Una gran mayoría de observadores de la sociedad contemporánea ha hecho notar que el sentimentalismo se ha convertido en una palanca política de primer orden, aunque no siempre se hace notar el carácter restrictivo y la anomalía moral que se oculta tras muchas de las formas de tales sentimentalismos. Como ha anotado aquí mismo Dante Augusto Palma, establecer qué persona o qué grupo es más víctima que el otro ha devenido la marca de nuestro tiempo porque alcanzar el status de víctima supone automáticamente estar “en la verdad”. Es curioso que esta valoración de sentimientos resentidos, excúlpese la paradoja, haya alcanzado tan alta cotización y hay que apuntar que, dado que no tenemos una capacidad infinita de sentir, la inflación de esta sentimentalidad milita de forma directa contra la posibilidad de cultivar otro tipo de sentimientos pues parece que, en buena medida, rige también aquí lo que pasa en economía, que la mala moneda expulsa a la buena del mercado (ley de Gresham).
Se trata de un proceso infectivo que, en nombre de la solidaridad y de la igualdad, tiende a expulsar del universo afectivo la clase de sentimientos positivos o superiores que habían venido mereciendo la alabanza pública y que eran capaces de incentivar conductas en verdad altruistas. La cosa ha llegado al extremo de propiciar que a víctimas verdaderas, como sin duda lo son las de los actos terroristas, se las pretenda acallar con procesos que, de una u otra forma tratan de convertir en víctimas a los criminales que han sido sus victimarios.
Para los que han descubierto que la queja y el victimismo es el mejor camino para obtener de barato lo que no se sabe o no se alcanza a lograr con el esfuerzo y la cooperación, el maná se encuentra en los gobiernos generosos, en los Estados que se legitiman de manera continua en la dádiva y la subvención
Toda esta clase de perversiones de la sensibilidad moral se fundan en una lectura ideológica muy sesgada de las ideas, ya tradicionales, acerca de lo que Marx llamaba la explotación del hombre por el hombre, y de sus asociaciones más o menos psicoanalíticas según las cuales la normalidad tiende siempre a ocultar un fuerte componente de alienación, violencia o malignidad. Cuando la vida se convierte en un escenario de sospechas y en una apuesta continua por subvertir los valores a los que se acusa de dominantes lo que se obtiene es, sin duda, una sociedad mucho más doliente y desconfiada que alegre y dispuesta al esfuerzo o al sacrificio en pos de bienes comunes. La negación de que exista esta clase de bienes es la premisa mayor de la queja y no deja de ser curioso que esta forma de protesta se haya alcanzado en situaciones históricas muchísimo más benignas y abiertas que las de cualquier otra época.
La floración del sentimentalismo victimista es la otra cara de la moneda de la negación del significado universal de los valores morales que son el legado conjunto de la religiosidad judeocristiana y de la tradición ilustrada. Así la libertad deja de ser un bien y un principio y se convierte en sospechosa, porque “tu libertad me encadena y me explota”. La igualdad y la fraternidad dejan de ser ideales compartidos para convertirse en reglas que permitan subrayar sus contrarias, alojar en ellas el sentimiento de desprecio y de exclusión que se asegura padecer.
El patriotismo, por ejemplo, que era el soporte del honor, la solidaridad y la piedad con los que compartimos nuestra vida, se corrompe en el nacionalismo de campanario, en la suposición permanente e irracional de que los demás, los otros, nunca nosotros, han sido y son la causa de nuestros atrasos y problemas, en la idea de que todos los que consideramos ajenos han explotado hasta el anonadamiento a nuestra patria peculiar, en la reclamación de diversas deudas históricas en cuya exigencia se tiende a menospreciar cualquier forma de objetividad, pues solo se busca exacerbar el enfrentamiento y el odio, crear en forma efectiva la herida real que se proclama existente.
Para los que han descubierto que la queja y el victimismo es el mejor camino para obtener de barato lo que no se sabe o no se alcanza a lograr con el esfuerzo y la cooperación, el maná se encuentra en los gobiernos generosos, en los Estados que se legitiman de manera continua en la dádiva y la subvención. En términos históricos, el Estado ha crecido de forma desmesurada sobre la base de que podía ejercer una labor de equilibrio entre el éxito de los triunfadores y el relativo fracaso de los obligados a depender de la iniciativa ajena, pero esa estrategia ha conducido a aparatos estatales desmesurados en una dinámica que, si la tomamos en serio, no puede conducir a otra cosa que a lo que cabría llamar una dictadura de los expertos, a un gobierno a la china al que se llegaría no por una ruptura revolucionaria con el estado liberal sino por la asunción siempre creciente de funciones y responsabilidades que dejarían a los ciudadanos sin iniciativa, sin propósito concebible y sin libertad.
Cuando vemos cómo los gobiernos se crecen en las pandemias y en las crisis económicas los más ingenuos creen que están ejerciendo un poder y una función subsidiarias, pero el hecho indiscutible es que jamás dan un paso atrás. El ideal de esa clase dirigente, aunque no siempre se formule con claridad, consiste en alcanzar el momento en el que las subvenciones dejen de depender de los impuestos porque la totalidad del capital disponible se encontraría en sus manos y, sin duda, siguen pensando los ingenuos, nos pondrían sueldos muy generosos a todos. Sería la sociedad universalmente administrada que, al final, habría llegado a su pleno florecer gracias a un continuo deterioro fruto de la sentimentalidad victimista.
Estos sentimentalismos que carecen de piedad, porque nunca conceden el menor beneficio de la duda a quienes consideran culpables, lo que consiguen es que no pueda concebirse ninguna forma de sentimentalidad positiva y creativa. Para ellos, cualquier forma de libertad es una especie oculta de explotación, cualquier competencia es un abuso de la debilidad, cualquier mérito es una obscena ocultación de las mentiras y los privilegios que otorgan las ventajas ocultas que están tras cualquier éxito concebible. Lo que les resulta intolerable es la afirmación de que alguien pueda triunfar por su esfuerzo y su capacidad, y son muchos los que por fortuna todavía pueden hacerlo, y por esa misma razón les resulta insoportable que alguno de ellos se muestre generoso con la sociedad en la que ha peleado y logrado el éxito, y por eso sus donaciones a instituciones públicas las consideran un insulto.
De nada sirve hacerles ver que una sociedad en la que todos son víctimas es una sociedad en la que no puede haber ningún responsable, pero ellos siempre tienen un reservorio de envidia para señalar a los verdaderos culpables, algo para lo que necesitan con urgencia abolir las presunciones de inocencia y los sistemas de garantías judiciales, y de ahí su inquina a la institución de la Justicia que siempre verán como una esclava de las cloacas que ellos afirman que pretenden limpiar instalándose en un poder sin cortapisas. Al final, la eclosión del victimismo es el pilar básico que necesitan afirmar para hacer verosímil su asalto al paraíso, es decir la condena a los infiernos de todos los demás.
Lo que podemos perder con el triunfo de estas revoluciones sentimentales, es mucho, es muy grave. En la medida en que triunfen estas reivindicaciones inagotables no quedará el menor resquicio para la esperanza, porque perderá sentido cualquier esfuerzo, cualquier sacrificio, cualquier sentimiento noble de estímulo, mérito, emulación y competencia. Las sociedades se hundirán en una atmósfera de mediocridad, hastío y dependencia a las órdenes de un Gran Inquisidor que sabrá muy bien que ha de borrar hasta el más leve rastro de piedad, de solidaridad personal o de caridad, porque todo habrá de quedar al arbitrio de su experta y suprema inteligencia.
Foto: Engin Akyurt.