Existe una capacidad humana para decidir con libertad lo que se desea y lo que no, se llama voluntad, algo que se ha convertido más en una anomalía que en una facultad del todo ser humano. De hecho, así se constata en el BOE, porque ni Diógenes encuentra una sola página de la próxima ley de educación donde aparezca tan ominoso término, al menos el firmante no la ha visto. Es posible que falte algún artículo de los más de cien que comprende la ley, o que falte alguna de las numerosas disposiciones adicionales, transitorias o finales. Entiendo que no se haya encontrado un lugar con sentido para su mención, que sí lo hay para otros excelsos motivos. Por ejemplo, en el artículo 19 dedicado a los “principios pedagógicos”, se subraya la necesidad de las competencias digitales (quisiera saber qué entienden los expertos por eso), o el fomento de la creatividad (sin contar con la denostada memoria, otra de las ausentes). No obstante, tranquiliza el artículo 15, en el que la educación en valores recoge la importancia de la empatía con los animales.

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En una dirección muy diferente, el lenguaje coloquial, ese que habla el vulgo, que nombra a las cosas por su nombre, y pisa la realidad, insiste en el término que nos ocupa, porque “hay que tener voluntad para superar las dificultades y los desaires de la vida”, o “tener voluntad para no provocar más problemas”, incluso para salir de casa y llegar puntual al trabajo.

Lo importante son las emociones, que nos permitirán pasar de curso de un modo alegre y además compartir la felicidad del mínimo esfuerzo

Esta potencia para hacer o no hacer una cosa, que supone un ejercicio de la libertad, decididamente no marca tendencia. Por eso se prefiere utilizar todo tipo de excusas, muy aliñadas con las exquisiteces de la neolengua. Pero prefiero dejar que lo explique mucho mejor que yo Larra, con quien me he encontrado estos días, en su conocido artículo “En este país”, publicado en 1833, con unas líneas que todavía disfrutan de plena actualidad

“Hay en el lenguaje vulgar frases afortunadas que nacen en buena hora y que se derraman por toda una nación, así como se propagan hasta los términos de un estanque las ondas producidas por la caída de una piedra en medio del agua. Muchas de este género pudiéramos citar, en el vocabulario político sobre todo; de esta clase son aquellas que, halagando las pasiones de los partidos, han resonado tan funestamente en nuestros oídos en los años que van pasados de este siglo, tan fecundo en mutaciones de escena y en cambio de decoraciones. Cae una palabra de los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran pueblo, ansioso de palabras, la recoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez del golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes la repite y la consagra, las más veces sin entenderla, y siempre sin calcular que una palabra sola es a veces palanca suficiente a levantar la muchedumbre, inflamar los ánimos y causar en las cosas una revolución”.

De este modo nos tropezamos con “resiliencias”, “empatías”, “igualdades”. Preocupados y previniendo siempre lo peor, que el alumno o alumna, profesor o profesora, hijo o hija, padre o madre, puedan frustrarse y caer en una profunda depresión porque es necesario no solo un ejercicio, sino también una disciplina de la voluntad.

“En este país” ha habido más leyes de educación que pactos para garantizarlas, una administración que lastra hasta lo indecible la eficiencia, constantes quejas de sus profesores, padres, alumnos, personal de administración y servicios, sindicatos, patronal… pero ¿quién quiere aprender? ¿se aprende en la escuela? ¿se puede aprender en la escuela?

No son preguntas retóricas, son cuestiones que me preocupan desde hace bastante tiempo. Permítanme que les cuente que he pasado por casi todas las etapas y ciclos de educación obligatorios, aunque en infantil solo estuve un mes para una sustitución, primaria, secundaria, ciclos, bachillerato, y ahora enseñanza superior. Desde luego que esta experiencia no es ninguna garantía, bien sabemos que hay experiencias que descuentan, y puede que no me haya enterado de lo esencial cuando hablamos de educación. Modestamente lo entiendo de un modo muy básico, para aprender tiene que haber intención por parte del alumno, y obligación por parte del maestro.

Claro que se puede adornar con una interminable lista de palabras que sustituyan estas dos actitudes. Se puede dotar a los centros de toda la artillería digital más avanzada, incluso invitar a la inteligencia artificial. Se puede consultar a los peroreros que ilustraba Larra, para que desde sus galácticos gabinetes de innovación psicopedagógica nos digan lo que tenemos que hacer y cómo tenemos que pensar. Para que nos expliquen lo que tenemos que comer, cómo nos tenemos que emocionar, porque lo importante son las emociones, que nos permitirán pasar de curso de un modo alegre y además compartir la felicidad del mínimo esfuerzo. Hasta podemos esperar que el político de turno, con sus asesores, con pacto o sin pacto educativo, nos presenten el bálsamo de Fierabrás para arreglar la cosa. Pero la educación seguirá esperando.

Está a punto de aparecer un ambicioso e innovador proyecto audiovisual, con dos horas de terror en capítulos sabiamente distribuidos en diez minutos, solo se podrá ver en los dispositivos móviles y en horario nocturno. Me entero de que Spielberg prepara esta nueva serie. Dado que la educación como se encuentra en una constante pesadilla, le propongo al director un capítulo sobre la cosa, porque no se trata de cualquier serie. Como bien señala Jeffrey Katzenberg, el director de Quibi, la plataforma con la que colabora Spielberg, “así se dará mejor contexto y ambientación de un modo más real a una serie de miedo como la que se prepara”. Por si acaso, la plataforma contará con un reloj inteligente que permitirá que solo se vean los capítulos entre la puesta de sol y el amanecer. No me dirán ustedes que no es una idea apasionante para describir la educación que tenemos. No le falta nada, con inteligencia artificial y minería de datos incluidos.

Foto: Michal Matlon.


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