Hace menos de dos meses Recep Tayyip Erdogan arrasó en las elecciones presidenciales, le sacó más de veinte puntos a su principal contrincante, el socialdemócrata Muharrem Ince. Erdogan es un caso extraño de mandatario al que el ejercicio del poder en lugar de desgastarle le fortalece. Cabría pensar que hubo fraude electoral, pero no, ni Erdogan ni su partido necesitan hacer trampas. Buena parte del país le adora. Ganó con contundencia en Estambul y Ankara, en las provincias del interior su triunfo fue directamente arrollador. Y así por decimosexta vez consecutiva desde 2002.
Hay múltiples razones que explican el erdoganato. Una de ellas es la buena marcha de la economía. Turquía ha ido extraordinariamente bien en los últimos quince años. El país ha crecido, también lo ha hecho el ingreso per cápita, se ha formado una numerosa clase media y el bienestar se ha dejado sentir en todas las capas de la población.
En muchos aspectos la bonanza turca ha adquirido tintes orientales, propios de la China popular o de los emiratos del Golfo. Entre 2002 y 2010 el crecimiento promedio del PIB fue del 5,2%, entre 2011 y 2017 del 6,6%. La crisis mundial de 2009 apenas les rozó. Hubo años, como 2011, en los que, mientras la economía europea hacía aguas, la turca se marcaba un incremento del PIB del 11,1%.
No era casual que muchos hablasen de Turquía como el tigre del Mediterráneo. En unos años en los que Italia o España, economías ambas de alto ingreso, mordían el polvo, en la más oriental de las penínsulas del mare Nostrum la fiesta no se detenía.
Estambul, una ciudad de cúpulas y minaretes, se llenó de rascacielos formando un pequeño Manhattan euroasiático
Sus efectos estaban a la vista de cualquiera que visitase el país. Nuevas y flamantes autopistas, trenes de alta velocidad recorriendo los páramos de Capadocia, nuevos aeropuertos, barrios de nueva planta a las afueras de las ciudades trazados con mimo con su mezquita en el centro. Estambul, una ciudad de cúpulas y minaretes, se llenó de rascacielos formando un pequeño Manhattan euroasiático.
Hoy el distrito de Levent concentra más rascacielos que Londres o Fráncfort. Frente a ellos se levanta el nuevo puente del Bósforo, inaugurado hace sólo dos años y que Erdogan quiso bautizar como puente Sultán Selim en honor a Selim I, un emperador otomano que a principios del siglo XVI conquistó Egipto y las ciudades santas del Islam.
El puente es el símbolo de los años de la prosperidad: dos kilómetros de longitud, 322 metros de altura y un tablero de 58 metros de ancho por el que discurren ocho carriles de autopista y una doble línea férrea. A su lado el puente de Brooklyn es una miniatura. El Selim I conduce directo al nuevo aeropuerto de Estambul, un complejo gigantesco de seis pistas cuya construcción está finalizando al norte de la ciudad, junto al canal que el Gobierno ya ha empezado a excavar y que duplicará la capacidad de tránsito del Bósforo.
En cierto modo lo que ha ocurrido en Turquía es similar a lo de Extremo Oriente o el golfo Pérsico pero con ingredientes distintos. En el Golfo hay petróleo y gas, en Turquía no. China, por su parte, ha crecido gracias a las exportaciones, lo que le ha permitido encadenar superávits que son los que, en definitiva, han financiado los rascacielos de Cantón, el tren de levitación magnética de Shangai o la autopista que corre paralela a la antigua Ruta de la Seda.
Turquía ha basado su fulgurante desarrollo en créditos llegados desde el exterior. Mientras los bancos centrales como la FED o el BCE bombeaban efectivo al mercado para mantener a EEUU y la UE a salvo de la recesión no hubo problema. Parte de ese efectivo se iba a países emergentes como Turquía, donde aguardaban grandes inversiones, especialmente en infraestructuras y construcción de oficinas y viviendas.
Para financiar su déficit crónico Turquía necesita unos 200.000 millones de dólares anuales que, desde hace un par de años, no llegan con la alegría de antes
Dado el bajísimo nivel de ahorro interno, este esquema ha convertido a la economía turca en adicta al crédito foráneo. Para financiar su déficit crónico Turquía necesita unos 200.000 millones de dólares anuales que, desde hace un par de años, no llegan con la alegría de antes. El país ha invertido en grandes proyectos de construcción muy vistosos para el electorado y que crearon mucho empleo a corto plazo, pero que poco han hecho por mejorar la productividad, que es la fuente de todo crecimiento económico sostenido en el largo plazo.
Conforme iban pintando bastos en el sector financiero el Gobierno dobló la apuesta expandiendo la masa monetaria, la lira turca emitida por el propio Gobierno. Cuando Erdogan se refiere a soberanía monetaria quiere decir que la moneda es suya y hace con ella lo que le viene en gana. La consecuencia inmediata ha sido un repunte salvaje de la inflación, que ya está por encima del 15% y sigue subiendo.
La inflación actúa como un chute de cocaína, sus efectos son euforizantes a corto, pero a largo deja una resaca devastadora que es la que están padeciendo ahora. El Gobierno observa dolorido como tiene problemas crecientes para endeudarse en el extranjero y las empresas que habían confiado en una bonanza perpetua se encuentran en dificultades para devolver todo lo que habían pedido prestado.
Todo esto ya se sabía o, por lo menos, se intuía hace dos años, cuando el modelo Erdogan dio muestras de agotamiento. Pero el presidente quería seguir siéndolo, de modo que ante las elecciones de este año en lugar de reducir la deuda y enfriar la economía subiendo los tipos hizo todo lo contrario, se endeudó más y mantuvo los tipos artificialmente bajos, lo que ha provocado que los problemas se agraven.
Si el dinero no entra ya por una puerta, las de los bancos internacionales que llevan años con la mosca detrás de la oreja, lo ha hecho a través de otra, la del propio Gobierno colocando títulos en el mercado de deuda. El resultado ha sido el previsible: comprar bonos turcos es más arriesgado, sigue habiendo demanda pero el inversor pide mayores rentabilidades para compensar la eventualidad de una suspensión de pagos.
Erdogan se ha enfrentado con Rusia, con la Unión Europea y se ha metido de hoz y coz en la guerra de Siria, que está resultando muy costosa para el erario público
A este endiablado esquema se ha sumado el desorden político. En 2016 se produjo un golpe de Estado fallido que ocasionó una caza de brujas dentro del país y un gran descrédito fuera. Erdogan ha promovido una política exterior expansiva. Se ha enfrentado con Rusia, con la Unión Europea y se ha metido de hoz y coz en la guerra de Siria, que está resultando muy costosa para el erario público.
Demasiado para que la lira, una divisa que nunca fue especialmente sólida, aguante sin venirse abajo. La economía turca exporta bien, especialmente productos industriales gracias a la deslocalización de muchas plantas europeas, pero es muy dependiente de importaciones para hacerlo. Es decir, que la fábrica que FIAT tiene en el polo industrial de Bursa exporta vehículos a la UE, pero necesita importar antes muchos componentes. Algo similar sucede con los centros de producción que la española Inditex tiene en el país.
Una lira débil favorece las exportaciones, pero penaliza las importaciones. Lo que ganan por un lado lo pierden por otro, la cara B de las devaluaciones de la que los Gobiernos inflacionistas nunca quieren hablar. Si se quieren exportar productos complejos y, por tanto, de alto valor añadido antes hay que importar.
¿Por qué Erdogan ha insistido en prolongar una fase expansiva cuyos fundamentos eran tan endebles? A fin de cuentas el presidente turco no es un Hugo Chávez, no pretende hacer la revolución ni acabar con el capitalismo. No hay base ideológica en su ceguera. La razón es esencialmente política. Durante tres lustros el erdoganismo ha constado de dos ingredientes: recuperación del orgullo nacional y prosperidad económica. Sobre esas dos patas camina su régimen. No se puede permitir verse privado de una de ellas. Su imagen es la de un hombre-milagro que prometió trabajo y lo ha entregado. Así, ante los primeros síntomas en vez de replantearse fríamente los defectos de su modelo económico perseveró en él abriendo más el grifo del gasto y de la deuda.
Durante tres lustros el erdoganismo ha constado de dos ingredientes: recuperación del orgullo nacional y prosperidad económica. Sobre esas dos patas camina su régimen
El problema es que lo ha llevado tan lejos que ya no puede aterrizar suavemente. En cuanto la banca internacional interrumpa las refinanciaciones de las empresas turcas y los inversores rehúsen comprar los bonos del Estado no le quedará otra que tocar la puerta del FMI para no tener que presentar la bancarrota. La economía, a diferencia de la política, no admite interpretaciones creativas. Una vez se ha secado la fuente poco más se puede hacer.
Foto Fernando Díaz Villanueva