La obra de Cervantes constituye, sin duda, uno de los más nobles y certeros relatos acerca de la vida humana y ha sido tomada, en muchas ocasiones, como muestra inequívoca de una dualidad de caracteres que conviven en la sociedad y, tal vez, muy especialmente en nuestra vapuleada España, en especial cuando se nos mira con cariño y no sin admiración por los hispanistas que no son sectarios. Cervantes no sólo describe esos rasgos, sino que critica con acidez las desmesuras y vicios de los Sanchos, pero también los del Caballero de la Triste Figura y consigue hacerlo sin dejar de ver, al tiempo, el fondo de virtud, de sabiduría y de nobleza que hay en las almas de su dos héroes.

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Desde que se escribió el Quijote existe en el mundo admiración hacia cualquiera que sea capaz de lanzarse a la ventura y enfrentarse a monstruos casi invencibles en defensa de causas que nadie defiende, de los débiles y despreciados que la sociedad olvida y abandona y esas causas suelen llamarse, no sin propiedad, quijotescas. Como de forma impensada la figura nobilísima de Don Quijote ha prestado solidez moral y aprecio humano a acciones que, de otro modo hubieran sido tenidas por propias de locos, sean empedernidos lectores o meros ignaros.

La razón por la que pueden existir y prosperar los individuos que viven de ser activistas depende enteramente de que existan Estados dispuestos a gastar cuanto sea necesario para que quienes alaban la belleza del traje del emperador, desnudo en la realidad, puedan seguir celebrando el artificio de los discursos de conveniencia del poder

Lo que no creo que hubiese cabido en las categorías cervantinas, del idealista ingenuo y el acomodaticio resabiado, es el tipo de mezcla que hoy contemplamos en tantas y tan abundantes especies de activistas casi a cada hora. La fusión de ambos arquetipos ha de ser, por fuerza, una impostura, algo que mueva más a la chanza que a la admiración. Cuando vemos a esos particulares que han hecho de su condición de activistas una cómoda manera de vivir podemos dudar, en una primera aproximación, si se trata de idealistas desinteresados o, por el contrario de pillos que conocen muy bien la condición boba de los que se lanzan a jalear sus imaginarias hazañas.

Vemos cómo, a la manera del Don Quijote que se lanzó a los anchos campos de Castilla a desfacer entuertos, existe una larga y multinacional cohorte de personajes que enarbolan causas en cuyo nombre se sienten liberados de las ataduras de las personas corrientes, que han de ganarse la vida y obedecer prolijas normas y zarandajas de todo tipo, lo que les permite, por ejemplo, apuntarse alegremente a cualquier batiburrillo que afirme dirigirse a combatir al réprobo.

Ante semejante muestra de arrojo y generosidad la mayoría de los ciudadanos no deja de asombrarse y, sin mayor reflexión, añade espesas capas de prestigio y mérito a quienes se arriesgan con tamaña bravura, muy en especial a cualquiera de los notables que suelen encabezar estas emocionantes proezas. ¿Se trata de Quijotes verdaderos? ¿Los habría colocado Cervantes bajo cualquier marbete admirable? Me temo que no, entre otras cosas, porque don Miguel sabía mirar con acuidad y distinguir entre la barba y el filósofo, entre los ajuares y la verdadera belleza.

Más bien temo que nuestro autor hubiese colocado a estos activistas a tiempo completo en la categoría de los “encantadores” sujetos astutos y perversos que se las arreglaban bastante bien para convertir las ansias justicieras de Don Quijote en causa de algún doloroso descalabro, gente falsaria y enemiga de la verdadera virtud. Don Quijote en su ingenuidad, pensaba que los encantadores nunca triunfaban en realidad y así le dice a Sancho, tras la memorable batalla con los leones: “¿Qué te parece desto, Sancho? ‑dijo don Quijote‑. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible”, pero es que Don Quijote era de natural confiado y no había tenido la oportunidad de vivir en un mundo en el que cualquier cosa puede parecer lo que convenga si se tiene el poder suficiente para hacerlo.

El truco de nuestros encantadores y falsos Quijotes está en que siendo en realidad unos Sanchos envilecidos han aprendido una forma de vivir que está hecha de una mezcla interesada de comodidad, vagancia y espectáculo que resulta muy sabrosa a sus paladares. La razón por la que pueden existir y prosperar los individuos que viven de ser activistas depende enteramente de que existan Estados dispuestos a gastar cuanto sea necesario para que quienes alaban la belleza del traje del emperador, desnudo en la realidad como sabe cualquiera que no haya vendido su juicio, puedan seguir celebrando el artificio de los discursos de conveniencia del poder, haciendo el ruido que tapa sus desastres.

Estos Quijotes de baratillo se apuntan no a un bombardeo sino a una catarata de homenajes, no sufren riesgo alguno en sus performances porque siempre actúan con la cobertura moral y física de quienes los emplean como nuestra de la excelsitud de sus mejores intenciones, de quienes suelen emplear la denuncia de los males de este mundo no para combatirlos por lo menudo y con eficacia sino para convertirse en muestra viva de su supuesta virtud sin mácula, en almas bellas de criterio indiscutible a las que se debe admiración, sumisión y aplauso.

La flotilla de Gaza, por poner un ejemplo memorable de oportunismo nada quijotesco, ha mentido bellacamente al anunciar que llevaba munición de boca y todo tipo de provisiones para consolar a las afligidas víctimas de la barbarie, se ha llevado detrás un buque de guerra, como para mostrar sin asomo de duda lo que Sánchez querría hacer y no puede, y ha vuelto a los brazos de España en aviones militares sin costo alguno para esos pasajeros de tanto mérito, con lo que se muestra que no hay dinero suficiente para agasajar la virtud y el ejemplo ciudadano cuando se manifiesta en el lugar y momento que conviene, cuando sirve lealmente a la causa del Bien que se siente momentáneamente perseguida por algunos ciudadanos escépticos, confundidos y cabreados.

Se dice que muerto el perro se acaba la rabia, pero hasta los refranes resultan inciertos cuando se trata de los activistas bien subvencionados que constituyen un auténtico ejército de reserva del poder siempre dispuesto a intervenir con celeridad en aquellos asuntos en los que el sanchismo, de Sánchez, no de Panza, pueda reavivar su energía espiritual tan desgastada por la ruda realidad. Gaza podría alcanzar la paz trumpiana, ya es mala suerte, pero para todo sabrán encontrar remedio.

Foto: Brahim Guedich.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web