Empezamos a ser conscientes de las verdaderas dimensiones del huracán desatado por las elecciones de Madrid. Su verdadero impacto político va mucho más allá de la mera aritmética electoral derivada de la absorción, de facto, de Ciudadanos por el PP, con ser ésta muy importante, tal y como reflejan ya las primeras encuestas, que colocan al partido de Casado por delante del PSOE. Pero también va más allá de la intuición de que Isabel Díaz Ayuso podría llegar lejos, muy lejos, si es capaz de pulir algunas insuficiencias personales sin sacrificar sus virtudes (coraje, intuición, naturalidad). En realidad, lo más relevante tiene que ver con ese concepto tan manoseado de la guerra cultural, que, por fin, ha dejado de ser algo abstracto para aterrizar en lo tangible y sensible para el ciudadano. Una guerra cultural que quizás ha orillado los argumentos más ‘de fondo’, pero que sí ha desmantelado, de arriba abajo, dos cuestiones tan relevantes como la superioridad moral de la izquierda y su carácter de opción aseada, optimista y presentable. Savater lo ha explicado con la claridad rotunda que le caracteriza: “La gente está harta de la izquierda. Harta de sus mentiras y su arrogancia. Ayuso se ha convertido en un emblema contra todo eso”.

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Algunas claves quizás podamos hallarlas en el concepto de tabernidad. Posiblemente estemos ante la única verdadera contribución a la comprensión sociológica de nuestra realidad del director del CIS, José Félix Tezanos, que ya está tardando en dimitir, o ser cesado, tras el nuevo fiasco (sesgado e interesado) de su trabajo demoscópico. Ciertamente él lo entendió todo a su manera, como es habitual, pero a los de la ‘no izquierda’ nos ha legado una palabra con tantas posibilidades significantes, y tan provechosas, que es un verdadero diamante en bruto.

El problema para el PP será ser capaz de mantener viva esta llama a nivel nacional, sin el carisma de Ayuso y en un contexto en el que el partido principal del centroderecha parece tan maniatado como el PSOE respecto de las restricciones exteriores impuestas por la Agenda 2030 o los proyectos de transición ecológica

En una primera lectura, tabernidad parece referirse a un cierto derecho a emborracharse. Esta es la acepción con la que la izquierda ha intentado frivolizar el debate, sugiriendo esa idea tan sutil de que hacía falta estar bebido para votar a la ‘Ida’ de Isabel Díaz Ayuso. La brillantez de la estrategia ha quedado sellada por sus resultados. Pero no nos quedemos ahí.

En este primer nivel de la cuestión, la derecha (o la no izquierda) queda asociada con el hedonismo vital -que hasta no hace tanto había sido la bandera del progresismo- mientras que la izquierda se coloca ahora del lado de la sobriedad, el sacrificio, y un cierto puritanismo moral auto represor invocado en nombre de una visión estricta (y discutible) de las obligaciones que los criterios de salud pública deben imponer a la ciudadanía. Los datos no avalan este rigorismo sanitario, ciertamente, pero lo importante aquí es recordar que lo ‘estricto’ era de derechas hasta anteayer, mientras que lo ‘flexible’ y lo ‘comprensivo’ era lo característico del progresismo. Recuérdese al George Lakoff de ‘No pienses en un elefante’ y el modo convenientemente sesgado con el que caracterizaba el modelo familiar conservador como ‘modelo del padre estricto’, mientras el progresista era el de la ‘familia protectora’. Según este esquema, en las elecciones madrileñas la estricta ha sido la izquierda y la tabernidad se ha identificado con la voluntad protectora de la presidenta Díaz Ayuso.

En un segundo nivel de lectura, y derivado de lo anterior, la tabernidad queda asociado con la alegría, la fiesta, la vitalidad y la esperanza de recuperar la normalidad, y evoca, en cierto modo, ese optimismo del ‘american way of life’ que defendía que, con esfuerzo, la dificultad se puede superar. La tabernidad, por tanto, no es, en ningún modo, una reivindicación de la pereza o de la ociosidad. Reivindicar el derecho a trabajar es reivindicar esa arma esencial con la que los hombres pueden construir y mejorar su existencia. Y con la que pueden pulir su futuro. En un modelo social basado en el esfuerzo y la iniciativa, impedir el trabajo es un acto de sabotaje. Pero la tabernidad tiene otra dimensión, porque alude a la idea de ‘trabajar para vivir’, modelo que compatibiliza responsabilidad y diversión.

En el lado de enfrente vemos, en cambio, que hay que trabajar para vivir, sí, pero, además, también para combatir todo tipo de males estructurales (desde el cambio climático, el machismo, el maltrato animal, el fascismo, el racismo, la homofobia…) en una sobrecarga de esfuerzo y de responsabilidad asfixiante para el individuo y que genera, además, constantes contradicciones entre unos y otros objetivos, cuando no directamente inhibición total y mero postureo. Para el activista la vida es un infierno de obligaciones, con la única compensación de la autosatisfacción moral. Como ha sido siempre para puritanos de toda condición.

Y así es como la izquierda que combatía “la represión” asumió la gran mutación y pasó a reivindicar sin rubor una visión cada vez más centrada en la postergación indefinida de las satisfacciones, en línea con las nuevas agendas mundialistas. En este ámbito global es muy expresivo que una película como ‘Wonder Woman 1984’, de Patty Jenkins, sacrificara en gran medida su condición de espectáculo de masas para terminar siendo un sorprendente alegato en favor de la renuncia a los propios deseos y anhelos particulares en aras del bien común. En Madrid, por volver a nuestro territorio más castizo, los del ‘sí se puede’ han sido en estas elecciones más bien los de ‘todavía no; hay que esperar’.

El progre cada vez se identifica más (en teoría) con el sacrificio, el sufrimiento, o la privación, valores todos ellos imprescindibles para la vida social, pero que rara vez había estimulado o invocado la izquierda. Quizás por ello, cuando los saca a escena todo suena contradictorio y extraño. Incluida esa autoinmolación final de Pablo Iglesias en las llamas ‘fascistas’ de Madrid, que no ha servido más que para alimentar una cierta mitología de tipo martirial. Iglesias confía en que su sacrificio y su ‘sangre’ política vertida en Madrid vivifiquen a su partido y le ayuden a renacer.

Lo importante, sin embargo, es que este eje de oposiciones desatado por la tabernidad articula bastante bien algunos aspectos de fondo de los debates políticos y culturales de nuestro tiempo. Lo intentaré explicar con dos ejemplos. El primero se apoya en un iluminador tuit de Lola Sánchez Caldentey, una mujer que se define a sí misma como feminista radical, al parecer simpatizante de Podemos, y que cuenta con 36.000 seguidores en Twitter. “Cuando te sumerges en el Feminismo, sientes de todo menos disfrute. Te revuelve las tripas, te enciende el alma, te llena de rabia, te despierta por las noches. Te pone del revés, te abre los ojos al dolor universal de las mujeres”. El tuit es contestación a otro previo en el que otra feminista, Nuria Alabao, con 18.000 seguidores, reivindicaba un feminismo “de clase, pero también disfrutón y rebelde, menos victimista y triste que el feminismo que inunda los medios y las instituciones”. Lola Sánchez, que dudaba de que Nuria pudiera ser una verdadera feminista con semejante actitud, remataba la reflexión del siguiente modo: “Es muy doloroso. Yo me creía feminista y no lo era, en absoluto. El Feminismo me ha desnudado, ahora comprendo que las decisiones que tomé, mi infancia, mi forma de ser, no son producto sólo mío; me han moldeado y dirigido. Te das cuenta de que no eres libre y nunca lo fuiste”. Ser feminista es, por tanto, y por encima de todo, sufrir. Sufrir mucho. Y, además, con un sufrimiento sin redención posible porque todo tu ser se abre en carne viva al no ser capaz de diferenciar correctamente qué parte de ti eres tú y qué parte otra ha sido marcada a hierro por las imposiciones del vil heteropatriarcado opresor. Según esta visión, todo lo anterior a la conciencia feminista está bajo sospecha y debe ser desechado. Pero incluso después de la iluminación el heteropatriarcado acecha. Es una visión agónica sin margen para la esperanza.

Veamos otra muestra. También estos días hemos conocido, de la mano de Francisco J. Contreras, la noticia de que un tercio de los niños británicos tiene pesadillas sobre el cambio climático. “Algunos necesitan atención psicológica porque creen que el cambio climático los matará antes de llegar a adultos. Muchos jóvenes descartan tener hijos ‘por el planeta”. La angustia ecológica ya había sido tratada explícitamente en la película ‘El reverendo’ (‘First reformed’, 2017), de Paul Schraeder, donde se ve cómo este sentimiento agónico a punto está de acabar con la vida del clérigo protestante protagonista. Es más, sólo el amor le salva, in extremis, de convertirse en un terrorista suicida por el clima. Poco antes, otro personaje ha puesto fin a su vida, pese a tener un hijo a su cargo, ante la falta de confianza y esperanza en el futuro. También por este lado los discursos izquierdistas ofrecen mucha aspereza, oscuridad y desesperanza, si se toman en serio. También en este territorio de lo socio ecológico asistimos a un puritanismo moral asfixiante que se proyecta en forma de condena implacable sobre aquellos que intentan mantener una vida como la que hemos conocido. Mirada desde el catastrofismo climático, la búsqueda de normalidad es una actitud criminal. Y eso incluye desde el consumo de carne (mejor alimentarnos con insectos, nos dicen desde las instancias internacionales) al uso del coche (que será apuñalado a peajes).

Una tercera capa de análisis de la tabernidad nos lleva a ligarla con un determinado modo de entender los lazos sociales. La taberna es uno de los lugares naturales de la vida comunitaria para un conservador, como demuestra la pasión de Chesterton por ellas (plasmada tanto en la novela ‘La taberna errante’ como en las canciones incluidas en ella y que Ediciones More agrupó en ‘Canciones de La taberna errante’). La taberna es el lugar de la vida como es, en el que cada cual puede expresarse con una cierta espontaneidad, y donde los meapilas y censores no son bien recibidos. En la taberna se habla de política, claro, pero de forma transversal y sin criminalizaciones. En la taberna, el que pretende intimidar con etiquetas es apartado del juego. No ocurre así en otros espacios de sociabilidad alternativa que proliferan cada vez más en torno a la idea de ‘la vida como debería ser’. En los colectivos y asociaciones que acogen todo tipo de activismos culturales o sociales, la política es más bien unidireccional. Y la espontaneidad está limitada al sometimiento de la persona a unos códigos grupales sobreentendidos.

El debate de fondo, por supuesto, tiene que ver con la libertad. Para la nueva izquierda la libertad hace mucho que dejó de ser un valor sagrado; de hecho, cuanto más sus políticas buscan crear y ampliar derechos para minorías, más frecuentemente terminan entrando en conflicto con la libertad de los demás, sobre todo con la libertad de pensamiento, opinión y expresión. Dentro del PSOE, la izquierda más socialista le ha ganado el terreno a la facción más liberal, otrora poderosa y hoy casi desaparecida. Joaquín Leguina, Nicolas Redondo Terreros e incluso Antonio Miguel Carmona puede incluirse en este sector que hoy genera notable rechazo interno. Quienes antaño predicaban espíritu crítico (contra los demás) ahora reclaman lealtad perruna (hacia ellos). El Covid, por otra parte, ha generado un marco propicio para proclamar la superioridad de la comunidad y el Estado sobre el individuo, pero los dictados colectivos han resultado ser tan inconsistentes, a menudo, y tan habitualmente arbitrarios, que el marco favorable se ha roto en pedazos en apenas un año. No debe deducirse de ello, por mi parte, una reivindicación de una idea absolutista e ilimitada de la libertad, pero sí una convicción de la necesidad de limitar la capacidad del poder para entrometerse en nuestras vidas y hasta en nuestras conciencias.

Hay que insistir en que el sometimiento de la izquierda a la Agenda 2030 -que también acata el PP, por cierto, aunque manifieste menos explícito entusiasmo- está en flagrante contradicción, de nuevo, con lo que podríamos denominar el espíritu de la tabernidad. Y es que frente a la idea de que los de arriba, que son los que saben, deben pastorearnos, y nosotros obedecer, se ha contrapuesto otra visión más salutífera: la de que la misión del político es facilitar que la gente pueda vivir, trabajar y tomar sus decisiones, ordenando la circulación social lo imprescindible, pero desde el respeto a la responsabilidad y libertad personal. El problema para el PP será ser capaz de mantener viva esta llama a nivel nacional, sin el carisma de Ayuso y en un contexto en el que el partido principal del centroderecha parece tan maniatado como el PSOE respecto de las restricciones exteriores impuestas por la Agenda 2030 o los proyectos de transición ecológica. ¿Será capaz Pablo Casado de desmarcarse en estos asuntos, buscando un camino propio como Díaz Ayuso ha intentado en Madrid con la gestión sanitaria? Yo no lo veo, pero me encantará ser desmentido por la realidad.

Foto: Comunidad de Madrid.


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