Arcadi Espada hacía un ingenioso juego de siglas con ser pro-vox y anti-vax a cuenta de la negativa de Santiago Abascal a declarar públicamente si se ha vacunado contra el COVID-19. Una negativa que llevaba a Rafa Latorre a acusar al líder conservador de esconderse “tras la confidencialidad del historial clínico”, como si el derecho a la privacidad hubiese sido cancelado y viviésemos en un panóptico de vigilancia orwelliana.
Hay un movimiento obligacionista que no solo defiende la racionalidad de la vacunación sino también la necesidad de que sea obligatoria, forzando a los calificados como negacionistas, un estigma de resonancias asociadas al nazismo, a vacunarse en aras de la salud pública. Ante la inesperada pinza entre Pedro Sánchez y Santiago Abascal para no crear campos sanitarios de concentración, cuyo lema podría ser “La vacuna os hará libres”, Espada se declara “ilustrado homeless”.
La pandemia es un suceso terrible pero puntual. El totalitarismo es una pauta que se cierne como una espada de Damocles sobre nuestras sociedades occidentales en base a la necesidad hiperracionalista de una planificación absoluta
Que haya ilustrados partidarios de implantar un estado autoritario en nombre de la salud pública, la seguridad colectiva y la salvación nacional no es extraño ni novedoso. Tocqueville advirtió
“Del siglo dieciocho y de la revolución, como una fuente común, surgieron dos corrientes: la primera condujo a los hombres a las instituciones libres, en tanto que la segunda los acercó al poder absoluto”
Los nombres propios de la revolución absoluta: Robespierre, Rousseau y Hobbes. Robespierre dirigía el Comité de salut public desde el que pretendía salvar el cuerpo enfermo de la nación francesa a golpe de medicina del doctor Guillotin. Rousseau defendía en el Contrato Social que “cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo: lo que no significa otra cosa que se lo forzará a ser libre”. Y el padre intelectual de todos los modernos autoritarios de la Razón, Hobbes, había dejado claro en su Leviatán que la seguridad del organismo social está absolutamente por encima de la libertad individual, de modo que el Estado, monopolio de la violencia, puede y debe cuidar de todos sus integrantes por las buenas y, si no hay más remedio, por las malas. A la fuerza ahorcan y vacunan los hobbesianos posmodernos.
Sin embargo, contra aquellos ilustrados que pretenden convertir a la Razón en una versión laica y moderna del Dios del Antiguo Testamento, otros ilustrados, sobre todo escoceses como Smith y Hume, señalaron que la razón también tiene límites, el monopolio de la violencia por parte del Estado ha de ser legítimo y no hay que confundir la democracia con la tiranía de la masa. Kant en ¿Qué es la Ilustración? denunciaba a los que proclamaban “¡No razones, haz la instrucción!”, “¡No razones y cree!”. Hoy añadiría a los que amenazan: “¡No razones, vacúnate!”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Hayek advertía que en tiempos de guerras, pandemias y otros desastres todos tendemos a ser totalitarios. Pero forma parte de la Ilustración liberal el instinto de desconfiar de las medidas coercitivas, de modo que no vayan más allá de lo estrictamente necesario.
El movimiento antivacunas constituye nuestra Escila de superstición irracionalista. Los partidarios de la vacunación forzada erigen una Caribdis de dogmatismo hiperracionalista. Ambos suponen un desafío para una democracia liberal que pretenda conciliar tanto la autonomía personal de la libertad individual como el bien público de la salud pública. La solución de la Ilustración razonable implica seguir debatiendo en el ámbito del diálogo político y la cordialidad civil, donde, contra los hunos y los hotros, vamos ganando los pro-vax y pro-elección, como demuestra que seamos uno de los países con mayor proporción de vacunados voluntarios. Ahora bien, el desafío y la amenaza no son idénticas ni, por tanto, simétricas. La pandemia es un suceso terrible pero puntual. El totalitarismo es una pauta que se cierne como una espada de Damocles sobre nuestras sociedades occidentales en base a la necesidad hiperracionalista de una planificación absoluta, del desprecio a los límites y de la insolente veneración del control social sobre los individuos.
Sigue sin ser todavía una época ilustrada, pero estamos más cerca que nunca de alcanzar el hogar prometido.
PD. Espada también considera que para ser ilustrado hay que negar a dios, ignorando la posibilidad racional del deísmo, que tiene a Kant como su paradigma clásico y toda la tradición teológica racionalista que arranca con el Motor inmóvil de Aristóteles. Para ser ilustrado es condición necesaria no caer en el peor de los negacionismos, el del otro, el que argumenta diferente, incluso aunque sea creyente en dios o escéptico de las vacunas. Palabra de ateo.
Foto: Engin Akyurt.