Uno se lo puede tomar como si de un chiste se tratara y, como se dice coloquialmente, hacerse unas risas a costa de todo ello. A mí -y a más de uno que conozco- nos ha dado muchas veces por esa vertiente y hemos pasado un rato entretenido desgranando los diversos casos, a cual más ridículo, de esta nueva moral -¡perdón!, este nuevo puritanismo- que afecta a casi todas las facetas de nuestra vida. Si disponemos en el ámbito privado de un espacio de libertad renuente a esas normas con las que nos quieren ahormar, podemos ir tirando. Me refiero, por ejemplo, al margen que aún nos queda para encaminar nuestros pasos sin otro criterio que nuestra razón o nuestra moral. La nuestra, recalco, no la dictada por otros, es decir, sin imposiciones externas, como dictamina la ética kantiana.
Por poner un caso trivial, puedo mencionar que me dispuse a ver la semana pasada una serie que me recomendaron un par de buenos amigos, de cuyo solvente criterio tengo sobradas muestras. Pese a mi natural desconfianza, pues soy bastante reacio a la moda de las plataformas televisivas –de Netflix a HBO-, no quise cerrarme en banda. Mi benevolencia autoimpuesta saltó por los aires al poco tiempo, cuando los guionistas del engendro, intentándonos tomar por lelos, dibujaban una población de la América profunda –de USA, para hablar con exactitud- en la que el jefe de policía era un afroamericano impoluto –física y moralmente-, las chicas se enamoraban con toda naturalidad de otras chicas, los drogadictos eran en el fondo unos santos necesitados de afecto, los blancos –hombres y mujeres- eran toscos e iracundos y el único malo parecía ser un sacerdote católico, naturalmente pederasta.
¿Se imaginan a una damisela medieval argumentando a un cortesano que “solo sí es sí”? ¿O a una campesina en una aldea asolada reclamando al guerrero enemigo un respeto por el cuerpo femenino?
En casos como el mencionado, siempre nos queda –o, por lo menos, por ahora todavía nos queda- el ejercicio de nuestra sacrosanta libertad, cada vez más menguada, tanto por el sustantivo como por el adjetivo. La cosa es más problemática cuando nos toca asistir a una ceremonia, un acto institucional o, simplemente, un evento social, sea del tipo que sea. El lenguaje inclusivo, las fórmulas alambicadas para que ningún colectivo se sienta ofendido o simplemente postergado y, en general, las actitudes puerilmente buenistas se han adueñado a tal punto de las formalidades colectivas que, no sé a ustedes, pero a mí me falta literalmente el aire. Me ahogo en ese ambiente que antes hubiéramos denominado jesuítico, pero que en comparación deja en mantillas al viejo clericalismo.
Me dirán, volviendo al principio, que tal estado de cosas solo merece la chanza, la inhibición o, en la más desabrida de las reacciones, el simple desprecio, no ya de las personas inteligentes, sino de las mínimamente sensatas, o sea, los no estúpidos porque, en último término, de idiocia estamos hablando. ¡Craso error, amigos míos! Tenemos sobradas muestras de cómo funciona el mundo y, sobre todo, cuáles son los mecanismos del comportamiento humano. No se fíen mucho de nuestros semejantes. El hombre no es el animal que tropieza dos veces en la misma piedra sino el animal más estúpido de la creación que tropezará las veces que haga falta y aún hará gala de ello. Hace menos de dos décadas hubiéramos reputado imposible –una sátira pasada de rosca, una distopía inverosímil- que los dirigentes del mundo más avanzado fueran sujetos como Donald Trump, Boris Johnson o, entre nosotros, Pedro Sánchez.
Lo que quiero enfatizar es que esta oleada de revisionismo infantil y estúpido que nos invade ha penetrado por todos los vericuetos posibles y afecta ya a todas las facetas de la disposición humana ante el mundo y ante la vida. No concierne solo a las relaciones del presente y a los objetivos del futuro, sino que se traslada a nuestra comprensión de la historia, manipulando esta como una vulgar plastilina de la que pudiera disponerse a nuestro antojo. El pasado como espejo del presente, pero no tanto como una realidad que merece respeto, aunque solo fuere como puro reconocimiento de lo que fue, sino como una materia dúctil en la que apoyar supuestos agravios que hoy se pretenden revertir o sostener determinadas legitimidades cuyos réditos se quieren cobrar.
No pretendo seguir hablando en abstracto sino canalizar esas reflexiones generales hacia una de las penúltimas manifestaciones de esa reescritura del pasado en aras de la corrección política imperante. No les voy a hablar de un sesudo tratado de historia sino de una película que se proyecta actualmente en miles de salas a lo largo y ancho de todo el mundo. No desprecien el asunto desde una óptica convencional –como intelectualmente deleznable-, pues el nivel de elementalidad de productos como este es precisamente lo que los hace más peligrosos, dado que llegan mucho más allá que cualquier ensayo, tratado filosófico o análisis profundo.
Los cinéfilos –y hasta los que no lo son- saben perfectamente quién es Ridley Scott, el director de obras que ya están en la historia cinematográfica de las últimas décadas. Baste citar Alien, Blade Runner, Thelma y Louise o Gladiator. Siendo un director descaradamente comercial, Scott goza del respeto de la crítica profesional, de modo que se halla en esa posición privilegiada al alcance de muy pocos –citemos a los clásicos: John Ford, Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick- que han logrado llegar al gran público manteniendo la estimación de los puristas del séptimo arte. Ahora presenta El último duelo, un filme ambientado en la Francia del siglo XIV que recrea “una historia real”, como gustan decir los guionistas de Hollywood: un duelo a muerte entre el caballero Jean de Carrouges y el escudero Jacques Le Gris para dirimir quién decía la verdad sobre la supuesta violación de la esposa del primero por el segundo.
La película se basa en el libro homónimo de Eric Jager, un publicista norteamericano que se presenta como “especialista en literatura medieval”, pero que no es historiador. La obra de Jager, un híbrido entre divulgación, ensayo y relato, es de un rigor más que cuestionable, por decirlo suavemente, pero eso aquí es lo de menos, porque el volumen no llegará ni al uno por ciento de los espectadores de la película. Lo importante es la visión que esta última proporciona de las relaciones sexuales en el pasado a partir de un filtro que hoy genera una extrema sensibilidad social. Me refiero a la violación y, en general, los malos tratos y abusos sexuales de los varones hacia las mujeres.
Debería ser ociosa esta aclaración pero, tal como están las cosas, más vale recalar en lo obvio que prestarse al equívoco: la sensibilidad actual que acabo de consignar constituye un rasgo inexistente en el pasado, dado que las violaciones –o lo que hoy reputaríamos como tales- han sido habituales en las relaciones entre los sexos durante la mayor parte de la historia de la humanidad. En el rudo y violento mundo de nuestros antepasados –no digamos ya en el Medievo-, donde la guerra, el saqueo y el pillaje en todas sus formas eran cotidianos, plantear siquiera la necesidad de consentimiento femenino era como creer en los cuentos de hadas. ¿Se imaginan a una damisela medieval argumentando a un cortesano que “solo sí es sí”? ¿O a una campesina en una aldea asolada reclamando al guerrero enemigo un respeto por el cuerpo femenino?
Lo curioso del caso es que la película de Scott no dulcifica este mundo descarnado, pero confina la barbarie a la vertiente masculina. Los hombres son, en efecto, en su casi totalidad, salvajes, atroces, sanguinarios, inmisericordes y, por supuesto, ignorantes y groseros. Viven por y para la guerra y, cuando dejan de hacer esta no es para hacer el amor sino para fornicar como animales. La pátina cultural que algunos, excepcionalmente, tienen, como el citado Le Gris, no los hace mejores, sino más taimados y crueles. Frente a ellos, el mundo de las mujeres es plácido, confortable y, sospechosamente, se materializa en algo parecido al hogar burgués convencional. La esposa de Carrouges, Marguerite, es bella, delicada, amable, generosa, responsable y buena organizadora doméstica. Tiene incluso una acusada sensibilidad ecologista y animalista: sufre cuando el bruto de su marido golpea a un caballo y logra que el animal pueda gozar de libertad.
Con estos mimbres ya puede entenderse que Marguerite denuncie, primero de forma privada y luego públicamente, que ha sufrido una violación durante la ausencia de su marido. Señala como culpable a Jacques Le Gris, antiguo amigo y a la sazón rival de Jean de Carrouges. Como siguiendo los consejos susurrados al oído por la Irene Montero de guardia, pongo por caso, arrostra todo tipo de incomprensiones y hasta un interrogatorio machista de las autoridades eclesiásticas (cuya contemplación, dicho sea de paso, produce vergüenza ajena y una profunda conmiseración porque Ridley Scott haya caído tan bajo). Como es muy lista y, sobre todo, una adelantada a su época, Marguerite sabe que tiene que denunciar. El espectador de hoy la entiende: aunque aquellas acémilas del medievo no la crean, nosotros sí la creemos. Por mi parte, te creo, hermana, aunque nos separen casi siete siglos de distancia.
El problema es el siguiente: como de la violación, según se plantea en la narración cinematográfica, solo hay dos testigos, el agresor y la víctima, y el primero rechaza la acusación, los personajes de la época, del rey al último campesino, convenían en que solo un duelo a muerte entre el marido de la damnificada y el acusado podía dilucidar el conflicto. En última instancia, se encomendaban a Dios, ya que la justicia humana no podía resolver el asunto: Él señalaría quien era el culpable mediante el resultado del duelo, convertido en veredicto. El vencedor del combate mostraría al mismo tiempo de modo indubitable quien encarnaba la verdad.
Aquí está lo más interesante de todo. Lejos de asumir esa incertidumbre sobre el delito, la película se plantea desde otra perspectiva. Al espectador se le suministran tres distintos puntos de vista, correspondientes sucesivamente al marido, Jean de Carrouges, a su rival, Jacques Le Gris y a la esposa del primero, Marguerite. Carrouges no puede aportar nada sobre el suceso, al no haber estado presente. Marguerite narra, naturalmente, cómo fue la supuesta violación. Pero lo más sorprendente es que en el testimonio de Le Gris, a despecho de la inocencia que él proclama por activa y por pasiva, vemos –aclaro: se ve en la pantalla- la misma violación que describe Marguerite. Los guionistas y el director toman partido y hacen confesar a Le Gris. O, dicho de otro modo, la palabra de la mujer, la víctima, se convierte en verdad absoluta. ¿Les suena? Más curioso aún: tenemos tan internalizado el proceso, que no he visto que nadie haya dicho nada de la flagrante manipulación que subyace al planteamiento descrito.
Algunos de ustedes quizá sigan pensando que no es para tanto, que estamos hablando de un filme comercial, aunque nimbado por el prestigio de un director de culto. Dentro de un par de meses, nadie se acordará de la película ni, mucho menos, de su contenido concreto. En definitiva, pueden considerar que magnifico una anécdota de corto recorrido. Sostengo por el contrario, sobre una base empírica que solo un ciego puede negarse a ver, que la repetición cotidiana y hasta banalizada de este tipo de propuestas manipuladoras va generando un caldo de cultivo cuyas consecuencias terminarán más pronto que tarde afectándonos a todos. Entonces, cuando ya no haya remedio para enderezar la situación, intentaremos justificar nuestra pasividad y compensar nuestro estupor con ademanes retóricos e impostados. Será el momento en que digamos: ¿cómo hemos podido llegar a esto?