Sir Roger Scruton, un brillante filósofo británico, falleció el pasado 12 de enero a los 75 años tras unos meses de lucha con el cáncer. Scruton ha alcanzado un notable reconocimiento más allá del gremio académico por ser un conservador apasionado, convencido y beligerante. Su carrera académica y su producción intelectual han sido muy poco convencionales tal vez por la necesidad de enfrentarse a dos vicios que detestaba, el izquierdismo basado en vaguedades y la absurda creencia de muchos pensadores en que un buen consenso dentro de un grupo bien organizado puede ser un sustituto ventajoso de la verdad.

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Scruton que por sus orígenes familiares y académicos bien podría haber acabado siendo un progre (aunque británico) al uso, se volvió, según propia confesión, en conservador durante los sucesos de mayo del 68 en París: “De repente me di cuenta de que estaba en el otro lado. Lo que vi fue una multitud ingobernable de hooligans de clase media auto-indulgentes. Cuando les pregunté qué querían, qué intentaban lograr, todo lo que obtuve fue una ridícula receta de eslóganes marxistas. Me disgustó y pensé que debía haber un camino de regreso a la defensa de la civilización occidental contra estas cosas. Fue entonces cuando me convertí en un conservador. Sabía que quería conservar las cosas en lugar de derribarlas”.

Tras ese giro vital, Scruton se propuso estudiar a fondo el pensamiento conservador y encontró en Burke una amplísima inspiración que nunca ha abandonado, el aprecio de la buena política (que en ocasiones ha llamado filosófica) frente al parloteo y el oportunismo electoral (lo que le llevó a enfrentarse en más de una ocasión con los políticos conservadores), y el empeño en defender siempre una versión fuerte de la idea de verdad. Scruton no tenía el menor inconveniente en aplicar análisis de apariencia ruda y tajante ante ideas de apariencia muy sofisticada (son famosos sus exabruptos contra el postmodernismo, por ejemplo) y le gustaba someter las propuestas idealistas de los pensadores a contraste con situaciones concretas, así escribió acerca del pragmatismo (que implica que la verdad se reduzca a su utilidad) que era muy paradójico que, por ejemplo, el feminismo pudiera resultar cierto, pues parece muy conveniente para triunfar en las universidades americanas, pero que resultaría sin duda falso a la vista del desastre que podría resultar de adoptarlo en el Irán rural.

Scruton ha sido objeto de persecución por sus ideas, y porque la burla de los tópicos progresistas fue su afición favorita, pero siempre prefirió la renuncia a honores y posiciones académicas al tormento de tener que renunciar a decir lo que creía verdadero

Su capacidad polémica y su irónico carácter no ayudaron a hacerlo muy popular en el ámbito académico, con frecuencia escorado a la izquierda y siempre tan reverente ante lo políticamente correcto. Cuando daba clase en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, Scruton dijo que él era el único conservador allí, a excepción de la mujer que servía las comidas.

En los 70 creó un grupo de pensadores con el fin de ayudar a que los torys tuviesen unas posiciones sólidas y que se expusiesen con acierto, un propósito que compartía Margaret Thatcher, que asistió a algunas de sus reuniones y pensaba que los conservadores necesitaban una filosofía, para poder confrontar con ellas sus políticas como lo hacían los laboristas. Scruton nunca ha abandonado esa idea filosófica de la política, que siempre resultará muy polémica frente a las tendencias al pragmatismo de los políticos conservadores. En un texto bastante reciente (Cuadernos de pensamiento político julio / septiembre 2015) escribió lo siguiente

“En Gran Bretaña acabamos de vivir unas elecciones generales en las que, para sorpresa general, el Partido Conservador ha ganado con mayoría absoluta. La sorpresa se debe al hecho de que ahora las campañas electorales se dirigen casi exclusivamente a aquellos que no tienen las ideas claras, de forma que las cuestiones realmente importantes ya no se discuten por miedo a asustar a gente que se asusta fácilmente. Así, la forma más simple de ganar unas elecciones consiste en mantener a tu electorado fiel mientras tratas de lograr el “voto flotante”. Puesto que tus votantes fieles lo serán mientras las alternativas sean peores, la estrategia más recomendable será dirigir toda la propaganda a aquellos que están permanentemente cambiando de opinión. Esto implica que todo el debate político se concentre sobre una pequeña parte del electorado que no tiene creencias, ni ideales, ni preocupaciones fijas, sino tan solo una pregunta: “¿Qué hará el Gobierno por mí?” En estas circunstancias es poco probable que los políticos se vean animados a la reflexión filosófica; tampoco lo es que las políticas respondan a las necesidades e intereses reales de la gente. Y sin embargo, solo bajo la perspectiva filosófica pueden estas necesidades e intereses ser entendidos completamente”.

El conservadurismo de Scruton es muy consecuente y fácil de comprender, porque parte de dos asunciones: en primer lugar, de una experiencia muy común, que las cosas buenas se destruyen fácilmente, pero no se han creado con tanta facilidad y suelen ser muy difíciles de recuperar cuando se destruyen, y también de una actitud reticente, muy británica, por cierto, frente a las vagas promesas del paraíso o las afirmaciones pretenciosas y vacías. Cuando valores como la paz, la libertad, o la ley, cuya vigencia depende de la cooperación entre todos, se ponen en riesgo por no parecer tan perfectos como las ensoñaciones de los demagogos corremos un peligro cierto.

Ese contraste entre la imperfección de la realidad y la seducción de las promesas (por más que sean puras invenciones o disparates ya experimentados) da lugar a que exista una cierta desventaja sentimental en las posiciones conservadoras, porque sus recomendaciones pueden ser correctas y oportunas, pero pueden parecer aburridas, mientras que las fantasías de los oponentes suelen proponerse como más emocionantes, aunque puedan ser por completo erróneas o contradictorias y acaben por llevar al desastre. El pretendido anhelo de perfección que siempre invocan las izquierdas suele terminar en pobreza y sumisión, pero no es fácil combatir promesas tan excelsas y de apariencia desinteresada.

Scruton ha sido objeto de persecución por sus ideas, y porque la burla de los tópicos progresistas fue su afición favorita, pero siempre prefirió la renuncia a honores y posiciones académicas al tormento de tener que renunciar a decir lo que creía verdadero. El último episodio de intolerancia con unas ideas tan claras y pacíficas fue su fulminante expulsión de una Comisión gubernamental bajo la falsa acusación de sostener posiciones racistas y homófobas, pero, por fortuna, el Spectator consiguió demostrar la manipulación a que se habían sometido las palabras del filósofo en una entrevista, Scruton obtuvo disculpas y fue repuesto.

Poco antes de morir escribió “Durante este año mucho se me ha arrebatado: mi reputación, mi prestigio en el mundo intelectual, mi posición en el movimiento conservador, mi paz de espíritu, mi salud. Pero se me ha devuelto mucho más: gracias a la generosa defensa de Douglas Murray, gracias a los amigos que han permanecido a mi lado, […] Cuando llegas al borde de la muerte empiezas a comprender el significado de la vida, y lo que significa es: gratitud”. Son palabras de enorme nobleza, lógicas en alguien que, por encima de todo, ha pretendido que la verdad de las cosas más simples y obvias no perezca a manos de quienes solo buscan el dinero, el poder y la fama, aunque ello suponga aplastar a quien haga falta.

Foto: Fronteiras do Pensamento


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web