Mark Greengrass (La destrucción de la cristiandad) señala el comienzo de la reforma, en el siglo XVI, como el momento histórico en que el cristianismo deja de erigirse en la matriz cultural del continente europeo. A partir de entonces la pretendida unidad cultural y política del continente pasará a buscarse en la secularizada idea de un europeísmo que las élites políticas y culturales han querido presentar como sinónimo de progreso. Frente a las épocas oscuras donde el europeísmo ha estado marginado en favor de un nacionalismo excluyente (La Europa de entreguerras), la llamada construcción europea se presenta a sí misma como la manifestación irreversible de ese proyecto ilustrado de europeísmo, que como bien apunta Greengrass se configura como una especie de secularización de la idea medieval de cristiandad. Los objetivos de paz, estabilidad y fraternidad que antes se asociaban a una idea cristiana de Europa se han convertido ahora en objetivos laicos a través de una noción de Europa, completamente abstracta, desvinculada de su sentido histórico y político, como la que defienden los proponentes de la llamada integración europea.
No es de extrañar que Reino Unido, un país de constitución política historicista, se haya acabado rebelando contra un proyecto, el europeo, que no puede ir más en contra de su esencia política e histórica. Su sistema jurídico, basado en el precedente judicial y su sistema político, basado en la experiencia histórica de conciliar dos centros de poder antagonistas, corona y parlamento, están a años luz del racionalismo burocrático de inspiración socialdemócrata que inspira el actual proyecto europeo. Los que quieren presentar el Brexit como una anomalía histórica, como un equivocado paso atrás de los británicos, desconocen la propia idiosincrasia de lo británico. Más bien lo anómalo han sido los 47 años de pertenencia de dicho país a un proyecto político cuyas coordenadas ideológicas siempre han sido ajenas al pensar inglés
El pensamiento inglés de corte empirista y receloso de toda construcción metafísica siempre ha visto en el sentido común el criterio más seguro de certeza. La experiencia política inglesa siempre ha transitado con mayor comodidad por la senda del historicismo evolutivo que por la senda del racionalismo abstracto tan cara al legislador europeo, quien creyéndose una especie de ser supremo estima posible diseñar ex nihilo un nuevo orden europeo al margen de los deseos y características de los pueblos que habitan en dicho continente.
Una Unión Europea que renuncia a buena parte del acervo común de los europeos, podrá ser una organización supranacional más o menos exitosa pero jamás podrá erigirse en una verdadera comunidad que los europeos sientan como suya
La Europa nacida de los sueños paneuropeistas de los Jean Monnet, Alcide de Gasperi o Konrad Adenauer es una Europa de corte racionalista cartesiano. El europeísta al uso ha puesto en duda, como ya hiciera en el ámbito epistemológico el filósofo francés, todos y cada uno de los elementos que el sentido común asocia con lo europeo. Ni una religión determinada (cristianismo…), ni un sistema de valores morales (el occidental), ni el Estado como obra de arte, en el sentido apuntado por Buckhardt, forman parte de ese acervo cultural que debería servir de simiente del proceso de construcción europea. El único aspecto que los paneuropeístas no han sometido a crítica ha sido su propia conciencia racionalista de poder edificar una Europa lo menos europea posible, acabando con sus raíces culturales y religiosas para convertirla en la institucionalización más palmaria del globalismo multiculturalismo y de una simbiosis entre socialdemocracia verde, liberalismo descafeinado y altas dosis de demagogia multiculturalista.
Esta Europa cartesiana se declara rendida admiradora de la tolerancia y en aras de esa pretendida defensa acrítica de la misma somete a censura, penaliza y extorsiona aquellas naciones, colectividades e intelectuales que osan rebatir algunos de sus postulados. Esta Europa reniega de sus raíces cristianas para no presentarse a sí misma como etnocéntrica. Sin embargo, al abrazar el multiculturalismo acríticamente se convierte paradójicamente en mucho más etnocéntrica. Si todos los marcos culturales que conviven en Europa, incluso muchos de ellos de origen no europeo, tienen el mismo valor, resulta obvio que es imposible trascender ningún marco cultural.
La idea universalista de una Europa sin estados-nación conduce paradójicamente a una Europa sin valores, nihilista en aras de una deficiente noción de tolerancia. Europeo no debería ser exclusivamente quien vive entre nosotros, sino aquellos, que con independencia de su raza, religión u orientación sexual asumieran unos valores comunes y compartidos. Por supuesto que en este proyecto europeo caben los musulmanes, lo que no caben son los fundamentalismos de corte teocrático que niegan las raíces cristianas del continente y que postulan la implantación de un sistema legal, la sharia, cuyos fundamentos son contrarios a la tradición jurídica europea basada en el derecho romano y en el derecho germánico.
El brexit puede ser contemplado desde una triple vertiente. Primero se puede considerar, como lo hacen nuestras élites europeas, como una manifestación de xenofobia, como un brote tardío de nacionalismo propio del siglo XX. Esta forma de ver el brexit demuestra una gran ceguera política y un desconocimiento atroz de las raíces últimas que han hecho descabalgar el proyecto europeo en las islas británicas. En segundo lugar, se puede considerar que el brexit lo único que hace es poner de manifiesto lo desviado que está el actual proyecto europeo de sus verdaderas raíces europeas.
Una Unión Europea que renuncia, a la manera cartesiana que decíamos antes, a buena parte del acervo común de los europeos, podrá ser una organización supranacional más o menos exitosa pero jamás podrá erigirse en una verdadera comunidad que los europeos sientan como suya. Si la unión europea deja de ser el cauce que dé expresión a las demandas y a los deseos de los europeos y se convierte en una mera correa de trasmisión de los intereses estratégicos de las élites globalistas, dicha Unión tendrá un recorrido necesariamente breve y más pronto que tarde otras naciones seguirán la senda del abandono de la Unión.
La tercera forma de encarar el brexit es la de la constatación de un error de base. Desde el momento en que la construcción europea dejó de consistir en un club económico europeo y se encamino hacia la senda de constituirse en un macro estado burocratizado con élites políticas que responden a intereses alejados de los de los europeos, algo se hizo patente: que la tradición política inglesa iba a acabar colisionando y encontrando fácil acomodo en tal situación.
La única manera de salvar al proyecto europeo del desastre inminente parece ser ir en la dirección contraria a la indicada por Bernanrd Henri-Lévy, quien hace ya unos años afirmó que Europa antes que un lugar fue una idea. Más bien es justo lo contrario; sólo una Europa que se reconozca como auténticamente europea podrá construir un proyecto político y económico capaz de seducir a los europeos.
Imagen: Escuela de Marten van Valckenborch (1535-1612)