Tras constatar, como muchos, en los últimos Oscar que la calidad de las cintas premiadas va cuesta abajo y sin frenos y que Hollywood sigue empeñada en hacerse el harakiri ideológico, quise resarcirme revisitando Up (2009). Up es una película prodigiosa por muchos motivos, menores y mayores. Entre los menores, su notable fuerza narrativa, el modo casi perfecto en el que articula dos películas en una (una para los adultos, otra para los niños), su humor amable y la animada acción de su segundo tramo. Los mayores tienen que ver con la rarísima capacidad de abordar dos temas extraordinarios: el amor y el honor.
En cuanto al amor, baste decir que la cinta contiene un glorioso fragmento mudo de poco más de cuatro minutos (“Married Life”) que con razón puso en pie en su día al Festival de Cannes. No se puede decir más, más bellamente y en ese tiempo sobre lo que constituye hacer una vida juntos, esa epopeya de diario al alcance de las mujeres y hombres de nuestro tiempo que se atrevan. Ese canto a la vulnerabilidad y el cariño, con la preciosa música de Michael Giacchino, tumba de un soplo un millón de artículos de los diarios posmo sobre que el monoamor es indefectiblemente sumisión, retrógrado, antiecológico y el resto de estupideces a las que, ay, esos diarios nos tienen acostumbrados.
El mundo está plagado de héroes, que superan ampliamente en número a los miserables, tan fotogénicos y bullanguero; es nuestro deber destacarlos, porque necesitamos admirarlos
Pero aquí quiero detenerme en lo otro, en el honor, en lo que Russell, el pequeño gran scout, tiene en mente cuando va a visitar al señor Fredricksen, viudo y solo, siempre enfurruñado y a pique del desahucio. Al pequeño Russell, «explorador intrépido», le falta conseguir una medalla, la de «Ayuda a los mayores», para alcanzar el grado superior en esa escalera ascendente —la ley scout— que está usando para fortificar su carácter. Carl Fredricksen, al cabo de la calle, solo quiere que lo dejen en paz; Russell hará suya la misión de Carl (cumplir la promesa que le hizo a su amada), y en ese viaje el revitalizado anciano descubrirá cuánto hay de admirable en Russell. A base de compartir experiencias, se harán más que amigos.
Tengo mis dudas sobre la proporción de personas que trece años después son capaces de entender y apreciar la elevada índole moral de Russell, es decir, su honorabilidad. Y eso que el DRAE es de largo, de entre todos los diccionarios occidentales que conozco, el que mejor hoy define qué es eso que he llamado honor ético: «Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y uno mismo». Esa es la consigna de un o una scout que se precie, por más que no solo aquí, sino hasta en la propia cuna del movimiento, los Estados Unidos, cada vez haya más gente que se burle de todo lo que suene a ideal u obligaciones. Cada año son más quienes reniegan del principio de que alguien, por el mero hecho de nacer, pueda tener deberes, y no solo derechos. Este es el noble principio de la humanidad que Russell ha entendido: que una vida verdaderamente libre está llena de obligaciones.
Explica Simone Weil en Echar raíces que «obligación» procede de ob-ligare, que quiere decir estar atado a algo de nuestro entorno. Esta obligación nos vincula individualmente y supone una primacía; el ser humano tiene deberes respecto al prójimo que preceden a los derechos que exige. Para ser eficaces, los derechos necesitan de las obligaciones, pues para no ser papel mojado tiene que haber personas que se sientan obligados a hacerlos efectivos. Puede que usted tenga un derecho a no ser agredido; pero eso solo tiene sentido si yo asumo el deber previo de no agredirle. Un derecho no reconocido es poca cosa, apenas un eslogan. Por el contrario, una obligación es eficaz desde el momento en que nace; así entendemos la expresión «lo que hay que hacer», y súbitamente comprendemos que hay que hacerlo.
Los que no están dispuestos a deberle nada a nadie son los mismos que se niegan a reconocer jerarquía ética alguna. Al fondo de este ridiculizar que en cuanto a la moral haya niveles está la risa de hiena de los relativistas y el aplauso histérico de los mediocres. Para ellos, los Russell de este mundo son un estorbo, porque, como ha explicado magistralmente Javier Gomá, primero ensayando en Ejemplaridad pública y después en el escenario con El peligro de las buenas compañías, el mundo es un juego de espejos, y por tanto los buenos ejemplos elevan el listón y nos exigen a todos. Cada persona que cree que merecer ser feliz es un objetivo superior a serlo le dice a los demás con su conducta que es una cobardía conformarse con algo menos que lo debido, con algo por debajo de lo bueno.
Interesa, en cuanto a esto, distinguir la «superioridad moral» del hecho bastante trivial de que haya comportamientos moralmente superiores a otros. La superioridad moral no tiene nada que ver con la obvia existencia de lo peor y lo mejor, lo malo y lo bueno; es el empeño de cancelar al rival, es decir, es el inmoral intento de ventilar en el campo ideológico lo que solo puede ventilarse en el de los comportamientos. Además, esta superioridad moral bastarda incorpora la insensata idea de que la ética es un instrumento para señalar a los demás con el dedo, cuando no es más que un proyecto personal —aunque no subjetivo— en el que el enjuiciado es siempre uno mismo y no hay más juez que la conciencia encarnada en la mirada del prójimo.
El relativismo no es una ética, sino el fin de la ética. Y el caso es que la filosofía moral, vapuleada en la educación un gobierno tras otro desde que se inició el siglo e incluso antes, no es un juego académico, sino que tiene graves consecuencias personales y civiles. El relativismo es una factoría de cobardes, es decir, una gatera para el crimen. Lo sabemos desde que Dostoievski publicó Crimen y castigo cuanto menos; la «confesión» del protagonista de la novela, Stavrogin, contiene el siguiente pasaje, que ofrece la justificación de su comportamiento: «No tengo ni el sentimiento ni el conocimiento del bien y del mal, y no solo he perdido el sentido del bien y del mal, sino que el bien y el mal realmente no existen (y esto me complace) y no son más que un prejuicio; puedo liberarme de todos los prejuicios». Cuando Stavrogin asume estas premisas, es solo cuestión de tiempo que empuñe el hacha y asesine a Aliona Ivánovna y a su hermana, la malhadada Lizaveta.
El honor, garante sentimental del deber —su poesía, decía Alfred de Vigny—, es la médula de las sociedades igualitarias, libres y buenas. La otra gran cosa que incorpora el honor es que no hay ética (moral) sino en las conductas. Los valores no son sino abstracciones de conductas; y eso, en el mejor de los casos, porque a menudo no pasan de intenciones, o, peor, de simulacros. Hoy los mismos que se ríen del niño Russell y la nobleza de su espíritu, quienes ridiculizan a los scout y están de vuelta sin estar de ida, creen ser personas justas por «tener» (exhibir) «valores» que copiosamente comparten en tuits, instas y hashtags. Pero un scout, como persona de honor que es, sabe que en cuanto a la justicia solo hay una cosa que importe: lo que uno hace.
«Nadie diría que han pasado más de dos siglos desde la Revolución francesa, y un siglo desde la Revolución soviética, sin que se vislumbren ideas nuevas y despunten jóvenes ideales de combate en el horizonte político», escribe Mauricio Wiesenthal en El derecho a disentir. Y concluye, descriptivo y derrotado: «Todo ha sido asumido por el relativismo moral de la sociedad moderna, donde —a cambio del sufrimiento de muchos seres humanos y aceptando ciertas injusticias que todo el mundo silencia— se puede improvisar siempre un nuevo vivaque de bienestar material». Pues bien, esto es lo que la dignidad nos exige: combatir ese abatimiento por la vía del honor ético. Esta es la vieja nueva idea que va a sacarnos del atolladero líquido de los tiempos: que el bien es una aventura emocionante y motivadora que puede revitalizarnos. El activismo de salón puede conseguirnos Likes, pero ni orgullo —pundonor— ni autorrespeto. El mundo está plagado de héroes, que superan ampliamente en número a los miserables, tan fotogénicos y bullanguero; es nuestro deber destacarlos, porque necesitamos admirarlos.
Defender el bien, la dignidad y los principios se ha convertido en estricta vanguardia. Es una batalla apremiante; estamos a un pelo de dejar que quienes niegan la primacía del deber sobre el derecho se salgan con la suya. Andamos despistados por lo fácil, lo «emocional», lo inmediatamente afectivo. Tan es así que la propia entrada de la Wikipedia para Up parece sorda a la aventura moral que Carl y Russell emprenden, de modo que en la sección «Temáticas» uno lee una y otra vez que la clave del film son las relaciones, y ni palabra de la admiración, el coraje y la bondad que la cinta rezuma. Tenemos que recuperar el rumbo de lo que de verdad importa, y entender cuánto nos jugamos en el compromiso de hacer lo que hay que hacer, juntos y cada uno de nosotros. Como afirma un personaje de Borges en Discusión, «condenación eterna y salvación eterna están en tu minuto; esa responsabilidad es tu honor».
[David Cerdá es autor de Ética para valientes. El honor en nuestros días, Rialp, 2022]
Foito: Jakob Owens.
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