de la incertidumbre del bajo medievo como pudiéramos pensar. Intelectuales criados bajo los pechos del marxismo leninismo, que ante la incapacidad de derrotar al enemigo capitalista triunfador en 1989, en lo teórico y en lo práctico, se refugian en la prédica del fin del mundo como forma de ganar un batalla ideológica que ya daban por perdida. Casos como los de Zizek o Chomsky casan perfectamente con esta caracterización. Por otro lado, no es difícil encontrar paralelismos entre Greta Thunberg y heroínas místicas de la Edad Media como Juan de Arco o Margarita Porete.

En todos estos discursos apocalípticos subyace claramente una minusvaloración de lo cultural frente a lo natural. Prescindiendo de los orígenes remotos de esa tendencia, que podría rastrearse en las obras de ciertos sofistas de la antigua Grecia, la tendencia actual claramente bebe de ciertos descubrimientos en el campo de la genética, la etología o la primatología que tienden a difuminar cada vez más lo humano y lo animal. Al establecer una mera diferencia cuantitativa que no cualitativa entre lo animal y lo humano, dichos autores llegan a la conclusión de minusvalorar lo cultural como forma superior de evolución de lo humano.

Jacques Ruffiè publicó un controvertido ensayo en 1976, De la biología a la cultura, donde establecía una serie de semejanzas y diferencias entre la evolución natural y la evolución cultural, destacando la inmensa ventaja evolutiva que suponía la evolución cultural, dominada por la idea de finalidad, frente a la ciega evolución natural dominada por la idea de azar y el por el enorme coste en tiempo y recursos biológicos que esta lleva aparejada. Aunque las tesis de Ruffiè han sido matizadas y superadas en algunos aspectos, hay un hecho innegable, la cultura humana es la responsable de los innegables logros de la especie humana. Entre ellos, el de poder afrontar los desafíos y retos que se le presentan sin tener que depender de las escasas invarianzas de un código genético determinado, como les ocurre a otras especies biológicas.

Paradójicamente, Ruffié, el gran valedor de la idea de evolución cultural como garantía de la superioridad de lo humano, ya advertía, haciendo una cierta analogía muy forzada entre biología y cultura, de los riesgos de que se nuevo “órgano cultural” se hipertrofiara, creciendo tanto hasta el punto de no ser funcional. Lo que los biólogos llaman una hipertelia. Precisamente en este punto es donde creo radica la postura más comedida y responsable en relación con el llamado cambio climático. Ni sucumbir al milenarismo, ni desconocer los riesgos de ignorar el poder destructor del ser humano con respecto a sí mismo y su entorno, pero siendo conscientes de las enormes posibilidades que nuestro mayor desarrollo como especie nos ofrece para afrontar desafíos climáticos. Un cierto “erasmismo ecológico” no nos vendría por lo tanto nada mal, en estos tiempos tan convulsos de antihumanismo creciente.

Imagen: Geralt


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