«Permítanme manifestar mi firme creencia: a lo único que debemos temer es al propio miedo, ese terror sin nombre, irracional e injustificado que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir el retroceso en avance«. Estas palabras de Franklin D. Roosevelt en 1933 resultan proféticas: una ola de temor infundado embarga a nuestro mundo ocho décadas después.
Si escuchamos los medios de comunicación o los comentarios en la calle, se diría que vivimos en un mundo repleto de riesgos y peligros, un entorno extremadamente inseguro, sin precedentes históricos. Miedo a morir, a enfermar, a ingerir alimentos que no son «naturales», a la contaminación, a inevitables ondas electromagnéticas, a catastróficos accidentes. Fobia a un enjambre de supuestos pederastas que acecharían a los niños en cualquier parque, colegio o en Internet. Pánico a los terroristas que amenazan un día sí y otro también nuestra seguridad. Terror a un pavoroso calentamiento global que anegaría ciudades enteras, un renovado Armagedón capaz de arrasar nuestra civilización desde los cimientos. Cualquier rumor, cualquier noticia sospechosa dispara la alarma.
O pánico a hablar o escribir libremente opiniones o argumentos que contradigan la tiranía de lo políticamente correcto. Una notable autocensura que no responde a espeluznantes consecuencias, muy improbables; que solo trata de evitar ese repudio que el entorno aplica a los que marchan a contracorriente, a quienes rompen el terrible tabú. Se trata en realidad de una injustificada fobia a lo que pudieran pensar los demás. El informador, el intelectual, el ciudadano medio, se han vuelto todos extremadamente temerosos, cobardes, asustadizos de su sombra.
Cerebro primitivo e información sesgada
En su libro, Risk: the Science and Politics of Fear, Dan Gardner considera que este injustificado miedo está causado por tres factores: la naturaleza de un cerebro humano formado en el Paleolítico, la dinámica de la información actual y la manipulación interesada por parte de políticos y grupos de presión. Como consecuencia, el sujeto comete grandes errores a la hora de estimar los riesgos. Por ejemplo, es infinitamente mayor el riesgo de morir por un infarto que por atentado terrorista; pero el segundo amedrenta mucho más que el primero.
La evolución estableció una mente con dos sistemas para procesar la información, dos cerebros distintos con funcionamiento dispar. El cerebro primitivo, patria del instinto, de las emociones, de los gustos, de los impulsos, funciona con gran celeridad de manera inconsciente. Trabaja en términos de bueno o malo, con fuerte carga emocional y obtiene conclusiones rápidas con muy poca información. Aunque genera notables sesgos, resultaba muy útil para sobrevivir en entornos muy peligrosos. En el Paleolítico, era mejor asustarse y huir con celeridad ante la visión de un tronco flotando en el río que detenerse a evaluar si se trataba o no de un cocodrilo.
Como contrapunto también disponemos de un cerebro racional, patrimonio del pensamiento consciente y calculador, que actúa con mucha más lentitud, matizando o corrigiendo parcialmente las apreciaciones del cerebro primitivo. El problema es que este cerebro pocas veces refuta la primera impresión: raramente contradice completamente al cerebro primitivo, a la emoción, cuyos marcadores implican un fuerte anclaje. Ahora bien, sin el concurso del pensamiento racional, que requiere formación, tiempo y esfuerzo, los individuos podrían pasar su vida con terrible fobia a un mero tronco flotando en el agua.
Que millones de personas finalicen el día sanas y salvas no es noticia capaz de vender periódicos o atraer televidentes
El hombre del paleolítico construía su apreciación de los riesgos cotidianos aprendiendo de su propia experiencia y escuchando las historias que contaban sus compañeros. La mente evaluaba los riesgos con un puñado de casos, con unas pocas piezas de información que reflejaban, con cierta aproximación, los verdaderos peligros.
Pero hoy día la información proviene básicamente de los medios de comunicación. Y se encuentra notablemente sesgada pues hoy día las noticias de sucesos son por definición excepciones: caso contrario no serían noticia. Así, la parte primitiva del cerebro tiende a considerar las muertes violentas, los accidentes catastróficos, los ataques terroristas que salen en los noticiarios televisivos o en la prensa, como algo común, bastante probable, aunque sean, por suerte, fenómenos extremadamente raros desde el punto de vista estadístico. Pero la contante reiteración mediática los hace parecer muy frecuentes.
Por el contrario, la prensa y la televisión no suelen reflejar lo más común, la vida cotidiana porque el hecho de que millones de personas finalicen la jornada sanas y salvas no es noticia capaz de vender periódicos o atraer televidentes. Por tanto, la información que recibimos de los medios exagera notablemente los peligros reales.
Es demasiado fácil asustar, manipular, engañar
La parte primitiva de nuestro cerebro percibe mucho más peligro en los sucesos causados por la humanidad que en los generados por la naturaleza. Suscita enorme pavor la energía nuclear pero bastante menos los volcanes, los rayos, o la caída de meteoritos. Produce horror, terrible pánico, el calentamiento global si está generado por la actividad humana pero mucho menos si se trata de un fenómeno natural. Una apreciación un tanto irracional pues, llegado el caso, las consecuencias serían idénticas. Pero existe una explicación: nuestro cerebro primitivo tiende a inflar considerablemente los peligros que contienen carga emocional, es decir, aquellos en los que existe alguien, algún ente malvado a quien poder culpar. Los interesados difusores de la información conocen muy bien estos mecanismos y los aprovechan intensamente en su beneficio.
Resulta demasiado fácil asustar, manipular, engañar con un señuelo a la parte primitiva y emocional de nuestro cerebro
Así, resulta demasiado fácil asustar, manipular, engañar con un señuelo a la parte primitiva y emocional de nuestro cerebro. Salir del engaño, descubrir la verdad, juzgar con objetividad, requiere asimilar, ordenar, procesar con rigor grandes cantidades de información: un enorme esfuerzo de análisis y racionalización que no todo el mundo está dispuesto a acometer.
Naturalmente, hay grupos que se aprovechan de todas estas debilidades. Los políticos compiten por asustar a los votantes, en una política del miedo dirigida a justificar su intervención en cualquier aspecto cotidiano, a inflar los presupuestos con partidas innecesarias para el ciudadano. Ciertos grupos de presión consiguen apoyo, ventajas, prebendas. Otros encuentran en las bien difundidas fobias un caldo de cultivo estupendo para vender modernas religiones laicas, esas que predican un cercano Apocalipsis del que la humanidad solo puede salvarse pasando por caja.
Existen muchas organizaciones que sacan pingües beneficios exagerando los riesgos, generando miedos. Pero la mayoría de los informadores no se entera ni corrige estas exageraciones, más bien tiene incentivo en añadir las suyas propias.
Hemos asistido estas décadas a un proceso de conformismo creciente, de contagiosa pereza mental, en el que demasiados sujetos quedaban anclados en la primera impresión, el impulso, el sentimiento, la emoción, sin molestarse en dar el siguiente paso. La sociedad se infantilizó y la fuerte corriente impulsó a los medios a potenciar el contenido de magazine, dirigido a la parte más primaria del lector, mientras relegan el debate, el pensamiento, el razonamiento.
Pero la tendencia no es irreversible. Es necesario preservar la capacidad crítica, mantenerse escéptico ante informaciones alarmistas, tomar conciencia de que los políticos, los medios y ciertas organizaciones tienen especial interés en aventar con profusión la fragua del miedo. Es imprescindible recopilar información fiable, procesarla y formarse una idea cabal de los verdaderos riesgos. Y siempre tener siempre presente que el cobarde muere muchas veces; el valiente sólo una.
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