Eneas Silvio atribuyó, en sentido positivo, al emperador Segismundo la máxima política qui nescit dissimulare, nescit regnare, que alude a la necesidad de saber fingir para reinar. Platón antes y Maquiavelo después consagraron la suntuosa fortuna de aquellos que fueran buenamente engañados por hombres inteligentes y bondadosos. Pudiera decirse, una buena mentira sustenta una buena civilización. Según la Teoría de la Mentira, contraria a la tesis clásica, la mentira no tiene que valorarse sobre términos morales, sino funcionales. “Mentir” sería una capacidad mental más, cuya prohibición tan absurda como prohibir pensar. Si sabemos qué es mentir, sabemos cómo construimos la verdad. El inconveniente de pensar que solo los políticos pueden mentirnos genera un monopolio de la mentira, donde solo nos quedaría defender que el político que gobierne, al menos, mienta bien; esto es, cree alternativas a lo real creíbles y sostenibles a largo plazo conforme a nuestros sesgos cognitivos y sociales.
Pese a los aires reformistas y casi soteriológicos que supuso el Estado Liberal, a partir del s.XIX, pretendiendo limitar poderes, establecer ejes de balanceo y proporcionalidad y contribuir al moderno constitucionalismo de garantías y derechos fundamentales, numerosos autores del siglo XX (Pareto, Mosca, Michels, Dahl, etc.) se apresuraron a avisar de que el continente jurídico y político dibujado no era correspondido con su contenido; o dicho en otras palabras, los políticos no se adaptaban bien a la congruencia material de una nueva arquitectura constitucional exigente de límites, controles y separación de poderes, y menos aún al objetivismo moral que juristas como Atienza sostienen en la actualidad.
Si Pedro Sánchez es un presidente al que se le tilda tantas veces de mentiroso, será porque no miente bien, y su permanencia en el poder se debe a la falta de mecanismos políticos reales de control y balance
La idea de un sistema de gobierno sin mentiras seguía y sigue pareciendo una utopía. Pese a ello los políticos, que durante el s.XIX eran observados con desconfianza desde las monarquías y burocracias, en el s.XX se convierten en principales instrumentos de movilización y participación ciudadana. Según García-Pelayo, el protagonismo de los políticos en la dirección democrática es una etapa de integración del pueblo en el Estado; donde los intereses de ambos tratan de identificarse y fusionarse, lo que provoca la conversión de los partidos políticos en partidos de masas o catch-all-parties que buscan resolver necesidades que previamente crean al ciudadano. El político, así, miente para sobrevivir en el cargo público igual que un funcionario estudia para conseguirlo. Y no es que el político mienta por capricho diabólico, se le llama mentiroso por un simple fallo en la comunicación: el político nunca va a poder decir lo que quieren todos los votantes aunque trate de conseguirlo, y en los matices de esas estrategias juegan unos intereses que pueden cambiar con el tiempo. Aquí entra en juego que los seres humanos toleramos la hipocresía por su funcionalidad, nuevamente. La falta de cumplimiento de la palabra genera un coste de la mentira, un sentimiento al ciudadano de haber sido torpemente engañado. Un político deberá mentir bien, deberá crear alternativas a la realidad tan creíbles que se adapten a la perfección a los sesgos de sus potenciales votantes en un periodo de medio a largo plazo. En esa operativa, sirven todas las manifestaciones de la mentira: ironía, sarcasmo, secreto, espionaje…, pues “la verdad” es un periódico de Murcia en comparación a la importancia de la seguridad de una nación.
Sucede así un elemento, a priori contradictorio, entre la democracia y la verdad: el sistema de mayor libertad e igualdad para el ciudadano acaba resultando ser aquel que más necesita de un líder sin estar diseñado para tenerlo. Y esto es un jarro de agua fría, porque si un sistema de poder siempre va a generar escalas sociales de jerarquías, a lo poco morales, “la falta de liderazgo en la sociedad liberal de masas tardía debe diagnosticarse como el resultado del cambio a peor en la selección de la élite” (Mannheim). Esto es importante de interiorizar porque la salud social reside en cómo de estable es el sistema de creencias y estándares por los que se dice que quien dirige nos dirige bien; si el único argumento es un resultado electoral ganador sin más mecanismos de oposición real que la espera paciente del final de la legislatura o gobierno, el líder no requerirá de más justificación o habilidad que el de su maestría para seguir clavando el colmillo en lo público. Si un político engaña solamente hacia su comodidad, será mal visto socialmente; si lo hace para su comodidad y la del pueblo, será bien visto; y si es bueno para el pueblo y nunca se descubre el engaño, será el mejor político. Y un político, efectivamente, deberá mentir bien; no es más importante el sistema de dominación como sí quién domina.
Si Pedro Sánchez es un presidente al que se le tilda tantas veces de mentiroso, será porque no miente bien, y su permanencia en el poder se debe a la falta de mecanismos políticos reales de control y balance. Un político siempre va a tener sobre sí, como la espada de Damocles, la tenebrosa acusación de que miente, y ello será así porque siempre habrá ciudadanos que no le creerán cuando se equivoque y consideren a esa incongruencia un engaño (“dijo que no había crisis y resulta que había”), pero a su vez siempre habrán otros que le creerán y donde unos ven un engaño otros verán un simple error (“todos cometemos errores, rectificar es de sabios”). Para la política, no importa tanto tener la verdad, es más importante saber entender qué sesgos sociales deberán ser alimentados a medio-largo plazo. Un ejemplo podría ser en el Reino Unido del s.XIX, cuando Arbuthnot consideró que los ciudadanos estaban tan desinteresados por la política británica debido a que proferían tantas mentiras y que habían perdido, en consecuencia, la confianza en ellos. En un alarde de ingenio, Arbuthnot sugirió que los políticos dijeran la verdad durante unos cuantos meses seguidos a ver si así sorprendían al pueblo y los engañaban de nuevo pero diciéndoles la verdad. O como diría el gran Maquiavelo, “quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar”.
*** Luis García-Chico es un pensador y jurista español, con más de diez años de experiencia en el estudio de la mentira como línea de investigación en los campos del derecho, economía, filosofía y psicología. Autor de «Teoría de la mentira» (2022)
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