Prestando un poco de atención quizá usted haya percibido últimamente un drástico cambio en el lenguaje. Puede incluso que utilice cotidianamente expresiones y conceptos que ni siquiera existían hace algunos años. Hasta la persona más desconectada de la política, dice hoy “visibilizar” en lugar de “difundir”, “inclusivo” en vez de “justo” o “transversal” en lugar de “todos”. El proceso de cambio ha sido paulatino, sin estridencias, pero en modo alguno inocente ni espontáneo.

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Se han introducido sinónimos de algunas palabras, con significado teóricamente idéntico pero con una connotación muy distinta. Se habla de emprendedor, que es lo mismo que empresario pero suena mucho más aceptable, más buenista y menos capitalista. Si usted es un emprendedor será considerado un bienhechor social que dinamiza la economía, que está dispuesto a dar mucho más de lo que recibe, incluso a sucumbir sin hacer ruido. Nada que ver con el tradicional empresario que «sólo busca enriquecerse«, a pesar de ser dos palabras sinónimas.

Se habla de emprendedor, que significa lo mismo que empresario pero con una connotación mucho más aceptable, más buenista y menos capitalista

Otros términos que siempre tuvieron significado claro, inequívoco y neutral, hoy adquieren una connotación negativa y necesitan ser acompañados de calificativos que los transformen, los afinen y les otorguen una intencionalidad que antes no tenían, un fin mucho más «loable». Así, hoy hablamos de “consumo sostenible”, “precio justo” “ciudad pacificada”, “capitalismo ético”, “periodismo responsable” o «alimentos biológicos«.

Una transformación nada inocente

Sutilmente, de manera inadvertida, cada término es redefinido, dotado de otra connotación para otorgarle una nueva dimensión y una utilidad distinta. Así “consumo” tendría ahora un significado peyorativo que debe ser compensado con el nuevo término “sostenible”, incluso si es de alimentos deben ser por fuerza «biológicos«, algo absurdo porque siempre lo fueron. El capitalismo también sería nocivo, sólo tolerable cuando es «ético”. Infinidad de términos, antes aceptados de forma natural, hoy han adquirido un sentido cuestionable, incluso inmoral.

Estos términos han sido politizados y su actividad monitorizada, vigilada, controlada. En definitiva: manipulada. Por ejemplo, un acuerdo voluntario entre personas podría no ser válido si no lleva el adjetivo “transversal”. O una información no resultar aceptable si no se ajusta al canon del “periodismo responsable”: no es suficiente que la información sea veraz, debe ser “moralmente correcta”. El problema es que quienes asignan todos estos calificativos actúan como comisarios políticos con aspiraciones a formar parte de una policía del pensamiento.

Ningún ciudadano normal cambiaría una palabra tan clara y sencilla como “difundir” en favor otra tan forzada como “visibilizar

La introducción de este lenguaje no siguió un proceso evolutivo espontáneo, en la calle, en discusiones entre amigos y conocidos, en el habla del ciudadano común. Estos neo-términos no son producto del ingenio popular: ningún ciudadano normal cambiaría una palabra tan clara y sencilla como “difundir” en favor otra tan forzada como “visibilizar”.

El lenguaje no evolucionó de forma natural para ajustarse a las verdaderas necesidades de comunicación: son los partidos políticos los que difundieron esta neolengua, cuya naturaleza describió de manera magistral George Orwell en su novela 1984. Sin embargo, aunque los partidos sean sus divulgadores… en realidad no son sus creadores.

Hacia una sociedad "inclusiva", "transversal", "sostenible"... y absurda

La coalición de partidos y activistas

Los políticos de todo signo incorporaron a su vocabulario expresiones tan artificiales como “inclusivo”, “transversal”, “visibilizar”, “pacificar”, “sostenible”. Y los asimilaron de tal modo que hoy no pueden pronunciar un par de frases sin añadir varios de estos neo-términos. Sin embargo, esta neolengua fue inventada por activistas de grupos de presión minoritarios pero muy bien organizados.

Esta neolengua fue inventada por activistas de grupos de presión minoritarios pero muy bien organizados

Así, quienes defienden el “transporte alternativo” en perjuicio del automóvil, necesitaban argumentos más contundentes que la tranquilidad o la limpieza. Intentaron convencer al público recreando el concepto de ciudad actual como un entorno hostil, maligno, peligroso e inhumano. Crearon el concepto de “ciudad pacificada» para contraponerla a la ciudad convencional asimilada a un espacio en guerra, tomado por los automóviles, unas máquinas infernales responsables de innumerables muertes por atropellos y contaminación.

Por su parte, los anticapitalistas no podían enfrentarse frontalmente contra un sistema económico del que depende el mundo entero y cuya alternativa, el comunismo, resultó económicamente inviable. Pero sí podían rodear a tan colosal enemigo si inventaban un término nuevo, el “capitalismo ético”, un sistema sometido a un número creciente de controles y condiciones, generalmente arbitrarias e interesadas, que con el tiempo permitiría erradicar el capitalismo en sí o, al menos, ponerlo a su servicio.

Todas estas transformaciones forman parte de un proceso, descrito y explicado por varios autores, por el que las democracias fueron tomadas paulatinamente por grupos minoritarios caracterizados por su cohesión, su estricta organización, su capacidad para ejercer presión y su fanatismo. Pero también contribuyó a ello la decadencia de los partidos políticos tradicionales, que dejaron de ser organizaciones de masas, con bases, con militantes, con ideales y visión del mundo para convertirse en rígidas estructuras construidas desde arriba, carentes de debate ideológico, donde la mayoría de sus miembros solo busca un puesto en la Administración, con cargo al erario público.

Como los partidos políticos carecen de bases y, por tanto, de debate interno, no son capaces de generar ideas propias ni de ocuparse de las demandas del ciudadano común

Como los partidos políticos carecen de bases y, por tanto, de debate interno, no son capaces de generar ideas propias ni de ocuparse de las demandas del ciudadano común: asumen los postulados de los activistas, por muy absurdos que estos sean. Se nutren de la visión del mundo y de las propuestas de colectivos minoritarios, extraordinariamente activos y radicalizados, asimilables a aquellos predicadores de la antigüedad que peregrinaban por villas y poblados pregonando la inminencia del Apocalipsis o convenciendo a la gente de que la Tierra era plana.

En A Theory of Political Parties (2012) Kathleen Bawn y otros consideran que la política sufre una fuerte reideologización porque los partidos, en su búsqueda de atajos hacia el poder, descubrieron que ganan votos más rápida y fácilmente incorporando las ideas de estos activistas bien organizados que elaborando las suyas propias. En consecuencia, se alejan cada vez más de las verdaderas preocupaciones de los ciudadanos.

En realidad, la idea de que la política podía ser capturada por grupos minoritarios es antigua. Fue contemplada por Anthony Downs en An Economic Theory Of Democracy (1957), donde definió el concepto de «coalición de minorías»: un partido podría ganar las elecciones apoyando medidas que favorecieran a grupos minoritarios. Más tarde fue elaborada por Mancur Olson en The Rise and Decline of Nations (1982), donde mostró que, debido a que la estructura de costes y beneficios favorece la creación de pequeños grupos interesados, estos ganarían la partida a las organizaciones defensoras del bien común y, en consecuencia, acabarían capturando los partidos, los gobiernos, perjudicando a toda la sociedad para favorecer tan solo a determinadas minorías.

Hacia una sociedad "inclusiva", "transversal", "sostenible"... y absurda

Los expertos como oportunistas

Sin embargo, estas teorías, aun arrojando bastante luz sobre el problema, no acaban de explicar por sí solas el predominio del imaginario activista en la política y la abrumadora imposición de su neolengua. Existe otro elemento clave: la creciente influencia de los «expertos» en el diseño de la política.

La estrategia de los colectivos minoritarios no consiste sólo en ejercer presión: deben también convencer al público de que existe un problema social grave, casi siempre inventado, que podría ser resuelto recurriendo a la ingeniería social. De esta forma, la tarea de los activistas resulta hoy mucho más fácil porque proporcionan a los expertos los argumentos que necesitan para expandir su labor: a mayor número y gravedad de problemas, más excusas para tomar innumerables medidas, para promulgar infinidad de leyes, para poner en práctica la ingeniería social. Esta coalición de intereses entre activistas, inventando causas, políticos, en busca de votos, y expertos, a la caza de nuevos problemas, explicaría la enorme difusión de esta neolengua orwelliana.

Se vence así la resistencia de los ciudadanos a la ingeniería social porque el nuevo significado de la palabra les infunde miedo, preocupación pero, sobre todo, un sentimiento de culpa colectiva

Los expertos refrendarían de buen grado el cambio semántico de muchas palabras, antes neutras, para convertirla en problemáticas. Vencen así la resistencia de los ciudadanos a la ingeniería social porque el nuevo significado de la palabra les infunde miedo, preocupación pero, sobre todo, un sentimiento de culpa colectiva: «somos culpables por utilizar el automóvil, por consumir demasiado, por usar el lenguaje de toda la vida…». Y también porque el nuevo calificativo que acompaña al sustantivo, además de reflejar la «solución» propuesta, añade una falsa pátina de complejidad, de tecnicismo.

Al fin y al cabo, ¿quién va a discutir un acuerdo transversal… si nadie sabe exactamente lo que es? ¿Quién puede criticar una política inclusiva, cuando se asocia difusamente con algo positivo, aunque no se acabe de entender? Imposible imaginar a unos padres explicando a sus hijos que llegaron a un acuerdo transversal para asignar sus pagas semanales. O que se hicieron cargo de los abuelos porque son una familia inclusiva. Por suerte, los ciudadanos de a pie conservan todavía mucho más sentido común que los activistas, los políticos y ciertos «expertos».

Así se explica que en países como España, el desempleo estructural,  la reforma de las pensiones, el desbarajuste autonómico o la asonada separatista catalana cedan el paso a polémicas artificiales

Todo esto desemboca en una sociedad donde las palabras, los criterios, los significados son oscilantes, cambiantes al son de los intereses de ciertos colectivos y donde el omnipresente paternalismo estatal acaba manipulando a buena parte del público y dañando seriamente la libertad. Hoy, prácticamente ningún problema de los que de verdad preocupan a la sociedad tiene voz y voto en los parlamentos. Las agendas giran en torno a las demandas de los  activistas y las declaraciones públicas están impregnadas de una jerga absurda, ridícula, falsamente técnica e incomprensible que expulsa al ciudadano común.

Así se explica que en países como España, el desempleo estructural,  la reforma de las pensiones, el desbarajuste autonómico o la asonada separatista catalana cedan el paso a polémicas artificiales, inventadas, efectistas, que retratan una sociedad imaginaria. Un mundo donde todo es «inclusivo», «sostenible», «transversal» y demás majaderías recientemente inventadas.


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