Justo en este final de año se producían dos sucesos “políticos”. Entrecomillo porque uno de estos sucesos era una burda provocación envuelta en lentejuelas y no un acto de verdad relacionado con la política… salvo que entendamos por política las deposiciones. Me refiero, claro está, a esa señora entrada en carnes, supuestamente de profesión humorista, que primero ha enervado a muchos españoles con la enésima ofensa religiosa y después ha engatusado a media España con un impostado debate. Nada nuevo bajo el sol que curte esta vieja piel de toro: la blasfemia como recurso polarizador.

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“Nos conviene que haya tensión”, advirtió hace ya unos cuantos años un rufián apellidado Zapatero. Desde entonces, ahí estamos instalados, en la tensión que le conviene al Partido Socialista, porque con ella no sólo arruina el debate público convirtiéndolo en un estruendoso gallinero, también marca los tiempos. Cuando el PSOE lo necesita, toca el silbato y lo que llaman la “derecha social”, sea lo que sea que eso signifique, se agita espasmódica, presa de una dignidad epiléptica que aparece y desaparece en los lapsos que interesa.

El buen español debe clamar al Cielo y rasgarse las vestiduras ante la blasfemia subvencionada. Jamás perder el tiempo ni con números ni con otras menudencias. La cultura de la rendición de cuentas que se la queden los demás países democráticos

Pedro Sánchez es un sociópata, pero conoce muy bien el paño patrio. No sólo ha identificado a la perfección las grietas del edificio constitucional, gracias a los abusos de quienes le han precedido; también conoce la mentalidad imperante en un país muy aficionado a la polémica chusca, pero muy poco a la verdad de los números.

Por su parte, la dizque derecha sigue sin enterarse. Cuando se trata de trolear, el PSOE es el puto amo. Y frente a esta indiscutible maestría, su guerra cultural es un arma roma, casi ridícula. El troleo es sólo eso, troleo; es decir, la antítesis del debate, sea cultural, esotérico o mediopensionista.

La verdadera gran noticia del 1 de enero no era la gordita y la estampita, era la nueva puñalada fiscal, no a los ricos, porque apenas quedan, sino a las clases medias y bajas. ¿Y qué ha hecho Sánchez para que los corderos en el matadero apenas se percaten del aturdidor que los socialistas colocan en su cabeza? Muy sencillo, que una tal Lalachús dé la campanada. Asunto resuelto. Todos a hablar de la afrenta mientras nos roban la cartera.

Este vacile no tiene ni de lejos la trascendencia que la otra noticia con la que nos desayunamos la mañana del nuevo años: la enésima batería de subidas de impuestos. Así llevamos desde 2018, desde que Sánchez okupó la Moncloa para que Rajoy se dedicara a hacer lo que mejor hace: contar chistes. Antes de esta puñalada el marido de la presidenta Begoña ya nos había saqueado la friolera de 90.000 millones de euros, que se suman al expolio habitual al que nos han acostumbrado durante décadas los socialistas de todos los partidos.

Sin embargo, ante el silencio de los corderos, llamar la atención sobre la tomadura de pelo del troleo socialista irrita a buena parte de la derecha, porque alguien la ha convencido de que la dichosa guerra cultural consiste ante todo en reaccionar con vehemencia frente a las provocaciones de la izquierda. Argumentan que este recurso y no otro ha sido el secreto de Milei para vencerla.

Dicho de forma que se entienda, gritar “¡zurdos de mierda!” es lo que ha arrancado a Argentina de las garras kirchneristas. En consecuencia, rescatar a España del sanchismo empezaría por gritar a la gorda blasfema “¡zurda de mierda!”. Está seria la estrategia, la clave de una némesis milagrosa.

Demostrar que la izquierda ha devenido miserable se logra gritando e insultando; también a sus bufones bien pagados, a la señora rolliza y al tal Broncano, que me recuerda y bastante al borderline que ejercía de gracioso de la clase. Ahí está la victoria o la derrota, el ser o no ser de España. No hay que perder el tiempo cuestionando el robo legalizado (Hacienda somos todos, ja-ja-ja) con el que se llenan los bolsillos los Aldama, los Sánchez, las Begoña y, en general, la familia socialista (léase famiglia).

No me discuta, querido lector. Milei ganó porque insultaba a la izquierda. De sus propuestas políticas los argentinos nunca tuvieron noticia. Las decenas de millones de interacciones en redes sociales de los vídeos de Milei con sus concisas y certeras explicaciones de por qué los argentinos estaban en la mierda y de cómo podían salir de ella nunca existieron o, de existir, palidecen ante el arma definitiva “¡zurdos de mierda!”. La guerra cultural nos salvará si suena como el heavy metal, pero sin virtuosos solos de guitarra. Sólo alaridos cacofónicos. He ahí el quid del milagro antisanchista.

El buen español debe clamar al Cielo y rasgarse las vestiduras ante la blasfemia subvencionada. Jamás perder el tiempo ni con números ni con otras menudencias. La cultura de la rendición de cuentas que se la queden los demás países democráticos o los nórdicos, que son muy raritos. Nosotros con la del zasca alcanzaremos la victoria.

¿Exigir propuestas e ideas? Sólo faltaba. Bastante tenemos con no acabar afónicos de tanto grito patriótico como para preocuparnos por los millones de conciudadanos que año tras año, gracias a las cuentas y robos socialistas, sucumben a la pobreza, que cada cual se las apañe como pueda; tampoco debemos distraernos con la deuda impagable que vamos a dejar en herencia a nuestros nietos; ni extraer lecciones de la gota fría de Valencia, porque ahí han fallado todos y ninguno dimite. España se arreglará gritando a la blasfema “¡zurda de mierda!”.

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