El sabio Don Quijote le dijo a su escudero cuando le nombró gobernador de la ínsula Barataria: “Sancho, leyes pocas y que se cumplan”. Más tarde, Cervantes en sus Trabajos de Persiles y Segismunda” se refiriere a un cierto país de “leyes tan muchas como variables” y no precisamente para halagarlo.

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Es un lugar común desde los orígenes de la civilización occidental la frase quijotesca “pocas leyes que se cumplan”, como lema del buen gobierno de las naciones. Lo contrario: muchas leyes que no se cumplan, es una deriva incivilizada por mucho que se haya impuesto como una realidad frente a los fundamentos de nuestra civilización.

Es bien sabido que el Derecho Civil romano, ese gran pilar de la civilización occidental, no fue creado por ningún jurista en particular, sino que fue el resultado de la recopilación ordenada de instituciones ampliamente experimentadas y aceptadas por la sociedad a lo largo del tiempo. Se atribuye, por ello, a Catón la siguiente valoración del orden jurídico romano: “No se basa en el genio de un hombre, sino de muchos: no se fundó en una generación, sino en un periodo de varios siglos y muchas épocas”.

La ley, en sentido clásico, es algo que se tiene que descubrir —a través de jueces y jurisconsultos— más bien que promulgar. Sus características son: generalidad, igualdad, certeza y discrecionalidad sometida a una justicia independiente.

La proliferación legislativa y la inseguridad jurídica se han convertido en una amenaza para la libertad individual e incluso para el quehacer empresarial

Frente a este concepto del Derecho, cobra cada vez más protagonismo la legislación ordinaria, que, frente al concepto secular de la ley, establece lo que debería ser en vez de lo que es mediante ordenanzas oportunistas y particulares. La legislación, además de pretender imponer la voluntad de otras personas en relación con nuestra conducta de todos los días, está cada vez más en manos de un poder ejecutivo —el legislativo está subordinado a él— que no cesa de producir nuevos ordenamientos con el añadido de una creciente deficiencia de calidad técnica.

La proliferación legislativa, y la inseguridad jurídica que conlleva, se ha convertido en una amenaza para la libertad individual e incluso para el quehacer empresarial y, por tanto, para el crecimiento económico.

Para Hayeck: “Probablemente, no existe otro factor que haya contribuido más a la prosperidad de Occidente que la prevalencia de la certeza de la ley.” Podría añadirse que la proliferación legislativa, que suele estar acompañada de la degradación de su cumplimiento, opera justamente en el sentido contrario: crea incertidumbre.

Desde 1970 hasta 2015, según la CEOE, se aprobaron en España 40.930 normas estatales, lo que equivale a una media de más de 900 cada año, a las que hay que añadir entre 300/400 normas de las comunidades autónomas, muchas otras procedentes de los ayuntamientos y las casi 20.000 directivas de la UE. Cada año –es decir: ¡todos los años!- los boletines oficiales del Estado y de las comunidades autónomas publican un millón de nuevas páginas.

En el Canadá y el Reino Unido ya se están aplicando mecanismos orientados a reducir su producción legislativa

En el Canadá y el Reino Unido ya se están aplicando mecanismos orientados a reducir su producción legislativa, y en EE.UU. se aprobó en 2017 la eliminación de tres reglas regulatorias por cada una nueva que se quiera introducir.

Aquí, sin embargo, no conformes con ser (seguramente) los primeros productores mundiales de normas contra la unidad de mercado, la función empresarial y la vida ciudadana, los políticos incentivados por los medios de comunicación que les acusan de gandules cuando no legislan, siguen poniendo todo tipo de obstáculos a la libertad humana y la vida empresarial.

En el último ranking del Banco Mundial, “Doing  business”, España ocupa la posición 28 y en “The Human Freedom Index 2017” de Cato y Fraser Institutes la posición 30. Obviamente los países que nos aventajan son más libres, dinámicos y ricos que nosotros; amén de mayores receptores de inversiones extranjeras que son cada más sensibles a estas clasificaciones.

No deja de ser sorprendente que la tiranía normativa de nuestros políticos encuentre votantes que la amparan

La creciente y ya agobiante invasión del Estado en la vida privada de la sociedad civil mediante regulaciones prohibitivas alcanza incluso a las ciudades, con Madrid a la cabeza. El totalitario proyecto de ingeniería social de su ayuntamiento, que pretende excluir la circulación de los automóviles por un espacio urbano de una dimensión que sobrepasa a una veintena de las mayores ciudades de España, es la quintaesencia de la delirante manera de pensar y hacer populista contra los legítimos intereses de la sociedad civil.

En todo caso, no deja de ser sorprendente que la tiranía normativa de nuestros políticos encuentre votantes que la amparan; quizás porque no pueden vivir sin que éstos les ordenen la vida. El problema es que no sólo ordenan la de ellos sino de todos los demás que quizás prefieren asumir sus propias responsabilidades, es decir su libertad, sin vender su alma al “diablo”.

Foto: Matthew Henry


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