Pronto se cumplirán, ¡ay!, veinte años de los atentados contra las Torres Gemelas y contra el Pentágono. Todo el mundo pudo ver al segundo avión estrellándose contra la Torre Sur. Aquello inauguró y agotó el género del reality show. Fue un atentado de una maldad y una audacia aterradoras.

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Osama Bin Laden nos hizo pensar que podían hacer cosa contra nosotros, pronombre que sólo podíamos pronunciar los mejores. Había atacado al corazón de la primera democracia del mundo, y había hundido uno de sus símbolos más señeros. Bin Laden utilizó como proyectil uno de los símbolos de la globalización liberal, los aviones de pasajeros. Era una de las paradojas propias de las sociedades libres: ofrecen a sus enemigos los medios para destruirlas. Lenin ya dijo “los burgueses nos venderán la soga con la que vamos a ahorcarlos”.

Alan Butler, director ejecutivo del Electronic Privacy Information Centre, señala que el grueso de la actividad de vigilancia de nuestras comunicaciones se dirige al conjunto de la población, de la que el propio Gobierno dice estar defendiendo su libertad

Las lágrimas se mezclaron con el polvo que cubrió la ciudad de Nueva York. Pronto, esas lágrimas serían también de rabia. Con el World Trade Center se derrumbó el optimismo con que se veía el futuro más inmediato. La Guerra Fría había terminado con el desplome del bloque soviético, la principal amenaza de la democracia en todo el mundo. La victoria de la democracia hacía pensar que viviríamos unas décadas de paz y cooperación económica por medio del comercio internacional. El presupuesto de Defensa de los Estados Unidos era menos de un tercio del que manejaba en las postrimerías de la Guerra de Vietnam. Y quedaba por debajo de la mitad del que había en la época de Reagan, cuando se puso en marcha la Iniciativa de Defensa Estratégica: una malla de defensa anti misiles que se denominó en su momento star wars.

No sólo los Estados Unidos, sino las democracias occidentales se enfrentaban ahora a un nuevo enemigo. No se trata de poderosos Ejércitos, nutridos de centenares de miles de hombres uniformados y bien armados, acompañados por una poderosa industria de destrucción, con un Gobierno al mando. Ahora los enemigos, en el mejor de los casos, eran redes discretas e informales de fieles dispuestos a ganarse la vida con un fusil al hombro, y a perderla en un atentado suicida. En el peor, basta con que un traficante de drogas sin suerte pueda vehicular su rabia contra la sociedad en un atentado en nombre de Alá.

Este cambio en la faz del enemigo exigía, por parte de los Estados Unidos, un cambio radical de estrategia, y un modo distinto de entender la guerra y de llevarla al terreno. Una respuesta fue la de sustituir a los gobiernos que sostuviesen a grupos terroristas. Los últimos acontecimientos en Afganistán dan la medida de su éxito.

Otra de las cuestiones que se suscitaron entonces fue la reforma de la inteligencia. A nadie se le había ocurrido que un grupo terrorista podría actuar contra el país de ese modo. La CIA llegó a contar con la opinión de algunos guionistas de cine, para que les señalasen otros puntos débiles.

También se suscitó la cuestión de si el problema que había tenido el país era si tenía demasiados centros de inteligencia, cada uno demasiado celoso de su información y sus conjeturas. Unos propusieron centralizar todos los servicios. Richard Posner, juez y economista, sugirió una solución más razonable: la información debe ser compartida. Pero es bueno que haya distintos centros de inteligencia, pues cada uno interpretará la información según un pensamiento propio. El resultado es una inteligencia más rica y variada, que en sucesivas lecturas puede arrojar mayor luz que un único centro de pensamiento.

Otra de las cuestiones que cambiaron fue la relación del Estado con los ciudadanos. Como cualquier fiel de Alá puede convertirse en un terrorista, y cualquier persona puede adoptar la religión de Mahoma, el Gobierno Federal de los Estados Unidos fue ampliando su objeto de espionaje hasta cubrir potencialmente a toda la población de aquél país, e incluso del resto del mundo.

Esta historia la ha resumido el diario The Wall Street Journal en un reportaje titulado 9/11 Triggered a Homeland Security Industrial Complex that Endures. “La Guerra contra el Terrorismo requirió identificar pequeñas redes que se fusionaban con las poblaciones locales. Para descubrirlos, la política de EE. UU. Requería enormes bases de datos nuevas, y oficinas con un gran poder de recopilación de inteligencia para extraer los patrones de los terroristas en la población”.

La mal llamada Patriot Act permitió la recolección masiva de información de los ciudadanos. Pero en este asunto, ni una ley tan invasiva como esta puede dar cobertura al uso que le ha dado el Gobierno Federal al espionaje de sus ciudadanos. Alan Butler, director ejecutivo del Electronic Privacy Information Centre, señala que el grueso de la actividad de vigilancia de nuestras comunicaciones se dirige al conjunto de la población, de la que el propio Gobierno dice estar defendiendo su libertad.

La experiencia de las dos guerras mundiales más la de Vietnam y otras que han librado los Estados Unidos es que las medidas que se adoptan por la emergencia causada por la guerra 1) No se retiran cuando la guerra ha terminado, si no es con mucho esfuerzo. 2) No sólo se utilizan con ese objetivo, sino que se utilizan para cualquier otro objetivo que pueda tener entonces el Gobierno federal. A ello hay que añadir que la guerra contra el terrorismo no tiene fin, y que el enemigo potencial es todo el mundo.

El Estado panóptico ha llegado para quedarse.

Foto: Chris Yang.


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