A finales de 2021 salió en prensa una noticia en la que se decía que los divorcios y separaciones se habían disparado en comparación con el mismo periodo de 2020, en el que el confinamiento frenó bruscamente las crisis matrimoniales. El 20 de enero de 2022, la Asociación Española de Abogados de Familia también publicó un interesante artículo en su web titulado «¿Por qué se divorcian las parejas españolas?» en el que ponían de manifiesto doce causas principales de divorcio, lo cual dio lugar a un interesante debate en redes sociales.
No soy psicóloga ni, por tanto, tengo conocimientos acerca de lo que se cuece en las cabezas de las personas que a diario vienen a solicitarme medidas para su ruptura de pareja, pero sí tengo la particular percepción que me da la observación y experiencia. Veo, por un lado, cómo se repiten determinados patrones y, por otro, cómo se producen desajustes entre las nuevas maneras de vivir en pareja y la educación recibida, aún marcadamente tradicional en lo que a roles de género se refiere.
La crisis generalizada de autoridad se ha deslizado como el agua por las rendijas de las familias, donde los hijos no respeten la jerarquía paterna y donde desde muy temprana edad se les permita decidir, olvidando que son personalidades en formación que precisan de amor, pero también de límites
En el artículo de AEAFA se destacaba que los hijos eran la principal fuente de ruptura, algo con lo que estoy de acuerdo. Por diversos motivos, la paternidad y la maternidad suelen convertirse en el detonante de la ruptura de una relación que ya hacía aguas (o no). La búsqueda de la maternidad como expectativa vital de la mujer al margen del varón no encaja ya en nuestra actual sociedad, donde los hijos han dejado de ser “cosa de las madres” para convertirse en un proyecto común, algo que algunas personas se resisten a asumir. Todavía hoy en día sucede que algunas mujeres, una vez han cumplido el objetivo de ser madres, dejan de prestar atención a sus parejas y el vástago se convierte en el centro del universo para ellas, exclusivo y excluyente, apartando al padre de la crianza. La crisis de pareja no tarda en aparecer en forma de infidelidades, distanciamientos y desamor.
Por contraposición, algunos varones acceden a la paternidad por inercia o insistencia de la mujer, pero no llegan a interiorizar que deben asimilar su cuota de responsabilidad. Son esas parejas en las que todo iba relativamente bien hasta que llegaron los niños. El padre “desaparece” y la madre se convierte en la cuidadora única y principal sin habérselo propuesto, ante la huida hacia delante del progenitor que comienza a trabajar en exceso para no estar en casa y a encontrar siempre actividades que hacer antes que ocuparse de los hijos.
En los juzgados se libran peleas por la custodia que se convierten en una suerte de concurso de méritos donde el juez, en lugar de dictar sentencia, parece que deba entregar una medalla a aquel que “merece” al niño, como si de un premio se tratara, en una inaceptable cosificación de la criatura.
Pero yo diría que la principal fuente de conflictos la constituye el acto de educar a los hijos, aun en padres comprometidos con la crianza en pareja. Educar es cansado y exige dedicación, tiempo y energía, algo que no todos estamos dispuestos a invertir por cansancio, por comodidad, o por no saber hacerlo mejor. La crisis generalizada de autoridad se ha deslizado como el agua por las rendijas de las familias, donde los hijos no respeten la jerarquía paterna y donde desde muy temprana edad se les permita decidir, olvidando que son personalidades en formación que precisan de amor, pero también de límites; de refuerzos positivos pero también de negativos; de premios y abrazos pero también de castigos y disciplina. Niños criados a base de dispositivos electrónicos que se niegan a obedecer. Los distintos modelos educativos -severidad frente a permisividad- o la incapacidad de los progenitores de enderezar la rebelde personalidad infantil, conduce a una escalada de reproches y culpabilizaciones.
Las crisis de pareja, por tanto, surgen cuando cada cual toma su propio camino, cuando los hijos ocupan el lugar del otro o cuando alguno queda excluido del proyecto familiar, por voluntad propia o ajena.
La perpetuación de los roles tradicionales de género también provocan crisis de identidad. Así, pese a que la guarda y custodia compartida es el resultado de la deseada y aplaudida corresponsabilidad familiar, en la práctica choca con las estructuras más ancestrales del instituto familiar. En el inconsciente colectivo se percibe como un “castigo” a la madre, que pierde su hegemonía en la crianza y cuidado de los hijos, viéndose obligada a ceder parte de su rol tradicional en beneficio de quien hasta hace poco era considerado proveedor económico familiar, pero no cuidador. Por mucho que pretendamos la igualdad efectiva entre mujeres y hombres, en el ámbito familiar hay demasiadas inercias que son difíciles de romper y que perpetúan esas diferencias.
Elemento adicional al conflicto familiar lo constituye la falta de educación financiera de la sociedad española. El nivel de endeudamiento de las familias por encima de su capacidad de pago, lleva a situaciones desesperadas que terminan en divorcio. Las parejas alcanzan la ruptura en la creencia de mejorar su situación, cuando lo único que se consigue es empeorarla al tener que empezar a pagar con los mismos ingresos con los que hasta entonces se mantenía una vivienda, una segunda residencia. Difícilmente asume el progenitor que resulta agraciado por el uso de la vivienda familiar, que no es posible seguir viviendo “como antes” pero “sin el otro”.
Al final en los divorcios casi todo tiene que ver con una mala gestión de las expectativas y con la idealización de lo que debería ser la vida en familia. Estamos imbuidos de clichés románticos que nos contaminan con ideas equivocadas acerca de lo que debería ser la pareja. Basta para ello darse un paseo por las stories de Instagram de los más jóvenes, plagados de vídeos estéticamente perfectos en los que aparecen las parejas en actitud cariñosa con filtros de belleza y besándose con sus perfectas y blancas sonrisas ortodonciadas. En esa paranoia colectiva, lo que no se muestra, no existe, por lo que, si no exhiben su amor, es como si no se quisieran. Somos una sociedad que concibe las relaciones humanas de la misma forma en la que se consumen bienes materiales, confundiendo el enamoramiento con el amor, sentimientos muy diferentes entre sí.
A ciertas edades muchos se sienten presionados por la necesidad de completar el hito vital de la familia, como si de conseguir pasar de pantalla en un videojuego se tratara. Tras terminar los estudios y encontrar trabajo, surge la necesidad de hallar pareja, comprar un piso, casarse y tener hijos, a menudo sin meditar si realmente eso es lo que deseamos y si la pareja escogida es la que nos conviene o es, simplemente, la que estaba en el sitio adecuado en el momento justo. La rueda de hámster de la inercia educativa mantiene la especie, cuando lo deseable sería que esto se produjera tras un proceso personal de búsqueda de lo que queremos, con plena conciencia e información. Cuando desaparece el glamour de nuestro cuento de hadas y aparece el desorden en el salón, los pelos en el desagüe y la dificultad para pagar las cuotas de la hipoteca que no nos podemos permitir, comienza a desmoronarse el castillo de naipes.
Existen también otras variables que hacen que la unión se rompa. El desamor puede ser la consecuencia de los desencuentros de ambos cuando cada cual centra sus intereses en objetivos diferentes, porque el amor no deja de ser un sentimiento equilibrado entre dos personas que deben trabajar porque no se pierda, creciendo y evolucionando de forma paralela, apoyándose el uno en el otro. Pretender con 45 años que tu pareja (o tus amigos) sigan siendo los mismos jóvenes de 20 años que conociste, es abocarse voluntariamente al fracaso. El error no es cambiar, sino no hacerlo, y el reto es que tu pareja evolucione contigo para adaptarse a las nuevas circunstancias, algo que no siempre sucede.
En definitiva, como dice el sabio Joaquín Sabina, «amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño. Y cada vez peor, y cada vez más rotos. Y cada vez más “tú”, y cada vez más “yo” sin rastro de “nosotros”». Quizá, como dije en Alergia a la adversidad, deberíamos asumir que el amor puede acabarse y que deberíamos entrenarnos para ello. Al fin y al cabo cada año se divorcian más parejas de las que se casan, y eso sin contar las estadísticas de las parejas de hecho estables. ¿Puede seguir considerándose un fracaso el divorcio o habría que empezar a aprender a gestionar las relaciones y sus rupturas de forma más natural? Apostaría por lo segundo. Un amor para toda la vida es algo demasiado poco frecuente como para que se lo siga considerando un ideal alcanzable.
Foto: Tom Pumford.