Durante demasiado tiempo hemos vivido bajo una especie de eclipse del ánimo. No ha sido un cataclismo repentino, sino una lenta erosión: día tras día, década tras década, la sospecha de que el futuro es un territorio hostil se ha ido instalando entre nosotros como una niebla que ya nadie se toma la molestia de disipar. No es que falten razones para el desaliento —las hay, y no menores—, pero el problema no son los hechos, sino el relato que hacemos de ellos. Hemos convertido la desgracia en la medida de lo real, como si lo único auténtico fuese el desastre.
De ese modo, la política, que nació para ordenar la convivencia y ensanchar los márgenes de la confianza, se ha convertido en lo opuesto: una fábrica de desconfianza. Hoy ya no se compite por ofrecer soluciones, sino por imponer derrotismos. El mérito consiste en anunciar el próximo apocalipsis: climático, tecnológico, económico o moral. El político contemporáneo se parece más al profeta del Antiguo Testamento que a un servidor público. Solo que su Dios no promete salvación, sino culpa; una culpa difusa, colectiva, que exige penitencias infinitas y ninguna redención.
No es solo hartazgo ante la corrupción o la mediocridad, es algo más íntimo: la fatiga de vivir en un estado de guerra permanente. Cansancio de que cada conversación se convierta en una pelea a cara de perro y cada opinión en un riesgo sin sentido
Camus advirtió que la verdadera generosidad con el porvenir consiste en entregarlo todo al presente. Pero ¿cómo hacerlo en una sociedad que ha sustituido el porvenir por el presagio? Vivimos rodeados de expertos en catástrofes, de intelectuales que anuncian el fin del mundo cada lunes, y de ciudadanos cansados que, entre la ironía y la resignación, han dejado de creer que pueda pasar algo bueno. Sloterdijk lo llamó “cansancio cínico”: esa mezcla de lucidez y abatimiento que impide la acción. No es retórica. Es la realidad. Un sondeo de 2025 reveló que el 72% de los adultos altamente politizados se sienten exhaustos por la política, un agotamiento que se ha intensificado con la polarización. En España, la IV Encuesta Nacional de Polarización de 2025 reveló que el 82% percibe un aumento de la crispación política. Nos hemos vuelto espectadores de nuestra propia decadencia, sin ánimo ni siquiera para fingir entusiasmo. La percepción ha ido por delante de los hechos. El Eurobarómetro de 2024 mostraba que España es, junto a Grecia e Italia, uno de los países más pesimistas de Europa respecto al futuro, pese a no ser el peor según los indicadores. La OCDE detectó la misma tendencia en el plano social: apenas un tercio de los españoles declara confiar en sus conciudadanos. El ánimo se ha erosionado antes que la realidad.
Y, sin embargo —porque siempre hay un “sin embargo”—, nada en la historia humana ha durado mucho tiempo sin una corriente de esperanza. Las civilizaciones no se sostienen solo con leyes o ejércitos, sino con una convicción compartida: que el mañana puede ser mejor. Sin esa mínima dosis de optimismo, no hay proyecto posible. Quizá haya llegado el momento de recuperar esa convicción perdida; de recordar que la política, si no cura, al menos no debería enfermar.
La política nació como el arte de convivir en desacuerdo. Esa fue su grandeza: ofrecer un cauce para la discrepancia sin que ésta destruyera el tejido común. Pero en las últimas décadas, y especialmente en los últimos años, ese arte se ha ido transformando en su contrario. Hoy la política no busca domesticar el conflicto, sino intensificarlo. Ya no se trata de encontrar un punto de equilibrio entre intereses opuestos, sino de declarar la guerra al adversario. No lo digo yo. El Índice de Polarización Afectiva de la Fundación Bertelsmann (2024) situó a España entre los países europeos donde el rechazo hacia el votante del partido contrario alcanza niveles más altos. No se discuten ideas, se desprecian identidades. El resultado: el 82% de los españoles considera las divisiones políticas irreconciliables, un hartazgo que militariza emocionalmente la sociedad.
Esa deriva ha convertido el debate público en un campo de batalla simbólico donde cada palabra es una granada. Las redes sociales, con su lógica binaria y su culto a la indignación, han acelerado el proceso: la identidad política se define más por el enemigo que por la idea. “Dime a quién odias y te diré quién eres”. En ese entorno, el matiz se interpreta como traición, el acuerdo como debilidad y la duda como cobardía. La consecuencia es devastadora: cuando la política se convierte en guerra, la sociedad entera se militariza emocionalmente.
El resultado no es una sociedad más justa ni más consciente, sino agotada. Un país que vive a golpe de sobresalto, pendiente de la próxima ofensa o escándalo, en el que los ciudadanos ya no esperan nada de los políticos, pero también poco o nada de sí mismos. Hannah Arendt escribió que la política existe porque los hombres, y no el Hombre, habitan la Tierra. Un matiz tan sutil como elocuente sobre la importancia de la pluralidad. Cuando se pretende borrar esa pluralidad —ya sea en nombre del progreso o de la justicia—, lo que se destruye no es al adversario, sino el espacio donde las buenas ideas pueden prosperar.
Quizá por eso tantos ciudadanos, también lo que no son especialmente idealistas, se sienten profundamente cansados. No es solo hartazgo ante la corrupción o la mediocridad, es algo más íntimo: la fatiga de vivir en un estado de guerra permanente. Cansancio de que cada conversación se convierta en una pelea a cara de perro y cada opinión en un riesgo sin sentido.
Todo régimen político necesita una explicación que lo justifique. Las democracias liberales del siglo XX lo encontraron en la promesa de prosperidad y libertad. Su gran motor fue la idea de que cada generación podría vivir un poco mejor que la anterior. Las utopías totalitarias, en cambio, se sostuvieron sobre la amenaza: un enemigo al acecho, un complot, el peligro de ser esclavizados por el capital, por el burgués, por la economía desatada, que obligaba a cerrar filas y sacrificar toda duda en nombre de la supervivencia.
Tras el colapso de aquellas utopías y el agotamiento del progreso como creencia compartida, hemos conservado las formas democráticas, pero adoptado la psicología del miedo. Seguimos votando, pero sin ilusión; seguimos eligiendo, pero casi siempre entre amenazas. Las viejas promesas de bienestar han sido reemplazadas por advertencias de desastre. Ya no se nos invita a construir un futuro mejor, sino a evitar un mañana peor. La política se ha convertido en una teología negativa: un culto laico al peligro, donde la acción no es propositiva, sino defensiva: se reduce a anticipar la catástrofe. El miedo se administra con precisión quirúrgica. El caso “Koldo”, la trama de mascarillas surgida en plena pandemia, no solo mostró corrupción: mostró cómo el miedo puede convertirse en un negocio político. La Ley de Amnistía se presentó no como una barbaridad legal, sino como el límite entre la vida y la muerte de la democracia. Lo mismo sucede con la regulación europea de la IA, acompañada de discursos que advierten del riesgo de “extinción” antes incluso de evaluar sus usos reales. Las preocupaciones de la gente, sin embargo, apunta a un fin del mundo bastante más prosaico y mucho menos grandilocuente: el 92% considera que la corrupción es la principal amenaza.
El miedo se ha convertido en la materia prima de la política. No es un miedo real —al hambre, a la guerra o a la enfermedad—, sino abstracto, difuso, pendiente siempre de una confirmación que nunca llega. Un miedo administrado desde los discursos, los medios y las propias instituciones. No se nos convoca a construir, sino a resistir; no se nos pide esperanza, sino penitencia. Hemos pasado de la fe en el progreso a la parálisis de la expiación.
El catálogo de estos apocalipsis es amplio. Tenemos el climático, que reduce la enorme complejidad del clima a un simple dogma moral que convierte cualquier disidencia, aun científica, en pecado mortal. Basta observar la manipulación de la sequía en Cataluña en 2024, convertida en el preludio de un colapso irreversible, cuando según los expertos se trata de un fenómeno cíclico agravado por la nula planificación. O el debate sobre los llamados “delitos de odio”, cuyo crecimiento estadístico ha ido acompañado de una expansión moral del término hasta convertir cualquier discrepancia en sospecha. Tenemos el tecnológico, que augura la deshumanización que traerá consigo la Inteligencia Artificial mientras desprecia las esclavitudes muy humanas y muy reales del presente. Ahí está la Unión Europea, vaticinando la extinción de una parte significativa de la humanidad por culpa de una IA descontrolada, mientras se dedica a limitar la libertad con directivas descabelladas. Tenemos también el apocalipsis consumista, promovido simultáneamente por la religión decrecentista y los esencialistas que denuncian la obsesión por el objeto brillante como prueba del vacío interior. Y tenemos el apocalipsis identitario, que convierte cada rasgo —raza, sexo, creencia o nación— en un campo de batalla.
No se trata de negar los problemas. Los problemas son muchos y algunos graves. Sino de denunciar cómo son transformados en instrumentos de dominación. En lugar de analizarlos, son sacralizados; en vez de resolverlos, son utilizados para dividir. El lenguaje político se ha llenado de expresiones clínicas: “viral”, “tóxico”, “letal”. Palabras que, en lugar de invitar a pensar, nos compelen a callar. El debate público se transforma así en un tribunal moral, donde el veredicto se establece sin juicio. Nada hay que debatir. Sólo aceptar la condena.
Sloterdijk advirtió que el hombre moderno vive en un estado de alarma psíquica: siempre al borde del colapso, siempre preparado para saltar, para indignarse. La histeria, decía, se ha convertido en la forma contemporánea de la fe. Sin embargo, ningún sistema, ni siquiera la más hermética dictadura, puede sostenerse permanentemente sobre el miedo. El miedo tarde o temprano deriva en irritación; y la irritación, en desafección. De tanto advertir sobre el fin del mundo, se olvida lo esencial: que la sociedad, y cada persona por separado, necesita un mínimo aliento.
El mayor desafío de nuestro tiempo no es técnico ni económico, es anímico. De nuevo los datos ponen en evidencia esta sensación. Según el CIS (2025), más del 60% de la población afirma que la política le genera desconfianza, cansancio o irritación. La sociedad no se está radicalizando; se está retrayendo. Una ciudadanía exhausta no lucha: simplemente se aparta. Hemos construido democracias funcionales y economías sofisticadas, pero hemos descuidado el ánimo, esa corriente de optimismo que hace posible la convivencia y la prosperidad.
Durante demasiado tiempo, los gobiernos y los políticos en general se han comportado como si el miedo fuese una forma de orden y la culpa, política de Estado. Pero las sociedades no prosperan a base de miedo: prosperan con la autoestima. No hay proyecto compartido posible sin la convicción de que algo merece ser conservado, mejorado, defendido.
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