En medio de un asombro casi ilimitado y no sin un cierto temor los españoles asistimos con paciencia franciscana a los rápidos e inesperados cambios de opinión de nuestro Gobierno. Este parece ser el caso si se juzga desde cualquier perspectiva en la que tengan una cierta relevancia las diferencias insuperables entre verdad y mentira, entre una cosa y su contraria, entre realidad y ficción o entre cumplir y engañar, en suma, todo lo que separa a lo que consideramos real y, por ello digno de cierto respeto, y lo que tenemos por sencillamente falso.
Esas parejas de conceptos, y otras varias que se podrían usar, están ligadas a la idea de que la política consiste en una actividad constructiva, en algo que trata de edificar, consolidar y mejorar lo que se puede hacer real en la sociedad que compartimos. Pero todo el mundo sabe que hay otra manera de entender la política, aquella que la presenta como una pelea descarnada por el poder, como una lucha sin reglas, o con las menos posibles, para alcanzar la hegemonía y someter al resto. Esta es la política de vencedores y vencidos, una especie de atenuación de una guerra que se supone primordial e inevitable entre rivales y que solo se termina con la derrota y/o la sumisión de los otros. Esta forma de hacer política es lo contrario, en último término, de la convivencia como un esfuerzo generoso por compartir nuestra existencia, en un tiempo y un espacio que nos son comunes, con quienes no son como nosotros querríamos que fuesen, pero sí tan humanos como cualquiera.
Hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que imagina la cortedad ambiciosa de cualquier aspirante al poder sin límites. No hay que confundirse, sin embargo, dando por seguro que Sánchez acabará derrotado porque nadie le gana en ambición ni en desenvoltura
Cuando la política se entiende de modo tan belicoso solo cabe la confrontación, la polarización, el olvido del espíritu de las leyes y el pisoteo de su letra. En estas situaciones siempre habrá quien opte por usar de modo sistemático la mentira porque las afirmaciones pierden cualquier valor desde el momento en que no se comparan con ninguna regla común y que esté por encima de cualquier diferencia, de modo que empiezan a tener valor como una forma de liberación que permite actuar sin ningún impedimento, sin la menor consideración ni hacia las verdades de hecho ni hacia lo que se supone sean los principios ideológicos de cada cual.
La mentira otorga una extraña libertad de acción, supone siempre un atajo oportunista pero nunca conduce a la paz sino a la perpetuación de la guerra, porque la mentira tiene la incómoda condición de que no logra convencer a quienes tendrían que soportarla, da facilidades, pero, como bien dice el refranero, acorta la velocidad del que quiere cabalgar a su lomo. Se suele decir que la verdad es la primera víctima de las guerras, pero ello es así porque la mentira siempre se pone en marcha como compañero imprescindible de la violencia.
Cualquiera que haya asistido a una de esas discusiones inacabables entre forofos de dos equipos rivales acerca de si una jugada fue legítima o digna de castigo entenderá con facilidad el clima que se produce cuando un partido político, y más si es un partido que esté en el Gobierno, niega una realidad evidente o pretende hacer pasar por verdadera una mentira clamorosa. Lo malo de la política es que no es ningún juego, que con ella construimos o destruimos el hogar común y que, cuando la mentira se instala en su seno, es inevitable que el poder del Gobierno propenda a romper cualquier clase de límites, pretenda homologar sus pretensiones como verdades imprescindibles para la convivencia.
La mentira se convierte así no en un accidente sino en la sustancia misma del proceso político y se fabrican montañas de mentiras con el indisimulado objetivo de que unas oculten a las otras, de modo que las mentiras del día aparezcan como noticias que reclaman nuestro interés y logren apartar nuestra atención del engaño fundamental.
Ahora, por ejemplo, el Gobierno ha soltado una engañifa que debiera producir un sonrojo universal porque se ha propuesto, nada menos, que afirmar que existen formas del terrorismo que no atentan a los derechos humanos. Dicha pretensión no puede ser calificable ni siquiera con los epítetos que de manera habitual otorgamos a las mentiras más burdas. Apenas se me ocurre un ejemplo de afirmación que pudiera ser más ridículamente falsa que esta distinción impropia de cualquier persona razonable, pero haré un esfuerzo: ¿qué diríamos de quien reconociese haber disparado al pecho de una persona causándole la muerte, pero pretendiera que la causa de la muerte no ha sido el disparo sino el ímpetu irresponsable de la bala?
Al soltar una mentira tan estúpidamente inverosímil el Gobierno no solo muestra escaso respeto por cualquiera, sino que es probable que se esté complicando de manera funesta el intento de amnistía. ¿A qué se debe tamaña insensatez? La respuesta me parece bastante simple. El Gobierno pretende hacer olvidar que todo este engorroso asunto no es sino una estratagema de facinerosos para ocultar que ha pagado un precio inasumible por la investidura de Pedro Sánchez, el precio que hizo posible su burla ineducada y grosera hacia Feijóo, su risa impostada ante quien aseguraba que podría haber sido investido de haber cedido ante las inaceptables condiciones de Puigdemont.
Cuando, muchas décadas atrás, se enseñaba la Biblia en las escuelas de primaria los niños aprendían muy pronto que no era buen negocio vender la primogenitura por un plato de lentejas (por cierto, es probable que muchos alumnos de hoy sean incapaces de aprender la lección al no saber qué es “primogenitura” y tener acaso dificultades para identificar “lentejas”) de manera que pronto empezábamos a distinguir el valor del precio. Sánchez no ha atendido a una reflexión elemental y se ha dispuesto a ceder lo que nunca debiera ceder, lo que no está en condiciones de conceder, aunque crea lo contrario.
Sánchez pudo reírse de Feijóo porque ha convertido su partido en una mera escolanía de pueri cantores, en un espacio en el que a la voz del preste que dirige la función no se permite la menor disonancia. Como el PSOE es una máquina de troquelar unanimidades, Sánchez puede hacer lo que se le ocurra que nadie le dirá nunca nada, y como sus aliados de ocasión sólo aspiran a sacarle los higadillos al resto del país pues tampoco habrá problema. La confusión del legislativo con el Gobierno, que nunca ha estado demasiado clara tras los momentos iniciales de la transición, está alcanzando en esta legislatura cotas excepcionales de oscuridad y desvergüenza. Sánchez es una especie de autócrata en su partido y se puede permitir la compraventa de la soberanía común sin que el Congreso le incomode.
Es normal que Sánchez y sus aliados estén buscando enemigos allí dónde anide alguna resistencia. Las CCAA que no están en sus manos y la independencia de los jueces son dos de los grandes obstáculos que encuentra el diseño de Sánchez para convertir España en un país por completo a su disposición, pero es obvio que no son los únicos, hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que imagina la cortedad ambiciosa de cualquier aspirante al poder sin límites. No hay que confundirse, sin embargo, dando por seguro que Sánchez acabará derrotado porque nadie le gana en ambición ni en desenvoltura.
Mientras no crezca con abundancia el número de los capaces de distinguir entre el forofismo político, que es maniqueísmo en estado puro, y la normalidad política Sánchez seguirá soltando embustes, no le queda otra.
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