El 4 de mayo de 1979 Margaret Thatcher se convirtió en la primera mujer en la historia del Reino Unido en ocupar el cargo de primer ministro. Ese mismo día fue llamada a Buckingham Palace para formar gobierno. Después, frente al 10 de Downing Street, rodeada de cámaras y periodistas, citó una oración atribuida a San Francisco de Asís: «Allí donde haya discordia, llevemos armonía […] Donde haya error, llevemos la verdad. Donde haya dudas, llevemos la fe. Y donde haya desesperación, llevemos la esperanza”.
Antes, el 16 de abril, durante la campaña electoral, Margaret había pronunciado un enérgico discurso en Cardiff, en el que propuso un regreso platónico a la forma original, a los viejos principios de los que, en su opinión, los británicos equivocadamente se habían apartado: “En el mundo de la política he aprendido algo que aquí en Gales nacen sabiendo: si tienes un mensaje, predícalo. Yo soy una política convencida. Los profetas del Viejo Testamento no decían ‘Hermanos, quiero consenso’, sino ‘éstas son mi fe y mi visión, y creo en ellas apasionadamente. Si tú también crees, sígueme […] Desechemos el derrotismo. Bajo los estandartes gemelos del derecho y la libertad, un nuevo y emocionante futuro nos convoca”.
Recuperar el ADN de la política
Dicen que los tiempos han cambiado mucho desde que Thatcher se convirtiera en una de las figuras políticas más influyentes del siglo XX, que el mundo se ha transformado por completo y que, en consecuencia, la comunicación política ha de basarse en reglas nuevas, reglas distintas. Así pues, en esta nueva realidad, recrear el fenómeno Thatcher sería algo tan fantástico como recuperar el ADN de ese mosquito del jurásico atrapado en una lágrima de ámbar, algo sólo al alcance de la exuberante imaginación de Michael Crichton.
En un mundo condicionado por las redes sociales como el nuestro el discurso de la ex primera ministra británica puede parecer anacrónico. Pero si bien podemos deducir que hoy Thatcher no tendría muchos amigos en Facebook, es seguro que tendría más shares y retuits que ningún otro político
En nuestra época, la velocidad y el imperio de las redes sociales ahogan a la comunicación política en un mar de declaraciones indecisas y mensajes evasivos, en una ambigua moderación que, de pura banalidad, resulta cada vez más esperpéntica. Hoy, los asesores prohíben terminantemente a sus clientes pronunciar promesas claras y concretas con la solemnidad y rotundidad de tiempos pretéritos. A cambio, les venden “relatos” que no están escritos de forma indeleble, sino cuyos párrafos fluyen con los acontecimientos, adaptándose al paisaje, como cuentos con finales alternativos. Lo único inmutable en todos ellos es la existencia de un horizonte de felicidad, coronado por un sol de poniente astutamente inalcanzable.
Cuanto peor, mejor
En efecto, la felicidad, en forma de bienestar material, es el único ideal de nuestra era. Así pues, la opinión mayoritaria es que la política ya no va de ideas, sino de sumar más escaños que el contrario convirtiendo los programas en listas de regalos con los que acceder al Gobierno. Todo está supeditado a eso, nunca a los principios. En consecuencia, la orientación del voto no nace de la esperanza auténtica, de la fe o la convicción; de hecho, con el tiempo, la orientación del voto termina siendo producto del desencanto, la desesperanza e incluso del resentimiento y la ira. Es el cuanto peor, mejor, con el que se coacciona al elector para que emita un voto cínico porque no hay alternativa. Quizá por eso las sociedades actuales no sean demasiado dadas a la rendición de cuentas, al fin y al cabo, han asumido que la mentira acabará gobernando.
Esta banalización de la política se consolida también gracias a la idea de que las redes sociales y las nuevas plataformas tecnológicas, no ya permiten hacer llegar al público la papilla propagandística de forma instantánea, sino que, mediante la inteligencia artificial y la recopilación masiva de datos, pueden manipular al votante, de tal suerte que hoy el elector es un sujeto pasivo, el convidado de piedra de una maquinaria política que funciona al margen de la realidad y de los hechos.
Este hechizo, sin embargo, puede romperse si el político comete el error de situarse fuera de la moderación; es decir, si es extremadamente claro y contundente, si dice las cosas con verdadera intención y convicción o si, en definitiva, se posiciona fuera de los lugares comunes que hoy comparten casi todos los políticos. No hay cosa que más irrite al estratega que un candidato auténtico, propenso a la contundencia y la claridad, pues no fluirá con sus relatos cambiantes; al contrario, arruinará la infalible estrategia del cuanto peor, mejor, y será blanco permanente de las críticas.
Una estrategia a la medida de los mediocres
En contraste con esta visión de la política, a Thatcher no le amedrentaban las críticas, sólo le preocupaban las acciones y los resultados. Su desdén por los reproches choca frontalmente con la forma de comunicarse de los políticos actuales, tan preocupados por la opinión pública. Ocurre que Thatcher descontaba que sus detractores la criticarían siempre, daba igual lo que hiciera, así que no les tenía en la menor consideración: “Si mis críticos me vieran caminar sobre las aguas del río Támesis dirían que fue porque no sé nadar”. Para ella, preocuparse por agradar era una debilidad que inevitablemente desembocaba en la cesión y finalmente en la renuncia. Por eso todos sus actos, todas sus palabras apuntaban a determinados objetivos, y quienes los compartían la reverenciaban cada vez más porque sabían que su discurso era auténtico.
Según apuntaba un analista, en un mundo condicionado por las redes sociales como es el nuestro el discurso de la ex primera ministra británica puede parecer anacrónico. Pero si bien podemos deducir que hoy Thatcher no tendría muchos amigos en Facebook, es seguro que tendría más shares y retuits que ningún otro político.
Así pues, la opinión de que la política ya no va de ideas, sino de sumar más escaños que el contrario y acceder al Gobierno, que todo está supeditado a eso, nunca a los principios, quizá no sea una verdad, sino la forma de justificar una estrategia a la medida de los políticos liliputienses de nuestro tiempo.