Una nueva tormenta geopolítica ha estallado dentro de las filas de la Unión Europea y la OTAN. El viernes, el tribunal constitucional de Rumania anuló in extremis los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales celebradas el mes pasado, después de que los servicios de inteligencia rumanos advirtieran sobre una “acción híbrida agresiva” por parte de Rusia para influir en la votación a través de la plataforma de redes sociales china TikTok.

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Se había programado una segunda vuelta para el domingo, en la que Calin Georgescu, un outsider con controvertidas opiniones sobre la relación de Rumanía y Rusia y crítico con la OTAN, era el favorito para ganar. De haberse consumado la victoria de Georgescu habría supuesto un nuevo golpe para la política del establishment en Occidente apenas un mes después del colapso del gobierno alemán, y en la misma semana en la que el gobierno francés confeccionado por el presidente Emmanuel Macron cayera bajo la presión de la extrema izquierda y la derecha francesas.

La decisión del tribunal constitucional rumano de anular los resultados de la primera vuelta, paralizando así la celebración de la segunda y dejando en el limbo el proceso electoral, estaría sustentada en la desclasificación de los informes de los servicios de seguridad

El candidato Georgescu se había comprometido a retirar el apoyo de Rumanía a Ucrania y reorientar las relaciones con Rusia, China y Hungría. Y también a nacionalizar los servicios públicos y expulsar a los inversores extranjeros. Esta última medida está relacionada con la orientación proteccionista de Georgescu y su manifiesta hostilidad hacia las multinacionales que operan en el país, a las que acusa de cooperar con el establishment que mantiene a Rumanía sumida en la corrupción y la pobreza.

Según publican diferentes medios internacionales, la decisión del tribunal constitucional rumano de anular los resultados de la primera vuelta, paralizando así la celebración de la segunda y dejando en el limbo el proceso electoral, estaría sustentada en la desclasificación de los informes de los servicios de seguridad, según los cuales una sola cuenta de TikTok realizó pagos por importe 381.000 dólares en un único mes (a partir del 24 de octubre) a influencers que habían apoyado a Georgescu con sus contenidos sin que Tik Tok los etiquetara como propaganda política.

También los servicios secretos informaron de que hubo más de 85.000 intentos de piratear los sistemas de datos electorales en el período previo y el día de la primera ronda de votación de noviembre. Una acción coordinada que, según los mismos informes, tenía todas las características de una injerencia externa patrocinada por algún Estado (es de suponer que Rusia).

Sin embargo, esta medida sin precedentes fue condenada incluso por el oponente político de Georgescu, la candidata Elena Lasconi, quien dijo: «Hoy es el momento en que el Estado rumano pisoteó la democracia. Dios, el pueblo rumano, la verdad y la ley prevalecerán y castigarán a los culpables de destruir nuestra democracia”.

Seguridad o democracia: una disyuntiva sin salida

No cabe duda que lo sucedido en Rumanía sienta un peligroso precedente y coloca a las democracias occidentales frente a una endiablada disyuntiva en la que vuelve a cobrar fuerza la idea de que es posible manipular unas elecciones usando las redes sociales. Y que, en consecuencia, se hace necesario imponer un mayor control de los estados sobre los contenidos en línea. Lo que podría tener consecuencias muy adversas para la propia democracia. Pues, amparados en supuestas amenazas, los gobernantes europeos o la propia Comisión Europea podrían extralimitarse para favorecer sus candidaturas o iniciativas políticas predilectas.

Abrir la puerta a un mayor control político de las redes sociales so pretexto de “preservar la democracia” tendrá consecuencias muy negativas para la propia democracia

Para que tal control fuera siquiera concebible, habría al menos que formularse y responder algunas preguntas. ¿Cómo establecer de forma ecuánime que una propaganda electoral es ilegítima? ¿Con qué parámetros objetivos, y no meras sospechas o indicios, se establecerá que unas elecciones pueden ser anuladas? ¿Se considerará también injerencia extranjera la información coincidente de distintos medios extranjeros en favor de un determinado partido o candidato durante la campaña electoral de un país europeo, máxime cuando estos medios además de sus propias plataformas emplean también las redes sociales para difundir sus contenidos? En definitiva, ¿dónde y cómo se dibujarán las líneas que delimiten que un mensaje o contenido en las redes sociales es democráticamente legítimo o no?

Me temo que por mucho que se afine en las respuestas a estas preguntas, y por bienintencionadas que éstas sean, abrir la puerta a un mayor control político de las redes sociales so pretexto de “preservar la democracia” tendrá consecuencias muy negativas para la propia democracia.

En mi opinión, la única manera de establecer que un proceso electoral ha sido contaminado es demostrando fehacientemente que se ha vulnerado la ley que lo rige. Por ejemplo, demostrando que se ha manipulado el recuento de votos o aportando pruebas de financiación irregular en la campaña de un candidato; en el caso que nos ocupa, que Calin Georgescu utilizó a sabiendas en su campaña recursos económicos no declarados, provengan estos de agentes nacionales o extranjeros.

Demostrar esto, evidentemente, es difícil. Y muy probablemente esta dificultad está siendo aprovechada por personajes como Vladimir Putin para tratar de desestabilizar a los países europeos influyendo de forma encubierta en sus procesos electorales. Sin embargo, este temor no debe hacernos olvidar que si algo caracteriza a una democracia frente a una dictadura es disponer de un sistema legal extremadamente garantista con los derechos civiles.

Así pues, del mismo modo que este sistema garantista establece el principio de que todo ciudadano es inocente hasta que se demuestre lo contrario más allá de cualquier duda razonable, una candidatura política debería considerarse legítima hasta que se demuestre lo contrario más allá de cualquier duda razonable. En consecuencia, si los indicios o las pruebas circunstanciales no son suficientes para condenar a un presunto delincuente, tampoco deberían serlo para deslegitimar a un candidato y anular los resultados de unas elecciones.

Cabe también preguntarse si la injerencia de potencias extranjeras mediante campañas concertadas en las redes sociales es la única y verdadera amenaza. O si quizá podría haber otro tipo de acciones bastante más eficaces, aunque menos llamativas, sobre las que las élites europeas pasan de puntillas. Porque son demasiadas las políticas suicidas que se han ido imponiendo en nuestros países gracias a las directivas emanadas de la UE, y votadas por nuestros gobiernos, en las últimas décadas, demasiadas como para creer que sólo obedecen a la ideología, el sectarismo o a la estupidez de nuestros políticos. Huele a corrupción y a dinero, a dinero extranjero.

Disparates como la transición energética y el compromiso de cero emisiones para 2050, la prohibición de los motores de combustión interna para 2035, la Ley de Restauración de la Naturaleza, o la llamada taxonomía social, que entorpece el acceso a financiación a industrias críticas para el crecimiento económico, no parecen meros despropósitos, porque ni siquiera los políticos más necios alcanzan a ser tan estúpidos. Todas estas iniciativas tienen sospechosamente un denominador común: dejar Europa a los pies de los caballos. Es decir, someterla a los intereses de potencias extranjeras como China.

Una insatisfacción creciente

Sea como fuere, el problema de fondo de Europa trasciende la disyuntiva entre primar la seguridad frente a las injerencias extranjeras, en detrimento del garantismo democrático, o asumir ciertos riesgos a cambio de preservar intacto lo segundo. Este problema es la insatisfacción creciente de los ciudadanos con las élites gobernantes europeas. Y esta insatisfacción no es fruto de la la manipulación, sino que hunde sus raíces en un proceso de estancamiento, empobrecimiento e incertidumbre, ante el que los partidos y políticos tradicionales se han mostrado peor que incompetentes.

En muchos países europeos las regulaciones y el peso del Estado en la economía han aumentado considerablemente, lo que ha drenado los recursos privados y provocado una falta de inversión e innovación crónicas

La crisis financiera de 2008 y la crisis de deuda soberana en la eurozona dejaron un legado de crecimiento lento, alto desempleo en algunos países y niveles elevados de deuda pública. Esto no sólo limitó la capacidad de los gobiernos para estimular la economía a través de políticas fiscales más relajadas, sino que éstas tendieron a ser expansivas, afectando muy negativamente tanto a los particulares como a las empresas.

En muchos países europeos las regulaciones y el peso del Estado en la economía han aumentado considerablemente, lo que ha drenado los recursos privados y provocado una falta de inversión e innovación crónicas. Así, Europa ha mostrado tasas de inversión empresarial mucho más bajas que otras regiones como Estados Unidos.

Esto explica la menor capacidad de Europa para liderar sectores tecnológicos clave, lo que ha reducido su competitividad, debilitado a sus empresas y limitado las oportunidades laborales, provocando la salida del continente de los profesionales más cualificados. Un círculo vicioso en el que la menor inversión e innovación y la fuga de talento se retroalimentan, empobreciendo al conjunto de los europeos. A esto hay que añadir los elevados costos energéticos, que, combinados con altas tasas de inflación, han mermado el poder adquisitivo y reducido la confianza del consumidor y del inversor​, sin olvidar que las políticas monetarias restrictivas han encareciendo el crédito y reducido la inversión y el consumo.

La enfermedad de Europa

Europa tiene un problema, casi más bien una enfermedad, y ese problema se llama estatismo. Francia, por ejemplo, es el paradigma de la dependencia social, el gasto estatal y la pérdida de competitividad que se enseñorean del continente. El gasto público francés se ha situado en las últimas décadas por encima del 50% del PIB, en una tendencia al alza que ha convertido al país galo en la nación desarrollada con la economía más intervenida del mundo.

Los europeos antes tenían la certeza de que en su lado del Muro la prosperidad estaba garantizada. Hoy, sin embargo, esa certeza ha desaparecido

Macron se postuló como el reformista que daría la vuelta a esta situación. Sin embargo, en 2020, durante la pandemia, el gasto del Estado francés llegó a superar el 61% del PIB. Y tres años más tarde, este récord apenas se había reducido en 4 puntos, situándose en el 57%. Sólo para subsidios de desempleo Francia gasta actualmente el equivalente a más de 4% de su Producto Interior Bruto, es el país de la UE que más dinero destina a subvenciones y su legislación es líder a la hora de penalizar la transición de las pequeñas empresas a medianas.

Así pues, siete años después de que Macron fuera elegido por primera vez presidente de la República, Francia sigue caminando con paso firme hacia el colapso.

Pero Francia no es un caso excepcional. La antaño locomotora de Europa, Alemania, también ha entrado en una grave crisis. En general, Europa llevan décadas descolgándose de la prosperidad al mismo tiempo que el peso de sus estados en el PIB y el tamaño de las regulaciones no han hecho sino aumentar.

Sin embargo, la situación de Europa no es culpa sólo de ​unas élites gobernantes incapaces o corruptas; también lo es la mentalidad imperante en numerosos ciudadanos que, en vez de exigir reformas estructurales encaminadas a hacer más competitivo al viejo continente, demandan aún más gasto público y más proteccionismo, precisamente lo que lleva décadas empobreciéndolos y haciéndolos cada vez más dependientes de los políticos y burócratas que tanto dicen detestar. De hecho, es difícil decantarse sobre qué resulta más peligroso de personajes como Calin Georgescu, si su supuesta connivencia con Rusia, o sus recetas económicas proteccionistas y estatalistas.

Con todo esto quiero decir que sin bien la injerencia de potencias extranjeras puede ser una amenaza, el peor enemigo de Europa son sus propios políticos… pero también la mentalidad estatalista que impera en buena parte de los ciudadanos. Ambas cosas han convertido a Europa en un continente inestable, débil y dependiente sin ninguna capacidad de disuasión. Una presa fácil para las injerencias de cualquier tipo, especialmente las que no se ven.

En mi opinión, se tiende a sobredimensionarse el poder de manipulación que las redes sociales tienen, en vez de analizar las razones de fondo que definen el estado de ánimo de una sociedad dispuesta a votar a quienes prometan darle una patada al establishment.

Antes, si bien las redes sociales no existían, las potencias extranjeras, como la Unión Soviética, utilizaban todo lo que estaba a su alcance para influir y manipular a la opinión pública. Se infiltraban en los entornos académicos e intelectuales, en el mundo del cine y del espectáculo, compraban a políticos y periodistas, financiaban de forma encubierta partidos y asociaciones no gubernamentales, a activistas y ecologistas, y a menudo conseguían difundir su propaganda a través de los medios de masas entonces dominantes. La acción exterior encaminada a desestabilizar Europa no es nada nuevo, ni mucho menos. Sin embargo, los ciudadanos europeos de entonces no votaban masivamente a outsiders presuntamente patrocinados por sus enemigos. ¿Por qué ahora sí?

Tal vez la respuesta a esta pregunta sea más sencilla de lo que puede parecer. Los europeos antes tenían la certeza de que en su lado del Muro la prosperidad estaba garantizada. Hoy, sin embargo, esa certeza ha desaparecido. Y ni los gobernantes ni buena parte de los electores parecen haber comprendido todavía por qué.

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