Ahora que va para casi dos años que desde el mismísimo gobierno se nos dice que mejor seríamos una república, propongo atender a lo que verdaderamente nos duele, el ocaso de la res publica. Nunca nuestros políticos fueron menos republicanos, en sentido elevado: nunca asumieron menos deberes ni les importó menos el bien de la polis, nunca se concentraron tanto en sus propios intereses. Por ahí, y por los gestos totalitarios de los magnates de las redes sociales (el bueno de Jack, el bueno de Mark), la democracia se nos desangra. Como se ha dicho en innumerables ocasiones, la solución está en las escuelas, los institutos y las universidades. No obstante, la herida es tan profunda que en esos lugares no queda rastro del ideal que a este respecto alumbramos hace más de dos siglos.

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Nicolás de Condorcet escribió las mejores páginas de la época revolucionaria en el ámbito pedagógico. Consagró su obra a averiguar de qué modo podría la instrucción pública promover una república fuerte y un individuo libre. A su juicio, eso incluía tres cosas: aprender un oficio, desarrollar la capacidad de pensar libremente y alcanzar una capacidad civil auténtica, esto es, el suficiente bagaje ético y político para ser un miembro valioso de una sociedad libre. Pretendía que el ciudadano se sometiese a las leyes de un modo crítico; que las amase, pero siendo capaz de juzgarlas. La instrucción política que ideó perseguía capacitar a las personas para que alcanzasen sus propias conclusiones, no para asumir consignas, mucho menos para ser «de un partido» o de «una ideología» como hoy es mucha gente, al modo en que se es de la Macarena o la Esperanza de Triana, del Sevilla o del Betis.

Decía el escritor Heinrich Mann que cuando se presiente un abismo bajo la verdad uno se aferra a la mentira y la injusticia. Ese abismo se está expandiendo como virus pendenciero en su enésima ola

Para Condorcet, un individuo era tanto más ciudadano cuanto más se alejase del error. Creía, por lo tanto, como todas las personas serias, que la verdad existe. Pensaba además que combatir el error no concernía solo al ámbito civil, sino que servía de guía personal y era un camino de plenitud propia. En una carta que envía a su hija en marzo de 1794, a pocos días de su muerte, le dice: «Si no has llevado las artes a un cierto grado de perfección, si tu espíritu no se ha formado, extendido, fortificado por estudios metódicos, contarás en vano con tus recursos: la fatiga, el hastío de tu propia mediocridad prevalecerán pronto sobre el placer». Bien se ve que previó con mucha antelación lo que hoy menudea en Instagram, Facebook o Twitter.

El arranque de la primera de sus Cinco memorias sobre la instrucción pública no deja lugar a dudas, pues lleva por título: «La sociedad debe al pueblo una instrucción pública». Sin eso, afirmaba, toda pretensión de igualdad social es vana. Remachó la idea en su Informe y proyecto de decreto sobre la organización general de la instrucción pública, donde escribió que esta ha de servir para «establecer entre los ciudadanos una igualdad de hecho y hacer real la igualdad política reconocida por la ley». No se limitó Condorcet a los aspectos civiles de la enseñanza; hizo especial énfasis en la instrucción profesional. Con una notable visión de conjunto, diseñó el modo en que las distintas capacitaciones profesionales debían conjugarse para proveer a Francia de todo el talento operativo que necesitaba.

Compárese lo anterior con los cantos de sirena de la «educación emocional» y los desvaríos de la enésima ley educativa. Y recuérdese que Condorcet elevó su voz justamente cuando un nuevo totalitarismo (la era del Terror) se abría paso en el fragor revolucionario, negando a pleno pulmón que los gobiernos tuviesen la potestad de enseñar creencias o amaestrar conciencias. Incluso la Constitución, sostuvo, debía ser enseñada «como un hecho», y no como algo de por sí venerable. Renuente a cualquier clase de adoctrinamiento, su meta fue posibilitar un ciudadano autónomo y capaz de desguazar todas las manipulaciones. Frente a la instrucción pública que él defendía, Robespierre se decantaba por la educación nacional y patriótico-espartana de Lepeletier. Si Condorcet se convirtió al fin en un incordio para el Comité de Salvación Pública fue por rebatir esta clase de lemas protoestalinistas, un empeño que pagaría con su vida. Hoy, sin duda, se expondría a la muerte civil, como le ha sucedido al profesor Peter Boghossian.

Formar ciudadanos libres es lo opuesto de adiestrar súbditos. El republicano ilustrado, viva en el siglo xviii o en el xxi, es, por definición, antidespótico, y no venderá, como Esaú, la primogenitura de su libertad por el plato de lentejas de una paguita. Por eso propugnó Condorcet con tanto ahínco que la desigualdad en la instrucción constituía una de las fuentes principales de la tiranía. Para los ciudadanos no instruidos, «la libertad y la igualdad apenas pueden ser sino palabras que oyen leer en sus códigos, y no derechos de los que sepan gozar». La incultura se paga en la moneda contante y sonante de la minusvalía civil, y «el hijo del rico no será de la misma clase que el hijo del pobre si ninguna institución pública los acerca por la instrucción». Una advertencia que, por supuesto, desoyen los bandidos de la «escuela para la felicidad y la empatía», y los parásitos que se alimentan de tamaño fraude, con el que esquilman a las clases que dicen representar mientras se golpean el pecho.

Frente a estas verdades como puños, contemplamos hoy estupefactos cómo se pretende una igualdad falsa mediante la rebaja de todos los estándares. Si la educación ha sido considerada como un pilar de las sociedades libres es porque la distancia de la ignorancia al conocimiento podía salvarse, mostrando así la senda (y aportando las herramientas) para que quien partía socioeconómicamente de más abajo pudiera igualarse e incluso superar a quienes arrancaban, por la suerte del nacimiento, desde más arriba. A fuerza de empeñarnos en denigrar el conocimiento, el educando ha dejado de percibir ese salto, creyendo que todo le será dado después ejercitando un derecho. Cuando, ya crecido, descubra el engaño, los mismos que le estafaron sabrán capitalizar su indignación y su empobrecimiento, y el vicioso círculo de la infame demagogia se habrá cerrado.

Mucho ha llovido desde que Francis Bacon avisara, en sus Meditaciones sacras, que el conocimiento es poder. El último reducto de nuestra libertad, su última salvaguarda, es el juicio personal. Sin la capacidad de formarlo somos esclavos disfrazados de hombres libres. Si los vaivenes de la soberanía nacional responden a tensiones geopolíticas y estructuras de poder que no están a nuestro alcance; si la información a la que accedemos ha sido cuarteada por los medios de comunicación masivos; y si la economía responde a fuerzas globales cuyos misterios se nos escapan, solo nos queda entonces una medida para determinar quién es hoy un ciudadano libre y quién un siervo: la capacidad personal de discernir. Lo expone Condorcet sin paños calientes: «No imaginéis que las leyes mejor combinadas pueden hacer a un ignorante igual al hombre hábil y volver libre al que es esclavo de los prejuicios». La pobreza reflexiva lleva a la autocensura y a la baja autoestima. Enferma entonces el espíritu y somos presa fácil de los populismos, de todas esas simplificaciones que visceralmente propagamos empujando a nuestro mundo a un nuevo precipicio. La instrucción pública es, en definitiva, «una rendición de cuentas de los depositarios del poder al pueblo del que lo han recibido»; una idea que necesitamos retomar con urgencia ahora que hay tantos depositarios que actúan como si dicho poder les perteneciera.

La reconquista de nuestra ciudadanía efectiva pasa por recobrar el papel educador de las Humanidades, malintencionadamente descritas como un superfluo resabio de otros tiempos. En un mundo laboral que afronta cambios sin precedentes, protagonizado por la inteligencia artificial y la robótica, ser un experto en seres humanos ya no es un lujo liberal, sino una oportunidad inmediata. Google, Apple y el resto de las compañías cuya cotización bursátil nos hace salivar hace tiempo que se han dado cuenta, y se nutren de los mejores. Si no queremos perder este penúltimo tren hacia al futuro, tendremos que recuperar una educación terciaria que eduque en el pensamiento, el sentimiento —que no la emoción— y en el conocimiento de lo humano. Si no puede ser por convicción y amplitud de miras, que sea por interés entonces, pero devolvamos las Humanidades al lugar que nunca debieron haber perdido. El triple grado en Filosofía, Política y Economía (PPE) es el más demandado en tierras anglosajonas; algo han debido ver en esa combinación ganadora.

Decía el escritor Heinrich Mann que cuando se presiente un abismo bajo la verdad uno se aferra a la mentira y la injusticia. Ese abismo se está expandiendo como virus pendenciero en su enésima ola. La vacuna para ese mal, por fortuna, no hay que descubrirla, y contamos con cuantas dosis queramos; tan solo hay que querer administrarla. Condorcet, adalid de la res publica, pensaba que el hombre, para ser soberano, debía instruirse. Defendía que la especie humana tenía la responsabilidad de autoperfeccionarse, de acercarse a su summum. Como buen ilustrado y republicano, tenía fe en el futuro de la humanidad, y creía que la perfectibilidad del hombre era inconmensurable, y la educación, la herramienta para liberarlo progresivamente de la ignorancia. ¿Y nosotros? ¿Lo creemos todavía?

Foto: David Matos.


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