No hace falta sustentar una concepción teleológica o finalista de la historia ni, mucho menos, caer en un planteamiento determinista, para defender que, por lo menos en lo que entendemos como ámbito occidental, se produce durante todo el período contemporáneo una constante en la trayectoria política de las naciones: el paso, más o menos gradual, más o menos traumático, de unos regímenes oligárquicos a unos sistemas representativos. En términos simplificados, el tránsito de las autocracias o, en el mejor de los casos, el liberalismo a la democracia. El proceso ha sido teorizado de muchas maneras: una de las más conocidas habla de sucesivas “olas democratizadoras” (Samuel Huntington). Nuestro país habría conseguido democratizarse en el curso de la tercera ola, la que empieza en 1974 y se prolonga hasta finales de los ochenta o comienzos de los noventa del siglo pasado. Para nosotros es, simplemente, “la transición”.

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La idea de transición es mucho más vasta, claro está, y ha sido empleada profusamente en las ciencias sociales, en particular la historia. En su reciente biografía de Romanones, Guillermo Gortázar rescata el término para el análisis del pasado de modo asimilable a su predominante sentido actual: como paso o transformación de un régimen autoritario en un sistema democrático, según explicita el subtítulo de la obra (La transición fallida a la democracia). Se refiere a la España de hace algo más de un siglo. El adjetivo -fallida- es fundamental, porque marca la diferencia con la que para nosotros es la transición por antonomasia, la posfranquista. En la interpretación de Gortázar, la España política del primer tercio del siglo XX fracasó porque no logró consumar  el proceso de democratización al que estaba abocada. De ahí vinieron todos los demás males del siglo XX.

Constatado el malogro del proceso y establecidas sus causas, la pregunta crítica atañe al momento de ruptura: cuándo se jodió la España liberal, por usar el archisabido tópico o, en términos más contenidos, cuándo se produjo el punto de no-retorno

Romanones. La transición fallida a la democracia
Romanones. La transición fallida a la democracia. Espasa (2021).

Ha querido la casualidad que en la misma editorial (Espasa) y con intervalo de unas pocas semanas aparezca otra importante obra que trata el mismo problema, casi el mismo período y que arroja un balance parecido, hasta el punto de que las evaluaciones convergentes de los dos libros no solo se complementan sino que se refuerzan. Me refiero al volumen escrito por Roberto Villa García que lleva por título 1917. El Estado catalán y el Soviet español. En esta segunda obra no se utiliza de modo medular el concepto de transición, pues Villa prefiere usar la más clásica acuñación de “quiebra de la monarquía liberal” o el más trágico de “muerte de la España liberal”, pero el dictamen es el mismo: el gran problema de nuestro país en la pasada centuria fue el fiasco de la conversión de un régimen liberal en democrático.

El cuadro que nos presentan en el arranque del siglo XX es el de un país que, tras el latigazo del 98, va tratando de superar los vicios del turnismo canovista: adulteración del sufragio, oligarquía y caciquismo. España se moderniza y evoluciona, aunque no puede negarse que lo hace lentamente. Con todo, lo más importante es que frente al diagnóstico negativista clásico –el secular fracaso español como una suerte de maldición bíblica- ambos autores perciben en esos primeros compases del siglo una mayor apertura política, un innegable empuje económico y un brioso dinamismo social, patente en una creciente urbanización. ¿Qué es lo que falla entonces, según la interpretación de sus libros? La impaciencia de algunos sectores políticos y sociales, espoleados por un utopismo revolucionario intransigente y un agrio intelectualismo –la crítica regeneracionista como paradigma-, a caballo entre el catastrofismo y el masoquismo.

La coincidencia en el punto de partida se convierte en determinante de los pasos siguientes. Por expresarlo de modo escueto, tanto Gortázar como Villa consideran que el gradualismo, el posibilismo o el reformismo –llámeseles como se quiera- tenían sentido y podían haber sido no ya solo funcionales, sino exitosos, esto es, hubieran culminado la transformación del liberalismo en democracia, a poco que se les hubiera dejado actuar. En la realidad concreta, sin embargo, las que se imponen son las alternativas radicales, rupturistas, basadas en el principio de que el sistema era irreformable y hacía falta cortar por lo sano, como sostenían tanto las organizaciones obreristas (PSOE, UGT, CNT) como el aludido regeneracionismo.

1917. El Estado catalán y el Soviet español
1917. El Estado catalán y el Soviet español. Espasa (2021)

Es importante subrayar que ambos autores llegan a esa misma valoración por vías disímiles. El libro de Gortázar, aunque no renuncia a una interpretación global de la Restauración, se atiene a las exigencias de una biografía clásica y, por tanto, se ciñe formalmente a la trayectoria vital de Romanones. Villa, por su parte, se centra en un lapso mucho más concreto, la crisis de 1917 -que se prolonga en los primeros meses del año siguiente-, por cuanto considera que lo que sucede en ese breve período determina el destino del sistema liberal. Sin responsabilizar a su biografiado, Gortázar pone el foco en el conde y en la clase política, en tanto que Villa, sin descuidar esta, atiende más a las fuerzas en conflicto: monárquicos (conservadores y liberales), militares, catalanistas y revolucionarios.

Constatado el malogro del proceso y establecidas sus causas, la pregunta crítica atañe al momento de ruptura: cuándo se jodió la España liberal, por usar el archisabido tópico o, en términos más contenidos, cuándo se produjo el punto de no-retorno. Villa discierne el mal en la fecha que da título a su estudio. Desde su punto de vista, los espasmos de ese año dejan al sistema herido de muerte. Gortázar, en cambio, considera que aún hubo margen de maniobra y solo en 1923 puede hablarse de colapso liberal. Pero ambos coinciden en que lo que sigue son secuelas (aunque Villa, como hemos dicho, solo estudia de modo prolijo los años 1917-18): Primo de Rivera representa un experimento fallido y la República, un Estado que nació radical y sectario y se consumió luego en sus contradicciones internas. Aún con más motivo, el golpe del 18 de julio, la guerra y el franquismo serían las consecuencias últimas de todo ello.

Quizá los más ajenos a los entresijos históricos se pregunten qué cambia poner el acento en el estallido de la guerra civil o en el período anterior (ya sea 1917 ó 1923). En sí no cambiaría nada si no fuera porque no es una cuestión de datación sino de diagnosis, es decir, de establecer qué es lo que falla. Se entenderá mejor si adoptamos la perspectiva contraria, sobre todo porque la interpretación sedicentemente progresista de nuestro siglo XX, convertida desde hace tiempo en hegemónica, ha desplazado a todas las demás en el ámbito universitario (y deviene canónica para el influyente hispanismo). Según ella, la Restauración canovista (1875) supuso el reflujo o dique de las oleadas liberales decimonónicas, una contención conservadora que, tras sucesivas crisis (1898, 1909, 1917), reventó en 1923 con la dictadura militar.

Al poner el punto de ruptura en la guerra, la interpretación progresista mitifica la II República y, hasta en algunos casos, pretende que le sirva de referencia o modelo. No estamos, pues, hablando de una mera cuestión arqueológica. De hecho, es el filtro mediante el que se examina la situación actual

La II República vendría a representar así la recuperación de las libertades por las que los españoles venían luchando desde, al menos, 1808. La continuidad histórica vendría dada en este caso por las fechas 1812 (Constitución gaditana), 1820 (Riego, Trienio liberal), 1868 (Revolución gloriosa), 1873 (I República) y 1931. Desde este punto de vista, la libertad, la justicia y la solidaridad social, que la República trajo, no pudieron arraigar por la resistencia de las clases dominantes a perder sus privilegios y por la acción violenta, en forma de golpe militar, de las fuerzas reaccionarias, que instauraron una dictadura fascista y genocida que convirtió la anterior de Primo en ensayo diletante (dictablanda).

Al poner el punto de ruptura en la guerra, la interpretación progresista mitifica la II República y, hasta en algunos casos, pretende que le sirva de referencia o modelo. No estamos, pues, hablando de una mera cuestión arqueológica. De hecho, es el filtro mediante el que se examina la situación actual. La crisis actual del sistema representativo en todo el mundo se convierte aquí en insatisfacción con el llamado “régimen del 78”, en gran medida por lo que se diferencia del espejo republicano, empezando naturalmente por la cúspide del sistema, la Corona, una imposición franquista (fascista) según el sentir de la izquierda más combativa.

Ahora, espero, se entenderá mejor lo que significa en términos no solo históricos sino plenamente políticos la óptica propugnada en los libros de Gortázar y Villa. Nuestro precedente, nuestro espejo, no puede ser el régimen del 14 de abril, sino el régimen liberal de los primeros decenios del siglo XX. Un régimen imperfecto, incluso muy imperfecto si lo miramos con ojos de hoy. Pero tan imperfecto como perfectible, pues ensanchaba su base participativa y permitía la alternancia pacífica. Las Españas alternativas que ofrecían los militares de las Juntas de Defensa, los catalanistas de Cambó, la CNT, la UGT o el PSOE, por citar algunas de las propuestas de 1917 -tan incompatibles entre sí, por otra parte- eran incomparablemente peores.

Estoy dispuesto a conceder a los posibles críticos de Gortázar y Villa que quizá son demasiado benevolentes con el régimen liberal, que subrayan mucho más sus logros que sus vicios. En especial, el segundo cae en un cierto maniqueísmo en la descripción de la crisis del 17. Comparto más la tesis de Gortázar de que aún hubo una oportunidad, hasta que el sable de 1923 cortó las amarras. Precisamente por ello, subraya el biógrafo de Romanones, la historiografía conservadora, si pretende ser también liberal, no puede seguir justificando a Primo. Pero, en todo caso, lo incuestionable es que los regímenes que siguieron a la España liberal, tratando de superar las insuficiencias de esta, contribuyeron a hacer de ella el paraíso perdido.

Lejos de un modelo determinista de la historia (marxista o estructuralista), ambos autores insisten en la libertad como atributo humano: la historia la hacen los hombres con sus acciones y omisiones, con sus aciertos y errores. Un español de 1916 jamás hubiera creído que su mundo se viera sacudido en dos décadas por una revolución (1917), una dictadura militar (1923), la quiebra monárquica y una república radical (1931) y una guerra civil (1936). La España de hoy es muy distinta a la de hace un siglo, pero a nivel político hay paralelismos inquietantes. Aquella España también vivía, como la actual, en el trance de un agotamiento de régimen. Su incapacidad para reformarse desde dentro propició la alternativa desde fuera, de un signo (1923) y del contrario (1931), pero siempre sobre bases excluyentes. Media España pensaba que la otra no tenía cabida en su proyecto. Y luego, al revés. Así, solo quedó el recurso a la aniquilación del adversario.

Hoy se habla de memoria histórica o memoria democrática como un instrumento político que reparte bendiciones y anatemas, mitifica a unos y demoniza a otros. El verdadero aprendizaje del pasado nada tiene que ver con este ejercicio de manipulación sectaria. Las limitaciones obvias del régimen liberal de inicios del siglo XX no pueden servir de excusa para presentar como luchadores por la libertad a socialistas o nacionalistas. No lo eran en 1917, ni en 1931. Los dos libros que me han servido de referencia muestran que el futuro depende de las decisiones que tomemos ahora. No hay garantía alguna de que nuestro sistema de libertades se mantenga mañana. La historia no se repite, aunque propicia paralelismos tan sorprendentes como macabros, como esta pandemia, un siglo justo después de la gripe de 1918. El camino español a la democracia ha sido accidentado y tortuoso. Debemos ser conscientes de ello. Vivimos, como en la España que describen Gortázar y Villa, en unos momentos cruciales. De cómo se resuelva la actual crisis, tendremos un futuro digno o sombrío.

Foto: Alvarovera31.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).