Las redes sociales son un fenómeno relativamente nuevo. La irrupción de Internet como servicio de consumo habitual, eso que ahora pretenden censurar algunos, parece lejana en el tiempo, pero aún somos muchos los que recordamos marcar un número de teléfono dando vueltas a una pesada rueda agujereada. Sin embargo, se han convertido en una herramienta fundamental del marketing político y de la propaganda. La interacción directa y sin filtros con el receptor del mensaje convierte Internet y, en especial, las redes sociales, en un instrumento de gran valor para pulsar el sentir ciudadano en un momento determinado. Pero en política todo tiene un reverso tenebroso.

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La política es escaparate, mucho más que contenido e ideología. Una exposición abierta de la opinión pública, totalmente accesible a cualquiera, libre y sin ninguna cortapisa, puede ser devastadora si esta no se alinea con las pretensiones del político en cuestión. Puede encumbrar a dioses y hacer caer a villanos, sin que el que suba o el que caiga sea ninguna de las dos cosas. Al fin y al cabo, los políticos son personas normales y corrientes, con todos esos defectos que detestamos del vecino de rellano y con tan pocas virtudes como la mayoría de nosotros.

Así, asistimos ojipláticos a avalanchas de mensajes mediante campañas organizadas para plasmar en Twitter o Facebook la realidad que más convenga a cada polo de poder. En la situación en la que nos encontramos ahora, recluidos por la fuerza en nuestros hogares y amenazados por un virus desconocido, la verdad parece mostrarse de forma tan sencilla como hiriente. Hay decenas de miles de muertos, solo en nuestro país, millones de infectados en el mundo y una incertidumbre asfixiante en cuanto a los próximos pasos a dar y las medidas sanitarias o políticas que aplicar, dicho sea esto de la forma más aséptica que soy capaz.

La Historia la escriben los vencedores. De ahí que Hitler sea un denostado genocida y el comunismo cuente con tantos admiradores habiendo causado muchísimos más muertos

A quienes ostentan el poder les parece adecuado obviar que la gente se muere, no quieren reconocer que no saben y que no pueden controlar la situación. Recurren sin tapujos a la mentira, con tal de que eso que llaman “el relato” les sea favorable. En frente, hay quien espera agazapado, pero tampoco faltan los que pretenden inundar las redes de mensajes que se centran en lo peor de esta crisis, para poner de manifiesto la obscenidad y la desvergüenza del poder. Sin duda yo mismo soy uno de los que ha colaborado en este fin. Lo curioso es que siendo la situación gravísima en sí misma, hay quien no lo considera suficiente y necesita aumentar y corregir la realidad para atacar a quienes ostentan el poder, construyendo un relato más dantesco si cabe que el que nos brinda cada día la cifra de infectado y muertos por el maldito coronavirus.

No hace tanto, era suficiente con disponer de algo de presupuesto para calmar a la prensa. Televisiones y entes públicos por un lado y medios de comunicación privados atiborrados de subvenciones y publicidad institucional por el otro, ayudaban sin duda a mantener las aguas en el cauce. La información que nos llegaba a los ciudadanos lo hacía convenientemente salpimentada por la línea editorial del medio, pero también por la influencia que pudiera ejercer el gobierno en él. Así se sigue haciendo, como comprobamos desde nuestro encierro, solo que ahora existen otros frentes abiertos, que deben atenderse. Pese a todo, en la envejecida Europa aún son muchos los que tienen la televisión y la prensa como medios de cabecera.

La Historia la escriben los vencedores. De ahí que Hitler sea un denostado genocida y el comunismo cuente con tantos admiradores habiendo causado muchísimos más muertos. Stalin o Mao no fueron derrotados en una guerra cruenta y sus aparatos de propaganda fueron instruidos convenientemente y alimentados de forma copiosa, sin firmar capitulación alguna. Cuando no hay guerras son los gobiernos y los aparatos de los partidos que los sustentan los que adiestran por un lado a sus feligreses y nutren de subvenciones a los medios más editorialmente afines por otro. La oposición, que no cuenta con el cheque en blanco de los presupuestos generales, cuenta con las promesas de futuro y con alguna autonomía o algún ayuntamiento para poder tirar de chequera. Todo para ser quien escribe la Historia.

Nos encontramos en un punto crucial de la Historia, quizá el más importante desde la Segunda Guerra Mundial, aunque eso el tiempo lo dirá. En consecuencia, es imprescindible controlar qué se escribe y qué se escribirá en los días venideros, tanto en el corto plazo, para mantenerse en el poder y afianzar un modelo de sociedad –según mi parecer, distópico e inhumano, como seguro imaginan– como en el medio plazo, para perpetuar ese modelo. Supongo que a nadie, si le preguntan, le gustaría aparecer en los libros como Calígula o Nerón, lo que supone que cuantas menos líneas existan en las que se ponga de manifiesto la malicia, incapacidad o idiocia de uno, mejor.

Foto: Pool Moncloa / JM Cuadrado

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