A primera vista, hay mucha gente relativista en el mundo acomodado y en nuestros días; a segunda vista, apenas hay cuatro personas coherentes que se desenvuelvan en virtud de esa filosofía de vida. Si hay una prueba estruendosa de esto es el modo en que nos tomamos los asuntos legales; nada más natural e irrefrenable en el ser humano que preguntarse por lo que es justo y bueno de manera universal.
Sin ética objetiva todos los debates legales serían hueros, es decir, solo aptos para técnicos. Si casi nadie se sustrae a dejar estos asuntos en manos de los leguleyos (¿falta alguien por sentenciar si es inocente o culpable el Fiscal General del Estado?) es precisamente porque incluso la mayoría de quienes como pose lo niegan —por lo visto puntúa para ser considerado tolerante y empático— creen en lo objetivamente justo. Si la tesis de que «administración de justicia» no es un título irónico concita a muchos es porque la vida, cuando es injusta, nos resulta sumamente desagradable, y no solo la nuestra, por interés egoísta, sino también, a poco que tengamos el corazón cultivado, la de los demás.
Decía Simone Weil que toda filosofía es una investigación sobre el valor; con más razón lo es toda filosofía moral, toda ética
Ahí es donde se vuelve apasionante el derecho natural, que es un puente entre la moral y las leyes. El derecho natural se adentra en la pregunta más antigua y fascinante del ámbito jurídico: ¿qué es lo justo más allá de las leyes escritas por los hombres? Más que un conjunto de normas se presenta como la búsqueda de principios universales —como la vida, la libertad o la dignidad— que no dependen de gobiernos ni de épocas, sino que brotan de la naturaleza misma del ser humano. Aparece entonces la vieja amiga de la conciencia humana: la universalidad. Al interrogarse sobre si deben obedecerse leyes injustas, o sobre qué fundamentos sostienen la dignidad humana, el derecho natural nos invita a pensar que la justicia no se reduce al código ni al tribunal, sino que hunde sus raíces en lo eterno y lo común a todos.
Escribe Leo Strauss en Derecho natural e historia: «Renunciar [al derecho natural, esto es, a la objetividad de lo justo] equivale a afirmar que la diferencia entre el bien y el mal viene determinada únicamente por los legisladores y tribunales de cada país. Ahora bien, nadie puede negar que es válido, y en ocasiones incluso necesario, hablar de leyes y decisiones “injustas”. Al emitir tales juicios presuponemos la existencia de valores morales independientes del derecho positivo y más elevados que este, valores que nos permiten poner en tela de juicio el derecho positivo». Este punto es sumamente importante; frente a la tesis generalizada, que es que la victoria del iuspositivismo sobre el iusnaturalismo supone el jalón de la modernidad, resulta que es al contrario: negar que exista un derecho natural nos deja en manos de los poderosos. Como ahora estamos sufriendo y de qué manera el sanchismo, no hace falta que me extienda sobre los peligros reales de dar por bueno que «si es legal es moral».
Sigue Strauss: «Muchos opinan hoy que dichos valores no son, en el mejor de los casos, más que el ideal que adopta nuestra sociedad o “civilización” y que se ve representado en nuestro modo de vida y nuestras instituciones. No obstante, según este mismo criterio, todas las sociedades tienen sus propios ideales, las sociedades caníbales no menos que las civilizadas. Si el hecho de contar con la aceptación de una sociedad valida de por sí cualquier principio, el canibalismo es tan legítimo o razonable como la llamada vida civilizada […] Si no existiera ningún valor que prevaleciera sobre el ideal de nuestra sociedad, no tendríamos posibilidad alguna de adoptar una distancia crítica respecto a este. Con todo, el mero hecho de que podamos cuestionar el ideal de nuestra sociedad pone de manifiesto que hay algo en el individuo que escapa a los límites de la convención social». Nótese que, en ausencia de este reconocimiento de la conciencia, no hay ciudadanía ni democracia, solo adscripción a la tribu, aunque se llame nación o gobierno. «De ello se desprende que podemos —y, por tanto, debemos— buscar un sistema de valores que nos permita juzgarlos ideales de cualquier sociedad». No hay pensamiento crítico sin objetividad —moral o de otra clase—. «Surge así el problema de las prioridades, problema que no se puede solucionar de un modo racional si no contamos con un conjunto de valores que nos sirvan de referente a la hora de distinguir entre necesidades reales y ficticias, así como discernir la jerarquía en que se ordenan los distintos tipos de necesidades reales. El problema que plantean las necesidades enfrentadas de la sociedad no se puede resolver si no conocemos el derecho natural».
Es menester hacer un inciso: ni que decir tiene que el derecho natural ha sido ladinamente empleado en el pasado para hacer pasar por objetivo lo que solo era lo que el poder, una vez más, pretendía imponer. No es este derecho ninguna suerte de conjuro mágico; claro que puede ser instrumentalizado. No obstante, descartarlo por ese motivo sería como renunciar al amor o la verdad con la excusa de las tropelías que en su nombre se han cometido, cosa que por supuesto es la marca de agua de la posmodernidad. «El reconocimiento de los principios universales» —añade Strauss— «tiende a impedir que los hombres se identifiquen al cien por cien con el orden social que el destino les depara, o que lo acepten […] El reconocimiento de principios universales obliga al hombre a juzgar el orden establecido».
Aquí es donde buena parte de la contemporaneidad, que no reconoce objetividad sino a las ciencias, embarranca. «Es posible que la ciencia social nos proporcione gran sabiduría e inteligencia por lo que se refiere a los medios para conseguir cualquier fin que nos propongamos, pero se declara incapaz de ayudarnos a distinguir entre fines legítimos e ilegítimos, justos e injustos». Descoloca, en este sentido, con qué facilidad cualquier cuñado se considera un experto en cuestiones éticas mientras es capaz de reconocer su ignorancia en asuntos legales. Y el poco empeño que suele hacerse en reducir esa ignorancia, siendo este el saber de la decisión y por lo tanto el que va al núcleo de nuestras posibilidades vitales. Como dice Strauss, «nos comportamos, pues, como seres sanos y sensatos ante las cosas más triviales, pero nos la jugamos como locos con los temas más serios: sensatez al detalle, locura al por mayor. Si nuestros principios no cuentan con más apoyo que nuestras ciegas preferencias, será admisible todo lo que un hombre se atreva a hacer. El actual rechazo del derecho natural conduce al nihilismo».
«El historicismo culminó en nihilismo»; dice nuestro autor; por eso hay tantos nihilistas positivistas. No importa repetir la obviedad lógica de que siguiendo ese razonamiento el relativismo es relativo y el historicismo histórico, luego no son teorías ciertas; esta gente es pertinaz en su incoherencia. Pero peor es la parte en que relativistas e historicistas se tienen por más empáticos y amables. El derecho natural (el objetivismo moral) sostiene que la verdad humana es accesible al hombre; es generoso con la especie. El historicismo, en cambio, es condescendiente con el subdesarrollado, y frente la especie es cínico, cuando no sarcástico. Solo el objetivista puede contender «lo que hay»; y la propia existencia de cuestiones de valor (que no todo sean cuestiones de hecho) apunta a la objetividad. Que la moral no es una mera cuestión de gustos nos consta por los agudos conflictos que experimentamos en estos asuntos.
«Existe un conflicto abierto entre el respeto hacia la diversidad o la individualidad y el reconocimiento del derecho natural», advierte Strauss, que parece estar hablando de lo que nos pasa justo ahora. «Cuando los liberales se impacientaron ante los límites categóricos que incluso la versión más liberal del derecho natural impone a la diversidad o la individualidad, se vieron obligados a elegir entre el derecho natural y la práctica desinhibida del individualismo, y se decantaron por lo segundo». El caso es que se puede ser liberal y objetivista moral (faltaría más), si bien, como dice Strauss, «el relativismo liberal hunde sus raíces en la tradición de la tolerancia propia del derecho natural o en la idea de que toda persona cuenta con el derecho innato a buscar la felicidad tal y como ella la entiende, pero, en sí, dicha doctrina constituye un semillero de intolerancia».
No es solo que el objetivismo moral sea cierto —vale decir: que refleja de manera más fidedigna que su opuesto la experiencia moral humana—; también es estrictamente necesario para que el mundo siga mejorando. «Una vez que nos percatamos de que los principios de nuestras acciones no tienen más apoyo que una opción tomada a ciegas, dejamos de creer en ello»; sorpresa: el tan tolerante relativismo desactiva la lucha por la justicia. «Ya no podemos entonces obrar bajo su dictado de forma incondicional, ni tampoco seguir viviendo como seres responsables […] La ineludible consecuencia práctica del nihilismo es el fanatismo cavernario». De modo que el relativismo no es solo falso: también es sumamente peligroso.
Decía Simone Weil que toda filosofía es una investigación sobre el valor; con más razón lo es toda filosofía moral, toda ética. Para quienes niegan el derecho natural —que es negar la objetividad moral que queremos que nuestras leyes reflejen—, este pasaje final de la mujer que asombró al mundo con su profundidad espiritual, su combate por los más desfavorecidos y su bondad sin límites: «La historia nos enseña que todo principio de justicia es inmutable».
Foto: Amir Arabshahi.
[El último libro de David Cerdá es El bien es universal. Una defensa de la moral objetiva, en Rialp]
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