Una vieja práctica japonesa, ahí todas lo son, recoge la costumbre de abandonar a los más viejos del lugar. Se les lleva a un lugar apartado en el campo, y se espera a que la sed, o el hambre, agoten el cuerpo. El ciclo de la descomposición lo reintegra a la naturaleza, desprovisto ya de su orden, sus formas y estructuras. De la persona que fue sólo queda el menguante recuerdo de las generaciones futuras.

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Tan persistente es la costumbre que los japoneses se refieren a ella con un nombre: Ubasute. La palabra no tiene la contundencia grave y sonora del japonés, pero pertenece a ese idioma, y se puede traducir como “abandonar a una mujer vieja”. El Ubasute arreciaba por oleadas asociadas a las sequías o a las hambrunas. Es una discreta práctica de abandono, que parte de reconocer un abandono previo: el del favor de la fortuna.

El Estado de Bienestar, o Estado Providencia, es la encarnación de lo que describió Bastiat: El Estado es esa gran ficción por la que todo el mundo vive a costa de todo el mundo

Los economistas podrían encontrar una lógica marginal en todo ello. A medida que emerge la condición del hombre, que es la despiadada lucha contra la miseria y el hambre, quienes tienen poco que aportar con su trabajo son arrojados a esa lucha solitaria y cruel. Una lucha desigual del hombre solo frente a una naturaleza cicatera y hostil.

Es el enemigo más viejo de la humanidad. No queremos mirarle a la cara porque despierta un miedo atávico. Y conduce, a las sociedades más pobres, al sacrificio de la persona por el grupo.

En realidad es una práctica común. Los antropólogos lo llaman senicidio, y su recuerdo alimenta mitos y cuentos en varias culturas. Una historia india habla de un rey que ordenó expulsar de la sociedad (de la división del trabajo y, por tanto, de la supervivencia), a los mayores de 70 años. Uno de sus ministros puso a buen recaudo a su madre: la escondió en un agujero en su casa para que no fuera víctima de la política del Rey. Ocurrió que la sabiduría de la madre sirvió al ministro para salvar al propio Rey de un desastre. Cuando le contó que sus ideas las debía a la ancianidad de su madre, el Rey reconoció su error, y rectificó.

La pobreza es vecina de la muerte, y el senicidio es el triunfo del grupo sobe el individuo. La lucha contra la inanición sólo se puede librar con opciones de éxito en colaboración con otros individuos. La división del trabajo crea una interdependencia feraz que si se profundiza puede obrar el milagro de la riqueza. Incluso puede limitar la pobreza hasta casi hacerla desaparecer. Es lo que llamamos capitalismo.

La pobreza no dejará nunca de existir, incluso en las sociedades más capitalistas. Primero, porque es la misma condición humana; traemos necesidad al llegar al mundo, al que no aportamos más que felicidad y preocupación a los padres. Segundo, porque crear riqueza exige adoptar ciertos comportamientos, pero los hombres somos muy distintos, y no todos estamos dispuestos a asumirlos. Y tercero, porque la riqueza atrae a todo el mundo, y más a quien menos tiene y cree que al menos sus pies le acercarán a los medios de subsistencia que sus manos no son capaces de procurar.

Esta es la historia de la humanidad: el desarrollo de la división del trabajo más la acumulación del capital nos permiten vivir una vida en la que todos, o casi todos, tienen suficiente para procurarse lo básico.

Pero no estamos solos. Nos acompaña el ogro filantrópico del que hablaba Octavio Paz. Es un ogro voraz e insaciable, horrible a la vista. Tanto, que tiene que vestirse de filántropo para que la convivencia de la sociedad con el parásito sea llevadera. El ogro toma y reparte con el objetivo de alimentarse, mantenerse, y crecer. A ese reparto lo hemos llamado Estado del Bienestar.

El Estado de Bienestar, o Estado Providencia, es la encarnación de lo que describió Bastiat: El Estado es esa gran ficción por la que todo el mundo vive a costa de todo el mundo. Una ficción que se mantiene por lo que los hacendistas llaman la “ilusión fiscal”: la idea de que los impuestos los pagan otros. El beneficio es propio, pero el pago lo hacen sobre todo los ricos. Es como el chiste de quien está encantado con la llegada del comunismo a su país y dice: “Entre lo que tengo y lo que me va a tocar en el reparto, me va a ir muy bien”.

Esa ficción se ha introducido de forma paulatina, pero imparable. Y si sus beneficios estaban circunscritos a una parte minoritaria de la sociedad y su coste, que nunca fue pequeño, era manejable, ha llegado a prometerlo todo a todos, ricos y pobres, jóvenes y viejos, a un coste inasumible.

La función real del Estado del Bienestar es la creación de pilares que sostengan el propio Estado. Al poder real. Y sus beneficios en ocasiones, en no pocas ocasiones, desbordan esa función.

Eso puede pasar con lo que llamamos la gente mayor, dado que el paso de las décadas formándose una idea sobre lo que son las cosas no pasan en balde, y su voto es menos volátil, aunque siempre se decanta de forma mayoritaria hacia lo que hay, y claramente a favor del propio Estado del Bienestar. Pero su coste es enorme, y en ocasiones puede resultar excesivo. Lo mismo pasa con los pobres. Su función política es servir de cebo para el propio Estado de Bienestar. Pero políticamente, en una democracia de masas en un país rico no tienen una función clara; muchos no votan. Y de nuevo son potencialmente una pesada carga.

Por eso nos encontramos con un moderno Ubasute, con la política social encaminada a podar la sociedad por sus elementos menos útiles. Y por eso nos encontramos con realidades como que el gobierno español enviase morfina a los asilos infestados de COVID. O la del gobierno de Canadá ampliando la eutanasia a las personas que no son capaces de procurar por sus propios esfuerzos los medios necesarios para vivir. Sobran a los propósitos del poder. Por eso, la eutanasia tiene un futuro innegable.

Foto: Nevin Ruttanaboonta.

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