El espíritu de nuestra época puede graficarse en un proceso que va desde el denominado “efecto rashomon” hasta la puesta en escena de un “San Jorge jubilado”. Desarrollar estos dos aspectos es el motivo de estas líneas.
El “efecto rashomon” hace referencia a la famosa película de Akira Kurosawa la cual, a su vez, se basa en dos cuentos de Ryunosuke Akutagawa: “Rashomon” y “En el bosque”. Del primero apenas si se toma el título y el espacio donde transcurre una parte del intercambio entre los protagonistas de la película ya que “rashomon” referiría a la más grande de las puertas de ingreso a la ciudad de Kyoto durante la era Heian. Pero lo más interesante está en el segundo cuento, aquel que inspira la novedosa trama y que llevó a hablar del “efecto rashomon” como ejemplo de perspectivismo y relativismo. ¿De qué se trata? De mostrar que no existe una mirada objetiva sobre los hechos sino perspectivas atravesadas por la subjetividad de los intervinientes.
Lejos de haber avanzado en una dinámica que nos iguale, asistimos a los diversos modos en que se instituye quién puede y quién no puede participar en el debate público; quién está “en la verdad” y quién está siempre “fuera de ella”
El cuento está estructurado a partir de los relatos y las comparecencias de testigos y protagonistas de un episodio ocurrido en un bosque cuyo desenlace habría sido el asesinato de un hombre y la violación de una mujer. Eso es lo que se logra reconstruir a partir de los testimonios de un leñador, un monje budista, un “soplón”, la anciana suegra del muerto, el supuesto asesino, la mujer que habría sufrido la violación y hasta el propio muerto a través de los labios de una bruja. Todos afirman cosas distintas. El bandido confiesa haber matado al hombre y dice que lo hizo porque tras abusar de su mujer ella le pidió que lo matara, algo que hizo tras batirse a duelo; la mujer dice que efectivamente fue abusada por el bandido y que su marido, quien yacía atado, le pidió que lo matara porque no podría vivir en el deshonor que suponía el acto que había presenciado. Ella habría aceptado hacerlo para luego suicidarse pero, tras clavar el puñal sobre el pecho de su marido, se desvaneció y al despertar intentó quitarse la vida sin éxito. Finalmente, el relato del espíritu del muerto a través de los labios de la bruja dice que el bandido violó a su mujer pero que ella, presa de la vergüenza por el hecho de que su marido haya sido testigo del ultraje, le pidió al bandido que lo mate. Como éste se rehusó a hacerlo, fue el propio marido quien se suicidó clavándose un puñal en el pecho.
El cuento es por demás interesante porque muestra que el perspectivismo y el relativismo están presente no solo en discusiones políticas o en grandes debates de ideas sino en hechos concretos, en principio, incontrovertibles. Va tan lejos que ni siquiera pone a las víctimas (el hombre asesinado y la mujer abusada) en un lugar de privilegio. Ellos también son “solo una mirada más” sobre un hecho.
Si bien supondría un desarrollo en un espacio del que no disponemos, cabe decir que, en líneas generales, el perspectivismo y el relativismo como rasgo propio de la posmodernidad han sido la respuesta a puntos de vista que, amparados en una supuesta objetividad, no hacían más que intentar imponer a través de la violencia lo que era un interés particular. De hecho no se falta a la verdad cuando se observa a lo largo de la historia cómo imperios, religiones, etnias o géneros se han situado en el lugar de representantes de una verdad objetiva que justificaría todo tipo de sometimientos sobre otros grupos humanos.
Expuesto así, y más allá de todos los grandes problemas que el relativismo y el perspectivismo suponen, denunciar el modo en que el poder se esconde detrás de la presunta objetividad ha servido para igualar las posiciones y dejar en claro que no hay puntos de vista que representen en la tierra el “ojo de Dios”. Podría, entonces, decirse que fue un paso más en un lento proceso igualitarista. Sin embargo, las consecuencias indeseadas del relativismo, ya señaladas en las discusiones entre filósofos y sofistas hace 2500 años, obligan a tomar nuevos parámetros. Dicho de otra manera, dado que el relativismo lleva a que todo valga lo mismo y ante la evidencia de que, en algunos casos, por denunciar valores universales se acaban justificando aberraciones contra, por ejemplo, mujeres o niños en nombre del “relativismo cultural”, se hizo necesaria la aparición de una nueva moralidad y unos nuevos criterios de validación para la intervención en los debates públicos.
Podemos entonces observar un doble juego de positividad y negatividad por el que se construye quién puede y quién no puede hablar, esto es, un doble juego que le pone un límite al relativismo del “efecto rashomon”.
Por un lado, como ya hemos mencionado aquí alguna vez y como vienen señalando muchísimos autores, ha comenzado una suerte de competencia por la victimización. Qué persona o qué grupo es más víctima que el otro ha devenido la marca de nuestro tiempo porque alcanzar el status de víctima supone automáticamente estar “en la verdad”. Por eso hasta los poderosos hoy buscan posicionarse en el lugar de víctima y lo que en un principio era una lógica adoptada por la izquierda hoy es también propiedad de la derecha.
Por otro lado, este movimiento para establecer quién puede hablar es complementado con un criterio para determinar quién no puede hacerlo y allí aparece la idea del fascismo, el lenguaje del odio, etc.
Intuyo que ninguno de nosotros se va a oponer a limitar al fascismo y al odio. Sin embargo, el problema es que “fascismo” y “odio” se han transformado en significantes vacíos que hoy en día son, en muchos casos, utilizados para estigmatizar cualquier opinión que no nos guste. Así, prácticamente no hay discusión en redes sociales que no termine con alguno de los participantes acusando de “facho” o “facha” al otro y las razones pueden ir desde su ideología política en sentido amplio hasta su posicionamiento respecto a si se debe comer carne o usar trenzas.
A propósito de ello, viene a mi mente la categoría creada por el filósofo australiano Kenneth Minogue mencionada en el último libro de Douglas Murray, La masa enfurecida. Minogue habla del “síndrome de San Jorge jubilado”. La leyenda cuenta que Jorge era un soldado nacido en Capadocia a finales del siglo III que luchó en favor del imperio romano y que murió como un mártir por no renunciar a la fe cristiana en tiempos de la persecución que había lanzado el emperador Diocleciano. Rápidamente comenzó a ser venerado y varios siglos después empezó a circular la leyenda de su victoria frente a un dragón que asolaba una comunidad de paganos. De aquí que en distintos lugares del mundo, desde Inglaterra hasta Georgia, se lo considere patrono y se observen las distintas representaciones de nuestro héroe matando al dragón desde arriba del caballo. Según Minogue, un San Jorge jubilado representa bien el fenómeno al que estamos asistiendo. Está jubilado porque los dragones contra los que peleaba ya no existen y es por eso que acaba inventándolos. En el libro citado, Murray agrega: “hoy en día, la vida púbica está llena de gente ansiosa por echarse a las barricadas cuando la revolución ya ha terminado (…) Sea como fuere, toda exhibición de virtud requiere exagerar los problemas, lo que a su vez hace que los problemas crezcan todavía más”. En esta misma línea, el filósofo italiano Diego Fusaro, que está en las antípodas ideológicas de Murray, indica en su libro El contragolpe: “El antifascismo patético y vil de las izquierdas de hoy es globalista, ultracapitalista y en ausencia total de fascismo. (…) Son antifascistas en ausencia de fascismo para no ser anticapitalistas en presencia de capitalismo”.
En síntesis, el relativismo que fue útil para señalar las imposiciones que se hacían en nombre de valores universales que escondían un punto de vista particular, ha dado lugar a nuevos valores tan o más violentos como aquellos a los que se intentaba combatir. Así, lejos de haber avanzado en una dinámica que nos iguale, asistimos a los diversos modos en que se instituye quién puede y quién no puede participar en el debate público; quién está “en la verdad” y quién está siempre “fuera de ella”.
Por cierto, ¿alguien hubiera pensado que, en pleno siglo XXI, defender algún grado de objetividad y advertirle a San Jorge que los dragones existen pero están escondidos detrás de buenas causas, sería toda una herejía?
Foto: Alyzah K.